martes, 31 de diciembre de 2013

Admisiones

Avanzado el semestre se encontró conmigo un alumno de asistencia irregular. Me pidió que le resumiera las clases que se había perdido. Le expliqué que era injusto que yo trabajara el doble porque él no cumplía con su deber. Los estudiantes son sensibles al concepto de injusticia, sólo que no suele ocurrírseles que ellos también pueden cometerla.

Superada la introducción, me dijo que se le hacía difícil mi ramo; le respondí que sólo necesitaba comprensión lectora. Aquí vino el primer golpe: me preguntó (con cara de quién va a ganar la partida) por qué asumía yo que él debía tener comprensión lectora. La verdad, no lo había pensado. Mencioné que una cierta capacidad de comprensión lectora era esperable, dado que había sido admitido a estudiar una carrera, en una universidad del CRUCH. Con candidez me informó que no. Tuve que darle la razón, pero me defendí aludiendo a que él ya estaba en cuarto año.

Al despedirse me preguntó si yo le recomendaba asistir a las clases que quedaban. Sorpresa: la falta de comprensión lectora era quizás un problema menor. Mi respuesta –me avergüenza decirlo– no fue muy académica.  En todo caso el alumno reaccionó y fue más responsable; es de justicia consignar eso. Traté de pensar que se trataba de un solo caso entre muchos, que no se podía generalizar… pero esa misma tarde me encontré en la calle con otro alumno en situación similar, que también me pidió que le entregara un resumen de las clases que se había perdido.

Dos eran demasiados. Revisé los puntajes de corte de algunas carreras de la universidad y eran muy bajos. Consideré si era inmoral admitir a una persona con escasa capacidad de comprensión lectora (y de la realidad), si acaso estaría bien bajar la exigencia para que un alumno así pudiera terminar la carrera y titularse. No todo es culpa de las universidades, por supuesto. Los alumnos vienen con graves carencias; el problema educacional de Chile está en el colegio y aun antes.

Pero la realidad tiene sus exigencias: las universidades se financian con las matrículas, por lo que tienen que admitir a un cierto número de alumnos y eso significa bajar el nivel. La rectoría empuja en una dirección, los decanos resisten. No pueden permitirse perder a muchos, por lo mismo. Contraerse llevaría a recortar o eliminar otros proyectos, lo que no se vería bien.

¿Y si el Estado financiara la educación universitaria, como espera la calle? No es tan sencillo, porque eso podría implementarse de diversas maneras. Si el financiamiento continuara atado a cada alumno la situación no cambiaría mucho. Si, por otra parte, las facultades recibieran el financiamiento, algunas (historia, literatura, filosofía, física teórica, lenguas clásicas…) tendrían dificultades en justificarse ante a una sociedad que tiende a valorar sólo lo útil. Puede hacerse, claro, pero es difícil cuando los recursos son escasos y las necesidades apremiantes. ¡Qué lejos estamos de que haya cátedras constituidas y bibliotecas dotadas por benefactores privados, como ocurre en otros lados! ¡Si tan sólo, entre las virtudes que se esperan de los notables, se encontrase la magnificencia! ¡Si se entendiera que no sólo existen el trabajo y la diversión pero también theoria, la contemplación! Pero me he desviado demasiado del tema inicial. 

martes, 24 de diciembre de 2013

Antes de Navidad, después de Navidad

Hay fechas que reclaman una columna especial, y no es fácil decir algo nuevo sobre lo mismo cada año. El Wall Street Journal resolvió este problema publicando la misma columna todas las Navidades, desde 1949 (“In Hoc Anno Domini” por Vermont Royster).

Lo que plantea esta fiesta tan entrañable es qué trajo al mundo el cristianismo, o Cristo. Es decir, qué, o por qué, celebramos. Se puede contestar desde muchos ángulos. Quizás sea bueno intentarlo, porque muchas cosas que se dan por supuestas podrían haber sido de otra manera sin la difusión de la religión cristiana. El descanso dominical es un ejemplo. En todo caso, los puntos de vista pueden reducirse a dos: se puede contestar la pregunta en un plano meramente humano, desde abajo, o desde el “punto de vista” de Dios, desde arriba.

Convendría hacerlo desde la teología, porque el cristianismo es una religión. Pero para el que pregunta  desde el conflicto (alguno por ahí alega porque hay un pesebre en la Moneda; debería reclamar también porque el día 25 es feriado legal), o desde la pura curiosidad, no es, pedagógicamente, un buen punto de partida. Mejor comenzar desde abajo.

Se podría aludir a las cantatas de Bach, a los motetes de Palestrina, al arte Barroco Europeo y Latinoamericano, a la poesía de San Juan de Cruz, a la creación de las universidades, como cosas que el cristianismo ha traído al mundo, pero eso sólo sería la superficie. Se puede ir más profundo, para llegar más alto.

Tomemos algo específico, como ejemplo y punto de apoyo. En las sociedades pre-cristianas el perdón es poco conocido. (Para conocer las sociedades pre-cristianas hay que leer el Gilgamesh, el Hávamál, la Odisea, etc.) La ley que rige al hombre es la venganza, que retribuye con creces el mal recibido. En el Bushido, japonés, la salida para el caído en desgracia era el seppuku; suicidio ritual. La ley del Talión, hebrea, que a nosotros nos parece tan dura, es un límite a la venganza. El mundo antes de la primera Navidad es un mundo sin perdón, pero con conciencia de ofensa.

(Por supuesto que hoy un ateo sabe del perdón, pero en eso es deudor del cristianismo, como lo es cuando descansa el domingo. El mundo moderno surge de una civilización cristiana y no se da cuenta de la magnitud de su dependencia.)

Al hombre antiguo la conciencia le pesaba pero no alcanzaba el perdón. El hombre moderno, post-cristiano, se absuelve a sí mismo. Niega la ofensa, y así no tiene que pedirle perdón a nadie y tampoco se siente necesitado de un Salvador. Pedir perdón supone una humillación, abatirse. Con la venida de Cristo el perdón entra en el mundo, porque Él trae el perdón de Dios a los hombres. Y con el perdón, la misericordia –que alguno intentará suprimir– porque un mundo que viva sólo de la estricta justicia de derechos y deberes es insufrible. En el pesebre de Belén, el Cielo baja a la Tierra, para que los necesitados de perdón podamos alcanzarlo: el hombre, sin el cristianismo, no puede humillarse tanto, ni subir tan alto.

martes, 17 de diciembre de 2013

Los restos de un naufragio

La catástrofe electoral de la derecha se veía venir. Se venía escribiendo al respecto y mucho más se escribirá todavía. Una crisis es una oportunidad –se ha dicho– pero la derecha se enfrenta a más que una crisis: ha sufrido mucho daño y tiene que reconstruir.

Siempre está la tentación de renunciar y asumir que no hay nada que hacer; “es que Chile tiene alma socialista” me decía un amigo hace algunos años. Los resultados electorales del último siglo, y del anterior, parecen confirmarlo. Pero por otra parte, las encuestas sobre temas como legalización de la marihuana, aborto o matrimonio entre personas del mismo sexo, además de la alta abstención electoral, parecen apoyar la intuición Napoléonica –compartida también por Chesterton– acerca del conservadurismo del pueblo.

En todo caso, atrincherarse en los quórums parlamentarios, que es más o menos lo que el sector venía haciendo, ya no es posible. La mayoría no acepta por mucho tiempo la noción de que la democracia no consiste en dos lobos y una oveja votando qué habrá de almuerzo.

Para salir de una situación como ésta lo primero es asumirla. La derecha se encuentra en un estado de desastre. Tratar de taparlo aludiendo a que la izquierda disminuyó su votación en términos absolutos o a algún otro factor circunstancial (que los hay) como la enfermedad de Pablo Longueira o la popularidad casi mesiánica de Michelle Bachelet no va a resolver ningún problema.

La manera recuperarse comienza por entender bien las causas del desastre, que son muchas y variadas. Espero contribuir en algo con esto. Vamos a lo básico: una elección puede darse en distintos niveles. Si todos están de acuerdo en lo que hay que hacer (fines) y en los medios para lograrlo, sólo queda elegir a la persona más adecuada para ejecutar los medios: un gerente. Pero puede  que, habiendo acuerdo en los fines, la discrepancia esté en los medios; eso es otro nivel. Lo difícil es cuando el desacuerdo está al nivel de los fines, y es aquí donde estamos ahora. No cuenta decir que todos queremos lo mismo (un país mejor, más justo, etc.),  porque esos conceptos pueden llenarse con contenidos muy distintos y hasta opuestos.
 
La derecha ofrece gente capaz y medios eficaces, mientras que la izquierda ofrece una visión de la sociedad.  Dicho de otro modo, la derecha usa el lenguaje de la conveniencia –crecimiento económico, eficiencia, emprendimiento– y la izquierda un lenguaje moral –justicia, derechos, comunidad. (No es que la izquierda sea inmoral, es demasiado moralista.) Siendo importante lo conveniente, nadie se identifica con eso. La persona se identifica, lucha por algo que le dé sentido a lo útil. Me parece, y no sólo a mí, que aquí está el meollo del asunto.  Ya habrá oportunidad para ver  dónde y cómo encontrar un lenguaje moral.

Los efectos de esta carencia de ideas repercuten en varias cosas. Por ejemplo, no es que el sector no sepa comunicar, aunque tiene muchísimo que aprender en ese campo, sino que no tiene un mensaje comprehensivo. (Los publicistas no son problema, como dejó claro la película “No”, trabajan para el que les pague más.) Es cosa de comparar el Segundo Piso de Lagos y de Bachelet con el de Piñera.

También, si no se tiene algo propio es tentador “abrazar las banderas del adversario” para ganar. Pero esa misma expresión es muestra de pobreza intelectual y de frivolidad. Una cosa son los métodos del adversario, otra su identidad. Si se abraza la identidad del contrario se pierde de la peor manera posible.

Ilustrémonos con un ejemplo: la izquierda se dedicó por años a lavar la imagen de Salvador Allende. (He visto su retrato a la venta en ferias callejeras, junto al Sagrado Corazón y a san Sebastián.) Logró que se lo eligiera como el chileno más grande de todos los tiempos, etc. El ministro Hinzpeter decidió aparecer, en una de las primeras fotos públicas, bajo del retrato de Allende. En vez de concluir que, tal como la ha hecho la izquierda, había que promover héroes y símbolos propios, concluyó que había que acercase a la imagen de una persona que ejemplifica todo lo que la derecha aborrece. Con esa “nueva derecha” no se necesita una izquierda.

Pero no todo está perdido: el socialismo siempre termina por consumirse a sí mismo, y cuando ese proceso se completa, es necesario un gobierno que sea capaz de ordenar la casa. Pero resignarse a eso puede costarle mucho al país. Si la derecha no logra proponer algo sólido que haga frente a las ideas –y no sólo a la administración– de la izquierda, estará condenada a tener gobiernos esporádicos al servicio de las irresponsabilidades izquierdistas.

martes, 10 de diciembre de 2013

¿Es tan grave no ir a votar?

Hace unos días entré a la sala de profesores y me encontré una escena un tanto incómoda. Una profesora había anunciado que votaría por Evelyn Matthei. Las demás personas en la sala, incrédulas, le pedían explicaciones. Fui señalado como posible sospechoso de haber convencido a dicha profesora para que votara de forma tan políticamente incorrecta. La situación era grave. Me pregunto cómo habría sido la escena, si, por ejemplo, la profesora en cuestión hubiese anunciado su intención de no ir a votar. Me imagino que no se le habrían pedido tantas explicaciones. De hecho, cuando los que votamos nos vemos enfrentados a alguien que no vota, la reacción suele ser más bien tibia. Causa mucho más indignación quien se cambia de equipo de fútbol que quien no va a las urnas.

La abstención ya se venía dando en Chile antes del voto voluntario. Además, la experiencia de otros países mostraba cuáles serían los efectos si esa medida se implementaba acá. Sin embargo la inscripción automática y el voto voluntario se implementaron sin mayores problemas. ¿Es que a nadie le importaba mucho, o es que no sabemos escarmentar en cabeza ajena?  (Dado que a similares iniciativas, similares resultados, deberíamos estar atentos a lo que se ha hecho en otros lados antes de hacer otro tipo de cosas acá.)

Respecto del voto, ahora muchos dicen que hay que volver a cómo era antes. ¿Será bueno echar pie atrás? (Un cuestionamiento directo a la noción del progreso.) Vamos por partes. El voto es el ejercicio del autogobierno. ¿Puede ser uno obligado a autogobernarse? El problema es la baja participación o la falta de cohesión social, la abstención es un síntoma. Las leyes pueden servir para resolver un problema así (al final, la ley siempre termina teniendo un fin educativo), pero también pueden simplemente taparlo. Votar es un acto físico, que puede ser forzado por la ley, pero ser parte de la sociedad es algo de otra naturaleza.
 
Fomentar la cohesión social implica una visión de la persona, y de la sociedad, que ha estado ausente por mucho tiempo – y que por lo mismo tomará mucho tiempo recuperar. Esta visión asume que existen deberes que uno no elige (naturales). Acepta que desde que se nace se  está vinculado con un pasado que a uno lo constituye. Que rechazarlo radicalmente (refundar la sociedad, por ejemplo) sólo puede resultar en la autodestrucción, porque, en el fondo, el que odia a sus antepasados se odia a sí mismo. Implica que la libertad no es sólo individual, sino que también política.

No está de moda hablar de estas cosas a nivel público; sólo se ofrecen derechos, bonos, regalías, o una mayor eficiencia en la administración. Pero tampoco a nivel privado: mientras los que votamos no estemos dispuestos mostrarles a los que no participan en la vida pública que se comportan como menores de edad, ellos simplemente aprovecharán las facilidades y privilegios de vivir en una sociedad que otros sustentan. 

martes, 3 de diciembre de 2013

La política se mete contigo

“Aunque tú no te metas en política, la política se mete contigo”. En ese refrán está la respuesta a los que no votan porque no les interesa la política. Quizás el problema de la baja participación electoral está en que para muchos no está claro de qué manera la política se mete con ellos.

Es posible que si los candidatos fuesen más explícitos (no basta con publicar programas, en Chile nadie lee) lo que está en juego quedara más claro. Me explico: una candidata recién electa contaba que en las zonas rurales era común que por “matrimonio igualitario” se entendiera que en el matrimonio debía haber igualdad entre hombre y mujer. Claro, aunque eso no sea algo que se dé siempre, no aparece como una propuesta muy radical. Pero si fuese explícita habría más rechazo. No había mucho afán por parte de los candidatos partidarios de esa propuesta en aclarar mucho el tema.

Podrían buscarse más ejemplos. Una cosa es “poner fin a la segregación”; algo con lo que nadie puede estar en desacuerdo, otra es eliminar la educación particular subvencionada. Una cosa es un “Estado laico” (que ya existe), otra es un Estado oficialmente ateo. El eufemismo es siempre seguro, pero oculta la manera en que la política se mete con uno. Eso da la sensación de que al otro día todo seguirá más o menos igual, y por lo mismo, que votar no es algo que valga la pena y que no votar no es algo tan grave.

Meterse en política es cosa de pocos, pero estar metido en ella es cosa de todos, porque el hombre es un ser social. Hay asuntos, o problemas, que no son competencia del individuo, sino del grupo. Esos asuntos, o problemas, o se resuelven entre todos o no se resuelven. Ahora, los que no participan en la deliberación son igualmente parte del asunto.

Por ejemplo, si el problema es la contaminación del medio ambiente, no puede simplemente decidirse que el que quiera contaminar que lo haga y el que no, que se abstenga. El medio ambiente no es algo privado, sino que es asunto de todos los que viven en un lugar. Si se decide que para cuidar el medio ambiente se restringirá la construcción de termoeléctricas, el precio de la electricidad sube para todos, para los que estaban a favor y para los que estaban en contra, y también para los indiferentes. Es por eso que es bueno que este tipo de asuntos participen todos los que tengan algo que ver.

Con la última frase volvemos al comienzo: hay cosas en las que todos tenemos algo que ver, el problema es que en muchos casos eso no se ve, y no se ve porque no se muestra, y no se muestra porque mostrarlo podría ser desventajoso para algunos, que manipulando el lenguaje manipulan a las personas. Eso no es democracia, es despotismo blando, más insidioso que el duro, porque es deshonesto hasta de sí mismo.

Aquellos que viendo cómo les afecta la actividad política no votan, o aquellos que simplemente no quieren molestarse en ver cómo les afecta la actividad política y prefieren ser gobernados por el resto, porque es más fácil, esos no merecen votar.

martes, 26 de noviembre de 2013

Tú eres los otros

En las últimas elecciones hubo candidatos que perdieron por unas decenas de votos y hubo candidatos que fueron aplastados. A algunas personas esto les importa poco o nada, pero a otros les duele; al menos se dieron la molestia de ir a votar, lo que hoy ya parece bastante. En los días siguientes se comentan los resultados: las estrechas derrotas (¡pero si faltó tan poco!) o los desastres (¡cómo es posible!). ¡Hay que hacer algo! ¡Cómo nadie hace nada! Más que un llamado a la acción, es un estado de ánimo. Sin embargo, algunos hechos y algunas consideraciones pueden dar algo de luz al respecto.

En mi local de votación hubo mesas que se constituyeron a las once de la mañana porque no llegaban los vocales. Había, también, mesas que no tenían apoderados de ningún candidato, y eso que mi local de votación queda en el centro de una ciudad grande. Ese tipo de funciones las tiene que hacer alguien, otros.

Algo parecido pasa cuando se trata de ir a hacer campaña –ni se diga si se trata de ir puerta a puerta, hacer donaciones a algún político emergente, o peor si el asunto es ser candidato – sobre todo si la cuestión es ser compañero de lista de algún pez más grande. Todas cosas necesarias, cosas que alguien tiene que hacer, cosas que hacen los demás.

Pero a veces no hay nadie, y por no haber apoderados de mesa (sobre todo en zonas rurales), por falta de voluntarios en la campaña y por falta de fondos –todo eso suma– se pierden los candidatos. Luego vienen los lamentos.

Es más fácil dejarle ese trabajo a otros. Estamos acostumbrados. Siempre hay alguien que barre las colillas del suelo, alguien que se presenta como vocal o apoderado mesa, alguien que hace campaña por el candidato con el que uno simpatiza, alguien dispuesto a ser candidato, alguien que escribe y publica lo que le indigna… hasta que no hay.

No hace falta decir que el deja esas labores a otros no tiene el derecho a quejarse mucho. Por supuesto que la vida ya está llena de afanes y que el tiempo es un bien escaso (aunque sea el único equitativamente repartido), pero hay cosas que si son abandonadas dan como resultado un desastre. Afortunadamente siempre hay alguien a hacer esos sacrificios de tiempo, esfuerzo e incluso de dinero, pero si uno pretende que en algo las cosas salgan como a uno le gustaría, ese alguien también tiene que ser uno, porque en este mundo las cosas no se hacen solas.

martes, 19 de noviembre de 2013

De callejeros a falderos

Chile tiene un problema con los callejeros: hay muchos, están fuera de control, ensucian todo y pueden ser violentos y hasta rabiosos. Además, no se los puede tocar o encerrar, si alguien lo hace, el clamor de sus defensores  hace temblar a la autoridad. El problema persiste, pero la autoridad que asumirá el poder fue particularmente astuta: los domesticó. A los que mostraban los dientes y gruñían les ofreció un pedazo de pan. Ante la vista del alimento que les mostraba el amo, dejaron de ladrar y movieron la cola. La perspectiva de una buena vida, encerrados, eso sí, les hizo lamer la mano que les daba comer.

Esa es una manera de ver las cosas. La otra la tomo de una frase de la película “Quiz Show” (1994). Un inescrupuloso empresario le dice a un joven abogado que investiga un programa de televisión que  “el público tiene una memoria muy corta”. Esto, además de ser cierto, guía el actuar de quienes necesitan del público para vivir. Supongo que los que tenemos la memoria más larga no contamos como público.

Quizás el futuro gobierno no necesitó comprar a los que juraban y re-juraban que jamás se iban a integrar al sistema; quizás estaba todo bastante planificado para obtener algunos puestos en la cámara baja. Bastaba con declarar vehementemente en los inicios que el movimiento no era político –y que no tenía fines políticos– sino social, para después inscribir la candidatura con tranquilidad. Bastaba con declarar fuertemente que jamás se apoyaría a la persona que los dejó en la estacada el 2005, para después hacer campaña sin sufrir ninguna penalización. Bastaba con fustigar duramente el sistema binominal para después aceptar un blindaje como en la peor política de pasillo casi sin reclamos.

Total, el público tiene una memoria muy corta. Quedando las imágenes, sensaciones y emociones, el discurso puede ser cambiado sin mayores problemas.  Los que ladran tienen suficiente habilidad para guiar al rebaño que balando feliz se dirige a los galpones. Sus amos se quedan con la leche y la lana y a ellos también les toca un poco.

El único reproche puede venir de quienes no son el público, porque es sabido que los que ensucian las calles, ladran y gruñen, no tienen conciencia, aunque a veces muevan la cola, saquen la lengua y pongan caritas de pena o simpatía.

martes, 12 de noviembre de 2013

Catastrofismos

Creo que era Gonzalo Vial el que decía que Chile se encuentra al borde de un precipicio cultural y moral. Es tentador pintar un cuadro así, es un recurso retórico habitual. Alguna vez lo he hecho yo mismo. Pero me parece que es más certero T.S. Eliot cuando dice que el mundo no acabará reventando, sino que se desinflará (aunque G.K. Chesterton, que reconocía que los hombres vacíos terminan así, se reservaba el derecho a terminar con una explosión).

En todo caso, lo de estar al borde de un precipicio es engañoso porque a los abismos culturales y morales no se cae repentinamente, sino que se desciende de a poco. No se construyó Roma en un día, y también su caída fue precedida de una lenta decadencia. A los historiadores les gusta hablar de procesos.

Aun así, el rechazo a esta manera de plantear las cosas no viene tanto de la consideración de procesos paulatinos –que siempre acaban en algún lugar– sino más bien de una actitud de rechazo, un cierto “esto (sería tan terrible que) no puede pasar (aquí)”. Eso, más que un recurso retórico, es una falacia.

Los argumentos de necesidad son para la lógica, la metafísica y algunas otras disciplinas, pero no para la historia y la política. Muchas cosas impensables pueden pasar.  ¿Esclavitud en país que nace con una declaración de libertad, como Estados Unidos? ¿Persecución anticristiana (con abundantes mártires) en una tierra tan católica como Méjico? ¿Escasez de alimentos en un país con enormes reservas petroleras, como Venezuela? ¿Una oligarquía gobernante en una sociedad fundada sobre la base de la abolición de las clases sociales, como la Unión Soviética? ¿El reconocimiento del mercado como una fuerza reguladora de la economía por parte de uno de los últimos gobiernos comunistas (en China)? No hace falta seguir.

Lo que ha pasado antes puede volver a ocurrir. La actualidad implica potencialidad (ese sí es un argumento de necesidad metafísica). El recurso al miedo, el catastrofismo, puede no ser el recurso más elegante, ni si quiera el más efectivo. Pero la negación de la posibilidad de la catástrofe no puede basarse en un simple “esto no puede pasar”. Eso no es un argumento. ¿Quiere decir que estemos al borde del precipicio? No necesariamente, pero tampoco hay que descartar la posibilidad. Lo más probable es que ya estemos bastante abajo, pero también bastante acostumbrados.

martes, 5 de noviembre de 2013

Sobre una película vista en un bus interurbano

El título es latero, pero no se me ocurrió otro. Quienes viajamos en bus con frecuencia notamos algunas constantes: Eme Bus pone tres películas seguidas, Linatal los estrenos recientes y en casi todos usan copias piratas. Pero suficiente de eso.

Ya se ha dicho que la tendencia individual de encerrarse en una caja de resonancia se ha acentuado por el fácil acceso a pantallas personales y la abundancia de opciones en internet. Se pueden pasar días escuchando la música que uno prefiere, viendo noticias desde el punto de vista propio y leyendo comentarios que confirman los propios prejuicios.

Exponerse a cosas distintas (recordando, eso sí, “mantener la mente abierta, pero no tanto que se caigan los sesos”) es la solución al encierro mental. El transporte público es una oportunidad para escuchar música que uno no elige (después de unos minutos le pido amablemente al pasajero a mi lado que baje el volumen) y ver películas que de otra manera uno no vería. Sirve, como quien dice, para enterarse como está la cosa. Un elemento que me ha llamado la atención en las películas es lo común de la extrema violencia. Siempre hay algún pasajero que pide que la cambien.

La semana pasada pusieron una titulada “Snitch”. Trata de un padre que entra en el mundo del narcotráfico para ayudar a reducir la sentencia de su hijo, condenado por recibir un cargamento de drogas. De paso, arregla la relación con el hijo, arruinada por sus largas ausencias y el divorcio. No era mala, pero no la vería de nuevo.

La película se plantea como una crítica a las duras sentencias por posesión y tráfico de drogas en los EE.UU. Destaca la presión a la que los imputados son sometidos para que incriminen a otros y nota la duración de las sentencias, desproporcionadas al compararlas con las de otros crímenes. También critica, aunque más implícitamente, la política de aumentar drásticamente las penas en la tercera condena de un imputado. La película entra al debate abiertamente en los créditos finales haciendo mención explícita de esto. Nada que objetar hasta acá.

Lo que me llamó la atención, sin embargo, es que entrando a discutir problemas sociales, como la alta tasa de encarcelamiento y la guerra contra las drogas, no mencionara el divorcio. Claramente, el hijo del protagonista se ha visto dañado por un padre ausente física y emocionalmente, y más aún por el divorcio de sus padres (todo eso se muestra). Sin embargo, ni en los créditos finales, ni en ninguna otra parte, se menciona que los hijos de padres divorciados tienen mayores posibilidades de consumir droga y caer en otros tipos de problemas. No se dice, y apenas se deja entrever, que la mejor política de prevención de drogas, y de otros males, es una familia sana y estable. La raíz del problema que se denuncia está en otro lado.

Sospecho que estas omisiones se deben simplemente a una ceguera sobre el tema. Hay ciertas conductas y situaciones que son tan aceptadas que no llaman la atención, ni se ven sus consecuencias aunque la evidencia reviente en la cara. El último viaje en bus me sirvió para darme cuenta de que así está la cosa.

martes, 29 de octubre de 2013

Donaciones, expropiaciones y pasividad

La nueva ley de donación de órganos suscitó varios llamados a la reflexión acerca de qué significa donar, del valor del propio cuerpo, de la solidaridad, de la función pedagógica de la ley, etc. No es nuevo decir que si algo hace falta en nuestra sociedad es reflexión (no hay solución a eso, por ahora).

Dentro de las consideraciones que se han hecho sobre la nueva ley está el aumento del poder del Estado, que dispone de los cuerpos de los ciudadanos salvo que estos se molesten en hacer valer sus derechos explícita y burocráticamente. (Frente a esto, la expropiación del dinero ahorrado para la vejez parece bastante leve.) Se dijo también que los legisladores han abusado del lenguaje, es decir, manipulado a la gente, ya que una donación por definición no puede ser forzada. Pero la reflexión nos puede llevar aún más allá.

Si para algunos esta ley busca crear una sociedad más solidaria (difícil hacerlo por medio de la obligación legal y después de muerto el sujeto), se pasa por alto que también implica una sociedad dónde se acentúa como valor fundamental la prolongación de la vida y la salud. Por supuesto que la conservación de la vida es algo bueno y necesario, pero de ahí no se sigue que sea lo más importante. De hecho no puede serlo: la vida es para algo más que simplemente mantenerse. Que el propósito de la vida sea el seguir viviendo es simplemente un absurdo. Es problemático que en una sociedad pluralista esté prohibido preguntase en público cuál sea el bien superior.

Tomada en conjunto con otras iniciativas legales recientes uno puede llegar a formular esta interrogante de un modo extremo ¿habrá algo por lo que valga la pena sacrificar la salud y la vida? Permítaseme una digresión de humor absurdo, pero a mi parecer ilustrativo. Imagino las indicaciones del Ministro de Salud a los tripulantes de la Esmeralda: “Saltar al abordaje de acorazados puede ser dañino para la salud”, o a los soldados del antiguo Regimiento no. 6 “Chacabuco”: “Combatir hasta la última bala, sin rendirse, puede resultar en lesiones o incluso muerte”. En fin, creo que no hace falta abundar.

Aunque la dirección y propósito que se da a la vida sean algo en lo que el Estado no pueda entrar, es imposible que el éste  sea neutral en la orientación que da a sus leyes. Y aunque hoy no pueda o no se atreva a definir lo que es una vida bien vivida, la misma pretendida neutralidad exige al menos un respeto por la libertad, que es un bien espiritual, incluso por encima de la salud, que es un bien material. (Esto ya es orientador.) Es cierto que la ley es pedagógica, pero esta ley en particular, más que enseñar solidaridad puede que termine ensañando un utilitarismo extremo.

A modo de epílogo, otra consideración. Es cierto que esta ley no obliga totalmente, pero se basa, para funcionar, en la pasividad de los chilenos: muy buenos para salir a la calle a reclamar cosas que no tienen, pero casi siempre incapaces actuar para defender lo que sí tienen, sobre todo si son derechos y libertades. Esta tendencia se acusa también en la reciente propuesta de ley de propina sugerida.

martes, 22 de octubre de 2013

Los términos del debate

Ahora que pasó el debate presidencial, la candidata de la Nueva Mayoría ha comenzado a hablar –en general para contradecirse de cosas dichas anteriormente. Se ha criticado mucho su silencio, se ha dicho que es irresponsable (literalmente), que es una falta de respeto, que no es democrático, etc.

Pero hay algo más sutil en esto, no sólo de Bachelet, sino de su sector político. Es el control de los términos del debate. Bachelet y la izquierda en general, si no controlan el debate, se retiran. La razón es clara: el que logra controlar el qué y el cómo de una discusión puede ganarla más fácilmente, llevándola a su propio terreno. El marco que se le da a un asunto termina afectando cómo lo ve la gran mayoría, y por lo tanto determina el consenso.

Ejemplos de esto hay muchos, podemos tomar, para ilustrar, una consigna sobre el aborto: “hay que legislar sobre el aborto en Chile”. La cantidad de cosas que asume esa propuesta sin hacerlas explícitas hace que se deslicen bajo el radar sin llamar la atención (recuerdo la cara de sorpresa que puso un colega cuando le informé que no era necesario porque ya había legislación sobre el tema: el aborto está prohibido). O los derechos humanos, que –hemos llegado a creer– no dependen del sujeto, sino de quién los viola. Y así.

Es más fácil debatir sobre un debate que debatir hechos o ideas. Es imposible no acordarse de Ricardo Lagos que en medio de acusaciones sobre ciertas prácticas de su gobierno, pomposamente establecía que había llegado el momento de guardar silencio. Es más cómodo discutir cuándo y cómo debe hablar un ex presidente, que discutir si acaso el ex presidente en cuestión incurrió en graves hechos de corrupción. En fin, quizás no habría tantos goles de media cancha si supiésemos un poco más de retórica y argumentación.

Pero más allá de esa actitud de equipo qué sólo acepta jugar de local (al final los demás terminan cediendo) se descubre algo más profundo. Se propone una alternativa artificial y forzada: se habla de lo que yo quiero, como yo quiero, o se guarda silencio. O yo o nadie. ¿O es que pocos recuerdan que hace un tiempo la izquierda decía que si no ganaba ella no habría gobernabilidad? O la izquierda o el caos. Eso ya no es debate, es amenaza, y la democracia no puede darse entre amenazas. Parte del problema es que todavía no sabemos bien que se entiende por democracia. Ahora, cómo se convive con alguien para quien la democracia tiene un valor puramente instrumental, no lo sé.

martes, 15 de octubre de 2013

Día del Profesor

En el día del profesor corresponde agradecer a los que nos han enseñado. Sería largo recordarlos a todos, profesores de colegio y universidad y a otros aun que lo son sin tener un título. Quizás, entre los profesores, los más recordados sean los que pueden combinar un gran entusiasmo por aquello que enseñan, con un gran interés por los alumnos.

A pesar de que son muchos a quienes debo mis agradecimientos, quiero recordar a uno que si bien no despertaba tremendos entusiasmos (la química es un gusto adquirido que no logré adquirir) dejó en varios de sus alumnos una lección imposible olvidar.

Había que hacer un trabajo en grupo –para la asignatura de química– sobre el método científico, partiendo de un experimento hecho en clases. Dijo el profesor que iba a evaluar todo, incluida la ortografía.

Me junté con mis compañeros e hicimos el trabajo con especial esmero. Un detalle: escribimos los subtítulos de cada apartado, que eran varios, con mayúsculas, porque pensamos que mejoraba la presentación. Entregamos el trabajo y unos días después recibimos la nota. Todo correcto: un 5,6. No habíamos puesto tildes en las mayúsculas de los subtítulos, lo que nos costó casi un punto y medio. No habíamos cometido ningún otro error ortográfico, o del tipo que fuera, en todo el informe. 

Como alumnos que éramos, fuimos a alegar. El profesor Mario Fernández, inconmovible, dijo que él había explicado cómo iba a evaluar por lo que no teníamos nada que alegar. Un lástima, no sólo habíamos tenido todo bueno, sino que además habíamos sido el único grupo que había aplicado correctamente el método científico al analizar el trabajo de laboratorio, nos dijo. Pero otros grupos con mejor ortografía (o sin la genial idea de usar mayúsculas en los subtítulos) habían sacado mejor nota.

Apelamos al profesor de castellano, seguros de que la Real Academia Española de la Lengua, habitualmente tan laxa en lo que se refiere a vocabulario y conjugación verbal, dejaba alguna libertad en el uso de tildes y mayúsculas. Pero no. Nos informó el profesor de castellano –el inolvidable don José Araus– que estaba establecido que las mayúsculas debían llevar acento gráfico.

Y para siempre quedó registrado en el libro de clases ese 5,6 por un trabajo que era perfecto en su contenido. La verdad es que no creo que esa nota mediocre me haya afectado mayormente en el desarrollo de mi vida. Pero la lección de ortografía, y más aún la de pedagogía, no se me han olvidado, ni creo que se me vayan a olvidar, aunque me caiga de viejo.

martes, 8 de octubre de 2013

Refundación

La crisis política, y de identidad, de la derecha chilena se me hizo patente cuando un amigo que trabaja para un candidato del sector me preguntó si le podía aportar alguna idea que su candidato pudiera promover.

Que extraño, pensé, creía que era al revés: primero se tiene una idea y luego se levanta una candidatura. Es probable piense así por pasar demasiado tiempo el mundo de la ideas, pero, si de vez en cuando no se puede elevar la mente hacia algo más alto, aunque sea como aspiración, uno queda condenado a revolcarse en el barro como los chanchos, que nunca miran hacia arriba.

Un candidato sin ideas es un candidato sin identidad. Al parecer su sector no se las proporcionaba. Esto no presagiaba nada bueno. Con la inminente derrota en el horizonte, se habla de refundar la derecha. Otros, más medidos, hablan de repensarla o de encontrar el relato (Russel Kirk había usado términos parecidos hace medio siglo, pero en Chile nadie lo lee).

Una refundación implica una destrucción total. No está claro que eso haya ocurrido o que vaya a ocurrir. Tampoco es tan terrible, muchas instituciones de nuestro país han sido refundadas en el pasado y hoy florecen.

Pero una refundación exige un examen profundo. Primero, aclarar cuál fue la causa de la destrucción.  Esto ya da para que corra bastante tinta, pero si la causa no puede ser controlada es inútil refundar y es mejor hacer la pérdida. Segundo, hay que saber qué es lo que se va construir sobre las ruinas, y como una refundación requiere de esfuerzo, debe haber un convencimiento de que vale la pena refundar, de que lo que se refunda es, o representa, algo bueno. Aquí puede estar la raíz del problema.

Si la causa de la destrucción es accidental –problemas de imagen o de comunicación– no es necesario refundar, sólo trabajar más inteligentemente. Pero si se trata de un colapso desde dentro, y eso parece ser el caso, hay que recoger de las ruinas lo que se pueda aprovechar, hacer a un lado los escombros, quemar la basura y construir nuevamente.

La crisis de la derecha es una crisis de identidad porque ha dejado que la izquierda la defina. Eso es muy conveniente para la izquierda, que se eleva a sí misma como portadora de toda la bondad (igualdad, libertad, progreso, humanismo, solidaridad) y ha dejado a la derecha sólo la eficiencia y la libertad económica, muy necesarias, pero insuficientes para construir una sociedad. Tal como la define la izquierda, la derecha es sólo la defensa de comportamientos atávicos e intereses económicos y de clase.

Ahora, una crisis de identidad no se resuelve asemejándose al contrario (eso la agrava). Si sólo se trata de ganar, es más fácil pasarse en masa al otro lado. Una buena opción sería comprar un partido: creo que el PPD está en venta. No, la crisis de identidad se resuelve entiendo y afirmando lo que se es y no dejándose definir por otros. Pero para eso hay que estar convencido de que vale la pena ser y compartir lo que se es. Pero si la derecha se reduce simplemente a materias económicas y de gestión, y no propone una idea del hombre y de la sociedad, sólo gobernará cuando la izquierda lo permita.

martes, 1 de octubre de 2013

Otra vez paso

Es un tanto sorprendente que una canditata presidencial pueda auto-marginarse de un debate por “razones de agenda” (¿qué más puede haber sido?) y no sea marginada de la elección misma por la opinión pública.

Se comprende que Michelle Bachelet no quiera ir al debate; un debate con nueve participantes no puede aportar mucho. Además, no todos los candidatos son iguales; hay varios que no tienen ninguna posibilidad de ganar y tampoco ninguna proyección: si tienen algo que decir, el respeto al tiempo de los electores debiera llevarlos a buscar otros medios para entregar su mensaje. Y sobre todo, a Bachelet no le conviene ser cuestionada en público porque ella vale por su imagen y los afectos que suscita, no por sus ideas y menos por lo que ha hecho.

Aun así, que la principal candidata en una elección no participe en un debate es una pésima señal para la democracia. Comencemos notando la explicación: razones de agenda. Como excusa no convence, se esperaría que al menos dijera qué cosa tan importante tiene en su agenda a la hora del debate. Al parecer a nadie le importa mucho que una candidata le mienta al país de manera tan liviana, o que tenga cosas más importantes que hacer que ir a un debate. Ella misma sabe eso y lo aprovecha, ya ha dicho que en una elección hay ciertas imágenes que son “grito y plata”.

Por lo mismo, las ideas, la oportunidad de confrontarlas y la capacidad de ponerlas en práctica, son algo absolutamente secundario. De hecho, sus ideas sobre algunos temas fundamentales para los chilenos no son las de la mayoría, pero eso no le importa a ella, ni a la mayoría. Se esperaría, en todo caso, que los electores quisieran menos a quien los desprecia con una sonrisa tan simpática.

Pero esto es abusar del sistema, la democracia no es un concurso de modelos (quizás ha llegado a ser eso, pero los se llenan la boca con esa palabra podrían guardar las apariencias de mejor manera). La democracia se basa en el valor de la persona corriente, su uso como peldaño para acceder a cargos es una perversión de ella. Uno se pregunta qué es lo que tendría que hacer un candidato para que quien piensa votar por él, o ella, cambie de opinión. Si la respuesta es que es imposible, que el candidato tiene carta blanca, es que se ha llegado al fanatismo o a la inconciencia, que no son buenos para la democracia. Del desprecio de los políticos por sus electores al desprecio de los electores por el sistema no puede haber mucha distancia.

Quizás en la segunda vuelta –si la hay– se pueda tener un debate serio, en que se muestre el respeto mutuo entre candidatos y personas de a pie, pero quizás a esas alturas algo así importe poco. 

martes, 24 de septiembre de 2013

El problema de la educación es el problema de la familia

Ranking de notas, sueldos de profesores, PSU, SIMCE, escuela pública y particular, etc.: el problema de la educación está siendo considerado seriamente en Chile. Una lástima que no haya pasado eso el 2005, se podría haber ganado unos preciosos años. Aunque todavía nadie tiene muy claro qué es lo que se quiere decir cuándo se habla de educación, se han planteado temas importantes, como la formación de los profesores (atrás quedaron las aulas tecnológicas) y la necesidad de abordar el problema lo más tempranamente posible.

Esto último es obvio para quienes hacemos clases en la universidad. Desde nuestras salas de clases se ve con claridad que la gratuidad o el crédito, o las universidades privadas o estatales, tradicionales o no tradicionales, no van mejorar la educación universitaria mientras los alumnos sigan llegando sin comprensión lectora y razonamiento lógico, y sin un mínimo de conocimientos que les permitan experimentar el mundo de manera algo más que superficial. La motivación por aprender, más que las ganas de obtener un título, tampoco es algo que pueda resolverse después de cuarto medio.

Se ha hecho énfasis en que el problema universitario es el problema escolar, y que el problema escolar es el problema pre-escolar, y a corregir ese problema van encaminadas muchas políticas públicas (salas cuna, kínder obligatorio, etc.), pero habría que ver si el asunto termina ahí. Sin caer en un completo reduccionismo se puede afirmar –como con lucidez lo han hecho otros aquí aquí  que la raíz del problema de la educación, como problema social, está en la familia, teniendo presente que un problema nunca es pura raíz.

Pero de la familia se habla poco. Es un tema delicado, que ofende sensibilidades. Por lo demás, por años las leyes han contribuido a su desintegración. Aun así, no hay vuelta que darle: todo niño nace de la unión de un hombre y una mujer, y quien le da la vida biológica, asume, por extensión, el deber de darle la vida moral e intelectual, es decir, de educarlo. Aquí lo difícil: muchos padres no están en condiciones de educar a sus hijos, ya sea porque sus circunstancias son demasiado apremiantes o porque ellos mismo no han recibido una educación suficiente como para velar por la de sus hijos. En otros casos, uno, o ambos padres, simplemente no están. Lo corriente, en todo caso, es que reciban ayuda de otros en la tarea de educar.

Esos, en quienes los padres se apoyan para que sus hijos reciban lo ellos mismos no pueden darles han sido el Estado o grupos, ya sea asociaciones de padres (los menos) o grupos religiosos. Es lamentable que la mayoría no pueda escoger y tenga que contentarse con lo que el Estado o la caridad le ofrecen. Pero el problema es más serio todavía: muchos padres, por no haber recibido una buena educación no están en condiciones de evaluar a quienes educan a sus hijos.

Una posibilidad es simplemente tratar de paliar temporalmente el problema, y dejar que reviente de nuevo en algunos años (como ya se ha hecho).  Otra es reconocer que es un problema distinto de otros, y que más que una solución necesita de un esfuerzo sostenido, a largo plazo, y que involucra a más personas que estudiantes y profesores. Es de esperar, en todo caso, que esta generación de estudiantes que ha tomado conciencia de la importancia de la educación se involucre activamente en la de sus hijos, y no descargue todo el peso de ella en otros.

El esfuerzo sostenido por mejorar la educación tendrá que, necesariamente, involucrar a los padres, que son los primeros responsables por la educación de los niños. Pero para eso los padres tienen que estar ahí.

martes, 17 de septiembre de 2013

Pinochet fue una refutación de Marx

Había un tiempo en que en Chile y el mundo se estudiaba el marxismo en serio. Tanto adherentes como detractores intentaban comprender a Marx y manejaban términos como materialismo histórico y dialéctico, lucha de clases y dictadura del proletariado. Algunos hasta podían distinguir el Trotskismo del Leninismo. Es que antes de la caída del Muro los discípulos de Marx eran una amenaza real y parecía que se iban a comer a un Occidente cada vez más débil. Los tanques soviéticos en Berlín, Budapest y Praga, la cárcel-isla de Cuba, los campos de reeducación en Camboya, etc. eran imágenes vivas. El colapso del modelo los tomó tan de sorpresa como a muchos occidentales.

Los marxistas refritos que me encontré en la universidad solían decir, para sobrevivir la irrelevancia, que el marxismo ya no era un programa político, sino un método de análisis, con lo que inadvertidamente invertían la undécima tesis sobre Feuerbach. Pero, dado el peso que está tomando el Partido Comunista, parece que va a haber retomar esas lecturas que cayeron al basurero de la historia en 1989. Como siempre, habrá que agradecer a la Democracia Cristiana.

Es notable el tesón con que los revolucionarios trabajaron (y trabajan) para lograr lo que es, según ellos, inevitable. El marxismo, como buen descendiente de Hegel, es una filosofía de la historia, pero que trata de mostrar –en plena consecuencia con su materialismo– que la historia es una ciencia natural, que se mueve por leyes, y por lo tanto, es predecible. La revolución es la siguiente etapa y está al llegar, o al menos lo estaba.

Pero la revolución no llegó donde debía (a las sociedades más industrializadas), tampoco dio lugar a la sociedad sin clases y menos al hombre nuevo. No alcanzó a durar un siglo y se ya se había ido (como punto de comparación, el Reino Cruzado de Jerusalén duró más que la Unión Soviética). Aunque ese tampoco fue el fin de la Historia.

El caso más punzante puede haber sido el de Chile: el curso inexorable de la historia no llegó a ver cuajar la revolución cuando ya había cambiado el rumbo. El comunismo fue vencido en la praxis, y como en el marxismo teoría y praxis se identifican, también en la teoría. Se entiende que a quienes esperaban ser partícipes de inevitable llegada de la nueva era esto les duela. Posiblemente sea lo que más duela (a la izquierda no le interesan los derechos humanos sino como arma política) y lo que nunca pueda perdonársele a Pinochet. El soldado refutó el ideólogo por partida doble.

Cuando en las ciencias naturales una hipótesis no tiene valor predictivo, se desecha. Los que en el siglo XX leían a Marx con devoción –porque el marxismo es también una religión–  se reinventaron (y aprovecharon de perdonarse a sí mismos, como me indicó una vez un polaco) aunque cueste aceptar la caída de un ídolo y el fracaso de un profeta. Pero quedan algunos se tropiezan de nuevo con la misma piedra y se niegan a abandonar su superstición tantas veces refutada, también aquí. En muchos países sólo habitan en las universidades, en Chile también están en el Congreso. 

martes, 10 de septiembre de 2013

La verdad oficial

Cuando se promueve una “verdad oficial” sobre alguna cosa, es razonable sospechar si no hay algo que se quiere ocultar. Un ejemplo de hace algunos años es bien ilustrativo: la glorificación de la figura de Salvador Allende, que llegó a su culminación cuando fue declarado –por el canal gubernamental, nada menos– como el chileno más grande de todos los tiempos. Se comprende que alguien pueda sentir cariño por don Chicho. Quienes lo trataron personalmente decían que era encantador. Es natural, casi, que un borrachín mujeriego despierte las simpatías de algunos (pasando por alto, por supuesto, las sumas de dinero que recibió durante años de una potencia extranjera y sus opiniones eugenésicas). ¿Pero el chileno más grande de toda la historia? ¿Más que José Miguel Carrera y Bernardo O’Higgins? ¿Más que Mariano Egaña y Diego Portales? ¿Más que Arturo Prat y que el padre Alberto Hurtado? Con dejarlo descansar en paz bastaría. Sospechoso.

Los proyectos de ley que buscan castigar a los historiadores que digan algo distinto de lo establecido, las funas a los documentales que muestran la historia reciente de Chile desde una perspectiva diferente, las declaraciones del Partido Demócrata Cristiano tratando de alterar su pasado, el dictamen de la Contraloría que establece que el MIR fue una empresa (¿habrá pagado impuestos?) tienen cierto aire de “verdad oficial”.

Cuando se oculta algo de esa manera, es porque es inconveniente o vergonzante. ¿Qué es lo que se oculta detrás de esto? En términos de tiempo, lo que se tapa es el período de 1970 a 1973 (o de 1964 a 1973). Es como si en esos años no hubiera pasado nada, ni se hubiera hecho o dicho nada. En términos conceptuales, lo que queda en las sombras es el proyecto de Allende y del gobierno de la Unidad Popular. Pero por mucho que ese tiempo esté en las sombras, los hechos requieren una explicación y existe documentación al respecto. El proyecto de la UP era la revolución. El modelo, Cuba. Los medios, instrumentalizar la democracia hasta donde fuera posible, y cuando se llegara al límite, la lucha armada. El fin: el marxismo científico, total (uno llega a sonreír con esas pretensiones epistémicas) y el hombre nuevo. En otras palabras: el totalitarismo.

 Ahora bien, el proyecto en sí no suele avergonzar a los predicadores de la verdad oficial, de hecho, todavía lo tienen como aspiración aunque los medios hayan cambiado un poco. Es un problema de imagen; no es conveniente que la "verdad no oficial" aparezca en toda su realidad porque levanta demasiada oposición. Qué mejor manera de sanear y maquillar la propia imagen que desviar la atención. Pero la "verdad no oficial", el intento de instaurar en Chile un régimen como el de Alemania Oriental o Cuba, no llegó a concretarse. El proyecto de los partidos de la UP fue cortado en el brote y, desde el punto de vista de la imagen, fue lo mejor que pudo haberles pasado.

martes, 3 de septiembre de 2013

Pedir perdón y perdonar

Frente al mal recibido, real o imaginado, merecido o inmerecido, el impulso humano es a la venganza. En algunas culturas el honor personal y familiar depende de la capacidad para llevar a cabo las venganzas, a veces con creces, de los agravios. Es una receta para que los feudos de sangre se sucedan unos a otros y el espiral de violencia se haga cada vez más ancho y profundo. Es cosa de leer la “Saga de Njál” para ver como esto puede darse aun dentro de un marco legal definido (pero no se lee mucha literatura nórdica en nuestro país).

Un ciclo de violencia se termina con el perdón que lleva a la reconciliación, al restablecimiento de las relaciones normales. Pero el perdón no es fácil; va en contra del fuerte impulso de la venganza. Algunas religiones lo único que pudieron hacer fue limitar la venganza para contener la violencia (por el eso la Ley del Talión, que a nosotros nos parece inadecuada, fue un avance en la materia).

Es más difícil el perdón cuando ambas partes se sienten ofendidas y más todavía cuando una de las partes sólo reconoce un rol pasivo en el conflicto (le echa toda la culpa al otro). Pero eso no es todo.  El perdón, como el conflicto, tiene dos partes: el pedir perdón y el darlo. Pedir perdón puede ser difícil, pero eso no hace que darlo sea más fácil. Dar el perdón, perdonar, exige reconocer que se termina el conflicto y que se renuncia a la satisfacción de la venganza (curiosamente, o no tanto, la venganza, cuando se obtiene, tampoco da la paz).

El que exige el perdón, o se siente con derecho a exigirlo, tiene el poder, el poder de otorgar y retener. La tentación de no perdonar, para mantener ese poder sobre el otro, es grande, pero solo hace que el feudo continúe. Llegando a este punto se puede considerar si acaso un perdón que exige condiciones es un verdadero perdón, y si el que exige condiciones realmente está perdonando –terminando el conflicto– o más bien asegurando una posición de supremacía – ganándolo.

En caso de que para otorgar el perdón se exijan condiciones se puede considerar también cuán lejos pueden llegar éstas. Si son extremas (se viene a la mente la imagen del samurái caído en desgracia que sólo puede restablecer el orden realizando el seppuku), se puede llegar a dudar la autenticidad de esa forma de perdonar.

¿Tendremos reconciliación alguna vez en Chile? Algunos han pedido perdón, otros han reconocido culpas. Pero mientras siga siendo rentable alargar el conflicto, en términos políticos, emocionales y pecuniarios, es poco probable que haya una verdadera voluntad de terminarlo, perdonando.

martes, 27 de agosto de 2013

Democracia: antes, durante, después

Hechos recientes en Egipto (levantamiento popular, caída de un dictador, elección de un presidente, violencia contra los cristianos coptos, derrocamiento del presidente por el ejército, etc.) han llevado a algunos, no a tratar de comprender la compleja situación del mundo islámico, sino a hacer comparaciones con Chile (típico).

La fecha es propicia; se acerca otro aniversario de la caída de Salvador Allende y es casi imposible no hacer paralelos. Pero la lejanía, en el espacio y contexto cultural, nos permite analizar la situación – al menos conceptualmente–con un poco menos de apasionamiento que el que suscita la nuestra.

El derrocamiento de un jefe de Estado elegido por votación popular es universalmente condenado por anti-democrático. Pero una mirada reflexiva nos obliga a preguntarnos por la democracia y sus fundamentos. Después de todo, como se preguntaba un autor estadounidense, si los generales alemanes hubiesen derrocado a Hitler en 1933 ¿habrían recibido una condena universal? Es un hecho poco considerado que el partido Nacionalsocialista alemán haya accedido al poder mediante elecciones democráticas. El origen no siempre legitima.

La democracia, considerada externamente, es un procedimiento para elegir a los gobernantes. Se asume es superior a otros con los que la humanidad ha vivido por siglos. Es superior porque respeta la igualdad fundamental de todas las personas, y por lo mismo, su libertad. Lo contrario es la ley del más fuerte. Pero si el que accede al gobierno mediante una elección no acepta la igualdad de las personas y no está dispuesto a respetar los derechos fundamentales, impone la ley del más fuerte por la fuerza de los números: una dictadura disfrazada de democracia (como ocurre cuando un grupo numeroso de estudiantes no respeta el derecho a estudiar del resto de sus compañeros).

Un régimen de gobierno, para ser democrático, no sólo debe respetar la forma sino también el fondo.  La democracia no sólo está en el origen de un gobierno, sino que también en ejercicio del poder, y por lo mismo, en el abandono del mismo. Cuando un gobierno que surge con el apoyo de una mayoría cambia las reglas para perpetuarse, deja de ser democrático: falla en la prueba final de la democracia. Lamentablemente esto ocurre con cierta frecuencia en Latinoamérica.

Si acaso el gobierno del derrocado presidente de Egipto tenía intenciones de perpetuarse indefinidamente no es algo que pueda resolverse aquí (aunque la ideología de la Hermandad Musulmana y la experiencia de la revolución islámica en Irán pueden servir de indicios). En todo caso, un gobierno guiado por una ideología totalitaria no puede ser democrático, por mucho que se sirva de la democracia para llegar al poder.
   
En cuanto al caso chileno, todavía falta mirar con detenimiento la ideología que guiaba al gobierno de Allende, los modelos en que se inspiraba, los fines que se proponía y la manera en que ejerció el poder durante sus mil días, para poder juzgar adecuadamente su derrocamiento. Mientras tanto quizá convendría llenarse menos la boca con la palabra democracia, y más la cabeza con el concepto.

martes, 20 de agosto de 2013

La intolerancia de los inteligentes

Ha quedado en el pasado el incidente de la profanación de Catedral de Santiago por parte de un grupo de partidarios del aborto. (No es la primera vez que ocurre algo semejante, y así como van las cosas, no será la última). Como la memoria nacional es corta, estas cosas no reciben toda la atención que se merecen. Los culpables no recibirán ningún castigo, como tantos otros que han quedado impunes tras cometer desmanes parecidos, y, pasados unos días, la atención se desvía hacia otros temas.

Una gran mayoría, de todos los sectores, condenó el hecho. Algunos, además, notaron con preocupación que quienes profanaron la Catedral no hayan mostrado ningún tipo de arrepentimiento, como tampoco lo hizo el estudiante que escupió a Michelle Bachelet. Ha surgido la preocupación por el creciente clima de violencia en el país. Pero eso no es tan extraño; siempre ha habido odio y violencia, y la Iglesia siempre será una piedra de escándalo.

Lo que llama la atención, más que la falta de arrepentimiento de quienes cometen la violencia, es la defensa (parcial) que algunos intelectuales han hecho del incidente en la Catedral. Dos profesores universitarios (de Santiago y Valparaíso), han argumentado en la sección de cartas del diario que es perfectamente legítimo interrumpir una ceremonia de culto para manifestar desacuerdo con ciertas posturas. Una acción de este tipo estaría amparada por la libertad de expresión.

Dejando de lado que probablemente dichos profesores no tolerarían lo mismo en sus salas de clases, es notable que, para algunos académicos, la religión ni siquiera pueda quedar relegada al ámbito privado, que es una de las aspiraciones de la sociedad pluralista. No se trata en este caso de apoyar una contramanifestación en la calle, sino de justificar el ingreso a un lugar privado para interrumpir las actividades de quienes se reúnen ahí.

Estas breves muestras de sinceridad liberales, que de cuando en cuando aparecen en los medios, muestran que el proyecto pluralista va más allá de intentar la convivencia de visiones distintas: promueve la transformación de la sociedad mediante la imposición de una visión determinada de la realidad y no tolera posiciones divergentes. Así lo ha declarado en el pasado otro académico de una universidad del sector oriente de Santiago. Por un lado se amedrenta mediante la violencia, y por el otro se teoriza, justificando la supresión –paso a paso– de quienes piensan distinto.

Frente a esto el diálogo sirve de poco. Ya empieza a circular la idea de que habrá que sufrir (discriminación, demandas judiciales, funas, etc.) por exponer ideas que opuestas a lo políticamente correcto – el testimonio es el mejor argumento. Es de esperar que este ambiente violento no se extienda y que los intelectuales  que lo justifican sean rechazados por la comunidad académica (cómo hasta el momento lo han sido, si bien de manera preocupantemente tibia). Aun así, tomado la situación en conjunto, uno comienza a preguntarse qué lugar tendrán dentro de “El otro modelo” quienes no lo comparten. 

martes, 13 de agosto de 2013

Adiós a los niños

El domingo se celebró el Día del Niño. No suelo celebrar este tipo de fechas, están vacías de contenido aunque cuenten con el respaldo de los gobiernos y organizaciones internacionales. Sobre todo sirven como una manera artificial de estimular el consumo. Sin embargo quizás haya que aprovechar de celebrar este día mientras se pueda; los niños son cada vez más escasos (respecto del total de la población) y esto es un problema.

El descenso de la tasa de natalidad, como todo lo que sucede gradualmente, tiene la dificultad que no se percibe sensiblemente hasta que la situación está avanzada y la solución es difícil. Si “la demografía es destino” como dicen los estadounidenses, el nuestro no presenta buenos augurios. Si queremos ver cómo será nuestro futuro, podemos mirar a los que nos llevan la delantera en esto de tener menos niños. 

En Europa el aumento de los mayores de edad (respecto del total de la población) hace que aumente la necesidad del gasto en salud y en pensiones, que ha asumido el Estado. Para cubrir estos gastos aumenta (proporcionalmente) la carga impositiva sobre los trabajadores más jóvenes, lo que hace que tener hijos sea aún más caro, por lo que se cae en un círculo vicioso. Además, hay consecuencias que van más allá de lo económico: hay pueblos que se están quedando sin habitantes y muchos adultos mayores se encuentran, en el ocaso de su vida, en soledad. 

No hay muchas esperanzas de que la solución venga de la política. Los viejos representan más votos que los jóvenes y los políticos no miran mucho más allá de la siguiente elección. Por lo demás, el origen del problema demográfico se remonta más allá de la política y la economía.  Se necesitaría más que este breve espacio para profundizar, pero se puede mencionar que el cambio cultural comienza con una civilización que no es capaz de renovarse, y cansada, se enfoca en el presente, renegando de su pasado e ignorando el futuro, que son los niños. Los problemas de plata se arreglan con plata, dice un sabio amigo mío, pero éste es mucho más profundo.
  
Si bien en Chile se ha hablado algo del problema (y la actual administración ha hecho algún intento por abordarlo) las tendencias que se perciben no son auspiciosas. La tasa de natalidad sigue descendiendo y de los políticos se oyen muchas promesas que cuestan caro, y que tendrán que pagarlas los niños de hoy cuando mañana sean contribuyentes. Del ambiente propicio para crezcan los niños, de la familia, se oye hablar poco.

Por supuesto que a los niños no se los consulta (seguramente, la mayoría querría un hermanito, pero tendrán que contentarse con un perro), porque en democracia lo que cuenta son los votos del presente, y los niños no votan. En una demagogia lo cuenta es la calle, y los niños no marchan por sus intereses. Claro, en una familia los adultos velan por los intereses de los niños, pero en Chile la familia es una realidad que se va quedando cada vez más en el pasado. Si los adultos viven en el presente (y el endeudamiento es prueba de ello) poco queda para los niños, que son el futuro. 

martes, 6 de agosto de 2013

¿Quién paga la cuenta?

Un reciente reportaje relataba la historia de jóvenes que sufrían por las enormes deudas que habían contraído con las tarjetas de crédito y casas comerciales. Una autoridad de mi ciudad decía al respecto que era una irresponsabilidad moral ofrecer líneas de crédito a jóvenes de dieciocho años. Concuerdo plenamente.

Aun así, el neoliberal defenderá la libertad a rajatabla: si una persona es mayor de edad, podrá hacerse cargo de sus actos y aceptar las consecuencias. Después de todo, nadie está obligado a tomar un crédito de consumo a los dieciocho años. Pero hay, sobre esto, una crítica más profunda que la alusión a la irresponsabilidad de la juventud: ¿se puede decir que haya libertad si la sociedad entera dirige a la persona, desde su infancia, a hacia la adquisición de bienes materiales como fin último de la vida? ¿Se puede ser realmente libre frente a una publicidad agresiva y omnipresente en una sociedad de consumo?

Es fácil declarar interdictos a otros, ponerle límites al resto en nombre de su propio bien. Pero si considera esta posibilidad en materias económicas, convendría plantearse si esto no se aplica también en otras áreas. Si una persona de diecinueve años no está capacitada para decidir responsablemente si toma un crédito o no, y los casos expuestos en el artículo claramente indicaban que no, ¿estará capacitada para elegir responsablemente a las autoridades del país? 

Quizás convendría reexaminar la madurez y la mayoría de edad en una época en que las personas viven más y postergan decisiones importantes como la elección de una carrera o el matrimonio, pero eso es tema para otra ocasión. Más urgentemente habría que preguntarse si un político en campaña no se parece demasiado a una tarjeta de crédito o a un banco ofreciendo préstamos. Ambos hacen publicidad pensada en pasar por encima de la racionalidad, y por lo tanto, de la libertad. 

Los políticos hacen ofertas insuperables, muy atractivas en el corto plazo, pero que pueden tener efectos destructivos en el futuro, como los de un crédito fácil. Para tener energía rápida y barata, por ejemplo, se construyen decenas de centrales termoeléctricas. O se promete cuidar el medio ambiente, y no se agrega ninguna fuente significativa de energía en años. ¿Cuándo hay que pagar la cuenta? 

Si el Estado, para proteger a la gente de sí misma, limita lo que pueden ofrecer las instituciones financieras, ¿quién limita lo que pueden ofrecer los políticos? No sería mala idea tener un “Sernac” político. Existe, dirá alguno, y se llama democracia, pero el problema está en que si las personas pueden ser engañadas o manipuladas por las ofertas de un comerciante en el libre mercado, también pueden serlo por las ofertas de un político en una democracia, o demagogia. ¿Quién paga la cuenta?

martes, 30 de julio de 2013

A mis buenos alumnos

“Todas las familias felices se parecen, pero cada familia infeliz lo es a su manera”. No es totalmente cierto esto que escribió Tolstoi, pero algo de razón tiene. Cosa parecida dijo el maestro Aristóteles al sentenciar que “se puede errar de muchas maneras, pero acertar sólo es posible de una”. Siguiéndolo, afirmó su discípulo, el profesor Vigo, que “a estas alturas lo único verdaderamente original es el error”.

Quizás por esto es que los profesores, cuando contamos anécdotas de los estudiantes, solemos contar cosas negativas. Una pequeña mancha sobre una superficie inmaculada siempre destaca más allá de lo que amerita su tamaño y llama la atención sobre sí misma desproporcionadamente. Será también porque al hombre le deleita más narrar y oír tragedias y comedias – comedia es tragedia más tiempo – que  historias edificantes.

Pero contar sólo lo malo sería injusto para con los buenos alumnos. Como un deber de justicia, entonces, escribo esto, aunque no sea tan interesante como aquello motivado por las variadas conductas de los malos alumnos (que siempre hay). No viene al caso mencionar uno por uno a los buenos alumnos, pero vayan mis elogios al que después de una mala nota cambió su actitud frente a la materia y terminó bien el ramo, al que descubrió que la realidad era más amplia que lo que abarcaba su carrera, a los por primera vez leyeron libros que influyeron en su manera de ver el mundo, al que tomó una sugerencia lanzada al vuelo y se encontró con los cuentos de Chéjov, a uno que fue capaz de cuestionar una consigna y a tantos otros que prestaron atención, estudiaron y aprendieron.

En este punto sólo puedo citar a Gabriela Mistral, sin osar a ponerme a su altura: “Cuando yo he hecho una clase hermosa, me quedo más feliz que Miguel Ángel después del Moisés. Verdad es que mi clase se desvaneció como un celaje, pero es sólo en apariencia. Mi clase quedó como una saeta de otro atravesada en el alma siquiera de una alumna. En la vida de ella, mi clase se volverá a oír, yo lo sé. Ni el mármol es más duradero que este soplo de aliento si es puro e intenso.

Termino afirmando algo muchas veces repetido, pero que sólo pueden saberlo quiénes lo han experimentado. Para aprender algo realmente hay que enseñarlo. Por eso los profesores agradecemos a nuestros alumnos. No es formalidad; sin su necesidad y sin sus preguntas habría muchas cosas que quedarían en la oscuridad. Sólo al leer y comentar muchas veces un texto de Platón se le encuentra un sentido nuevo y más profundo, al explicar un concepto de mayor dificultad se llega a una mejor comprensión, el tener que replantearse una trillada definición de manual hace que se pueda penetrar la realidad que ahí se contiene, una pregunta inesperada de un estudiante revela otro nivel de significado de un texto, y así tantos gozos intelectuales.

Por todo esto agradezco a mis buenos alumnos. Debiera hacerlo más seguido, las satisfacciones que da el enseñar al que quiere aprender son mayores que las rabias que hacen pasar los que no saben por qué entraron a los Jardines de Academo. Pero el trabajo del jardinero implica de todo: abonar, afirmar y podar, pero también desmalezar. Los frutos, quién sabe cuáles y para quién serán.