martes, 28 de abril de 2015

De textos y carabineros

El texto escolar que pretendía distribuir el Instituto Nacional de Derechos Humanos, en el que se calificaba la conducta de Carabineros de Chile durante las marchas del 2011 como “represiva” y contraria a los DDHH, fue demasiado. Casi le cuesta el puesto a su directora (y en Chile eso es importante, ya nada le cuesta el puesto a nadie). Otras noticias más recientes han hecho que el episodio quede en el olvido, pero algo que me ocurrió el fin de semana pasado me lo trajo de nuevo a la memoria. Fui a la Feria del Libro en la Biblioteca Municipal de Concepción y se estaba mostrando un documental sobre patinadores (sobre todo skaters) y carabineros, que, por supuesto, impedían el libre ejercicio del patinaje. Nada personal en contra de los skaters (“skateboarding is not a crime” me enseñó un querido amigo que trabajaba en el Bronx), pero, además de las imágenes en terreno, el documental contenía entrevistas a académicos que hablaban de cosas como el control social, del aparato policial como agente del poder, etc. No había mucha gente viendo ese documental el sábado en la tarde, cuatro o cinco personas, a lo más. La mayoría estaba al frente, en el Parque Ecuador, caminando o sentada en un banco viendo jugar a los niños, inconsciente de cosas que se piensan y se dicen, y que poco a poco van cambiando la sociedad.

Me pareció admirable –en cierto sentido– el trabajo de personas como los documentalistas: una gota de agua en un río, pero una gota que hace su pequeño trabajo de erosión, que unida a otras adquiera la fuerza de un gran caudal. El texto del INDH llamó la atención, cruzó un límite y hubo de dar marcha a atrás. El documental exhibido en la Feria del Libro, en cambio, pasó desapercibido y pudo exhibirse sin que nadie mostrara un punto de vista contrario. Los comentarios que clase a clase hacen académicos acerca de dispositivos disciplinarios, sociedad castigadora, etc. van quedando en las mentes de los alumnos. Y a pesar de que las teorías, y los documentales y textos de difusión que se fundan en ellas tengan una lógica interna, no salen bien paradas frente a la realidad: los cientos de personas que se esparcen libremente en el Parque Ecuador, las pocas personas que en la misma Biblioteca ven tranquilamente ven en un documental en que se ataca a Carabineros de Chile, pueden hacerlo porque hay carabineros dispuestos a rendir su vida en defensa del orden que permite todo eso. Después de todo, si uno de esos académicos que ironiza sofisticadamente sobre la policía, o la directora del INDH, se encontraran una noche con algún desconocido dentro de la casa ¿acaso no llamarían a los carabineros que rechazan? Derechos como la vida, la propiedad o la libertad concreta de poder salir tranquilamente de la casa, necesitan que alguien los defienda, con fuerza cuando la razón no basta.

martes, 21 de abril de 2015

Algunas observaciones sobre la crisis

La corrupción en Chile es con boleta, no con maletines con billetes como los que a veces son detectados en los aeropuertos de otros países. Al menos nuestra corrupción le rinde un tributo simbólico a la ley. Eso puede ser por hipocresía o porque ese tributo simbólico puede ofrecer una cierta protección frente a la misma ley. Habrá que ver cuánto se demora la corrupción en llegar todos los niveles de la autoridad y servicio público. Pero hay que distinguir: no es lo mismo usar boletas falsas para el enriquecimiento personal a costa de empresas fiscales, que usarlas para financiar una campaña política a costa de empresas privadas. Lo primero es algo que apenas está investigado. Todos, o casi todos, los políticos usaban este sistema porque todo el resto también lo hacía; de otro modo era imposible tener posibilidad alguna de ganar una elección. Ningún político, que sepamos, fue capaz de financiar su campaña honradamente, perder la elección y luego denunciar a sus oponentes e intentar que se aplicara la ley. Las ganas de ganar pueden más que las ganas de hacer las cosas bien. Algo que empezó mal, como una suerte de necesidad y pacto tácito, terminó en una crisis institucional. Las primeras denuncias respecto del financiamiento ilegal de las campañas políticas no nacieron de una preocupación por la legalidad, sino como una manera de destruir al enemigo político. Sin embargo fue extremadamente torpe por parte de la izquierda hacer esta acusación: Penta financiaba sólo a políticos de un sector (por eso su vulnerabilidad), pero como era sabido que la única manera de obtener una “donación” para una campaña era mediante boletas falsas, era cosa de tiempo que el sector afectado se las ingeniara para que todos quedaran al descubierto. Cómo la izquierda no pudo anticipar que esto le iba a reventar en la cara, es algo más allá de toda comprensión. Probablemente se debió a un caso de hýbris: los dioses cegaron a un gobierno que se sentía invulnerable. El resultado es trágico y cómico a la vez.

Este tipo de problemas es propio de una democracia masiva. Es muy difícil, siendo las cosas así, que haya políticos realmente independientes, o dependientes sólo de sus electores. Esto último es más deseable, pero conlleva el peligro de la demagogia. La idolatría de la democracia, a falta de otros dioses, hace impensable que ella pueda ser cuestionada o su poder limitado. Una fuente de limitación del poder es la tradición. El provincialismo de Chile, que se avergüenza de todo aquello que pueda oponerse a los pactos internacionales, impide el fortalecimiento de cualquier tradición. Quienes quieren resolver el problema acabando con toda la institucionalidad actual tienen intereses. No hace falta decir que quienes quieren ponerle paños fríos al asunto también tienen intereses. El gobierno militar, a veinticinco a años de su término, sigue usándose como chivo expiatorio. Fue extremadamente imprudente, por parte de la izquierda, poner al frente del país a una persona que ya había demostrado ser completamente inepta.

Es inevitable que haya corrupción. A los políticos les gusta vivir bien, como a todo el mundo. Además, aquellos que no esperan una vida después de ésta sienten más fuertemente la tentación de vivir para los placeres de este mundo. Podemos citar a Lord Acton: “El poder tiende a corromper”. Podemos citar a John Zmirak (entre otros): “El poder atrae a los ya corrompidos”. Hay vigilar bien a los que quieren gobernar(nos). No es tan malo que la gente desconfíe de los políticos. Una solución institucional pasa por disminuir el poder de los que gobiernan, y no tanto por que gobiernen los “buenos” o la gente "adecuada". Aunque la virtud del gobernante sea indispensable, el gobernante virtuoso sabe que nadie es inmune a la tentación del poder. Restringir el poder incluiría, por ejemplo, limitar las reelecciones. Es difícil que eso ocurra, porque la limitación del poder sólo puede venir del poder. Por eso hace falta un estadista, pero no sólo uno. No hay sistema que aguante sin la virtud de los ciudadanos. Podemos citar a T.S. Elliot: “Constantemente tratan de huir de la oscuridad de fuera y de dentro, soñando sistemas tan perfectos que nadie necesitará ser bueno”. Pero nuestra sociedad nos dice, y nos lleva diciendo mucho tiempo, que ser bueno es una cosa subjetiva, del ámbito privado, que no puede haber una moralidad para todos. Y nos dice también que cualquier limitación a la democracia, la que sea, es mala. Y estas cosas nos las dicen también los políticos, y les creemos.

jueves, 16 de abril de 2015

No hay mucha salida de esta crisis

Si solo una persona –o unas pocas–  quebrantan una ley, tenemos un crimen. Si lo hacen todos –o casi todos–  tenemos una crisis. Puede ser que la ley sea inadecuada (cuando la ley quiebra a los ciudadanos, los ciudadanos quebrantan la ley) o que la población sea depravada. No es que esta crisis abarque a toda la población, pero sí a muchos (¿casi todos?) de los que tienen que ver con el financiamiento de las campañas políticas, que es el primer ámbito de la crisis.

Para salir de una crisis se puede aplicar la ley a rajatabla, caiga quien caiga, y eso suele implicar que van a caer casi todos, o se puede mirar para el lado. Lo primero sólo beneficiaría a los pocos que esperan salir libres de polvo y paja, y para hacerlo se requiere de una gran fuerza que respalde a la autoridad. Generalmente se prefiere lo segundo: estamos en democracia y las leyes las hacen las mayorías; y en este caso es aun más cierto que quienes han cometido los delitos son los hacen las leyes. Por lo demás, cuando nadie obedece las leyes se produce un colapso del sistema, la mayoría le dobla la mano al orden: una crisis social. El financiamiento de las campañas políticas no es el único lugar donde pasa esto, es cosa de ver la copia en el ámbito académico o el consumo de marihuana. Los hechos se imponen y la autoridad es impotente para hacer valer la ley para todos por igual.

En nuestro caso se produce una situación curiosa: si bien los que han cometido los delitos tienen el poder de absolverse o de ignorar lo que han hecho (es cosa de ver el comportamiento del Servicio de Impuestos Internos), la mayoría que otorga el poder mediante el voto no está dispuesta a perdonar. Pero esa mayoría no tiene los medios o a quien dirigirse para resolver la crisis. Se produce una tensión entre dos elementos que se necesitan mutuamente, pero que no se soportan. La clase política asumió que la ley era inadecuada y prefirió ignorarla antes que declarar su opinión de la misma, y la ciudadanía asume que la clase política es depravada. No está claro quién tendrá la última palabra. En Chile nunca pasa nada hasta que pasa algo.

Pero las raíces de la crisis llegan más hondo: las leyes no son lo más importante; para que se sostengan, y con ellas la sociedad, es necesaria la voluntad general de obedecerlas y la voluntad de la autoridad de hacerlas cumplir, sobre todo cuando se producen las primeras infracciones. Sin eso, de nada valen. Es decir, la sociedad depende de un sustrato moral previo a las leyes, y nuestra sociedad evita, precisamente, definir lo bueno y lo malo, relegando lo moral a la subjetividad. Lo que queda en común, entonces, es muy poco.

martes, 14 de abril de 2015

El fondo, no tanto la forma

Las acusaciones de doble estándar ya son un lugar común: quienes defendían al profesor Jorge Costadoat izaron la bandera de la libertad académica, pero niegan esa libertad a un profesor que defienda al gobierno militar. La izquierda se proclama defensora de los derechos humanos, pero no dice palabra sobre los detenidos en Venezuela o Cuba. Los imputados en el caso Penta quedan en prisión preventiva, pero los de Soquimich andan libres (y las asesorías a Codelco no se investigan), y así. Pero el problema no es el doble estándar, a estas alturas se pasa de ingenuo el que espere que todos sean medidos con la misma vara. Las formas, como la libertad académica, la imparcialidad de la ley, la defensa de los derechos humanos y la democracia tienen un fin propio, un contenido. El problema es cuando la forma se desfonda y pasa servir para otros fines. Es entonces cuando las formas se aplican sólo cuando convienen al que tiene el poder de aplicarlas. Se convierten en instrumentos al servicio del poder, no de los bienes que originalmente estaban destinadas a proteger. Aun así, invocar las formas para lograr un resultado político es mejor que simplemente descartarlas; al menos se mantiene una semblanza de orden, y se reconoce, aunque sea de manera hipócrita, que el poder debe someterse a algún tipo de verdad y también de escrutinio.

A pesar de lo anterior, el abuso de las formas en este último tiempo muestra que el país está, o sigue, profundamente dividido, que es muy poco aquello que realmente une a quienes están de un lado o de otro en lo político, teológico o cultural. Si no hay una separación o lucha frontal es probablemente porque algo así sería demasiado inconveniente. Por ahora hay que convivir, pero eso no implica que haya bienes (como la libertad académica, el respeto a ley o la defensa de los derechos humanos) tenidos en común. Sólo hay unas reglas que se usan para afirmar la propia posición. Eso hace, por supuesto, que esas reglas se apliquen parcialmente y se estiren o tuerzan hasta el límite. No hace falta decir que el riesgo de quedarse sin reglas –y lo que eso implica– es grande.

Dada esta situación, parece conveniente dejar de discutir sobre la aplicación de las leyes y los estándares dobles, sobre las formas, para volver a los contenidos, al fondo. Algo de eso ya se hace, pero hace falta más y de manera más fuerte. Una cosa es discutir acerca de la libertad académica, otra es analizar si lo que enseña un profesor es verdad o no. Una cosa es proclamar los derechos humanos, otra es deliberar si la detención de un encapuchado en una marcha constituye una violación de los derechos humanos. La afirmación del contenido de las formas es la mejor manera de protegerlas; vacías de contenido no sirven de mucho, pero el fondo necesita de una forma para poder funcionar correctamente en una sociedad.

jueves, 9 de abril de 2015

Los desastres

Chile parece ser un país en constante emergencia: la tranquilidad es algo anormal. Sin embargo, nunca estamos preparados. Cada emergencia es una sorpresa. Vivimos como si nunca fuera a pasar nada, hasta que pasa algo, y siempre pasa algo. Es cómodo vivir así: para las autoridades es mejor que la gente esté tranquila y que la plata se gaste en cosas vistosas y no en prevención. (A demás, si la prevención se hace bien, se evita el desastre y aparece, entonces, como innecesaria). Para uno mismo es más fácil no aparecer ante los demás como pesimista, evitar la angustia de anticiparse y el trabajo de prevenir. Prepararse para lo peor parece un sinsentido: planificar para el día que uno espera que nunca llegue. Pero es mejor estar preparado mil veces y no necesitarlo nunca, a necesitarlo una vez y no estarlo.

En las emergencias el ciudadano busca el apoyo del gobierno. Es natural, el gobierno existe para ocuparse de aquello que supera las capacidades del hombre común. Pero el gobierno, excepto las fuerzas armadas y de orden, habitualmente falla en estos casos; la ineptitud es patente y, sin embargo, se sigue esperando que el gobierno sea la solución. Las comunidades se organizan después de cada emergencia, pero por falta de preparación esa organización es poco profesional. Ya que siempre habrá desastres y ya que no se puede esperar mucho del gobierno, quizás sea el momento de potenciar las capacidades del hombre común para reaccionar frente a una emergencia. La misma Onemi tiene una serie de recomendaciones para enfrentar mejor las emergencias, entre otras cosas, recomienda tener la capacidad de ser autosuficiente –como familia– por 72 horas. Es casi impensable que mucha gente se tome en serio estas recomendaciones, la imprevisión del chileno es proverbial (es cosa de ver el nivel de endeudamiento). Aun así, podría ser útil hacerse algunas preguntas para estar mejor preparado, más todavía si hay personas que dependen de uno.

Por ejemplo ¿Sabe ud. a qué desastres está expuesto por la zona en que vive (incendio forestal, maremoto, inundación, etc.)? ¿Sabrá qué hacer cuando alguno de esos desastres ocurra? ¿Qué tiene pensado hacer respecto de otras emergencias derivadas de un desastre (incomunicación, saqueos, etc.)? ¿Tiene como cocinar si falta el gas o la electricidad? ¿Tiene en su casa cosas como una linterna, una radio a pilas, un viejo celular cuya batería no se acabe en un día? ¿Conoce a sus vecinos? ¿Tiene como defender a su familia en caso de un desorden más grave? ¿Tiene un arma y sabe usarla? ¿Es ud. físicamente capaz de afrontar una emergencia (correr sin fatigarse, cargar a otra persona, etc.)?¿Sabe si el neumático de repuesto de su auto está en buen estado? ¿Mantiene el estanque del auto con suficiente bencina para afrontar una emergencia? ¿Sabe tratar heridas y emergencias médicas menores? ¿Tiene en su casa un botiquín de primeros auxilios? ¿Están en buen estado los medicamentos de su botiquín? ¿Sabe qué hacer para entretenerse ud. y a sus niños cuando no hay televisión o internet? ¿Sabe cómo disponer de desechos si no hay alcantarillado o recolección de basura? En fin, la lista podría seguir. Pero no se trata de prepararse para el apocalipsis, ya que cuando finalmente llegue no habrá nada que hacer. No se trata, tampoco, de que estas medidas vayan a salvar la propia vida o la de un familiar (aunque podrían hacerlo), porque el ser humano aguanta mucho, pero sí que podrían hacer una emergencia más llevadera. Se trata de tener la tranquilidad mental de estar lo mejor preparado posible, de saber que en caso de emergencia uno no quedará completamente a merced de lo que otros hagan, y, sobre todo, de tener la tranquilidad de conciencia de saber que quienes dependen de uno pueden dormir tranquilos, porque uno se ha hecho el primer responsable de su seguridad.

martes, 7 de abril de 2015

Lo que está en juego en el caso Costadoat

Puede parecer curioso, al comienzo, el revuelo causado por el caso del profesor Jorge Costadoat. Es un asunto de una facultad de teología (una ciencia que estudia lo que no existe, dirían algunos) en un estado no-confesional. Pero la religión sigue siendo importante, si se tratase de otra materia el revuelo no habría sido tanto. Además, el profesor Costadoat es ampliamente conocido gracias a sus escritos en la prensa. Pero lo que está en juego en este caso no es tanto la libertad académica –algo de eso hay– sino la identidad de la Iglesia Católica, y por extensión, la identidad de una universidad católica. Es por eso que el caso ha sido tan bullado, que cala tan hondo. La academia tiene sin cuidado a la mayoría, la Iglesia, no. No es el único caso dónde esto está en juego, es cosa de ver los choques de la conferencia episcopal alemana con Roma, pero éste es nuestro.

La piedra de escándalo es la autoridad. La cuestión de la identidad de la Iglesia Católica, y por lo tanto, qué es y qué no es teología católica y quién está dentro o fuera de la Iglesia, descansa sobre la autoridad (de textos, interpretaciones y, por lo tanto, de personas). Hubo un tiempo que en que esto se tomaba muy en serio. El Cardenal Silva Henríquez, por ejemplo, excomulgó Salvador Valdés, autor del libro Compañía de Jesús: ¡Ay!, Jesús, que compañía!, hoy, sin embargo, medidas de este tipo se considerarían inaceptables. La cuestión de la autoridad presenta varias alternativas: una, es que su sustento esté en el individuo: cada uno define para sí mismo lo que significa ser católico y si acaso lo es o no. No se sostiene; la Iglesia es una realidad demasiado antigua como para que un individuo pueda definirla a su antojo un día cualquiera. Pero si la autoridad no está en el individuo, podría estar en el grupo; es comprensible pensar así en una sociedad democrática: un catolicismo de consenso, que se construya desde abajo. Esto, sin embargo, choca con la concepción que la Iglesia tiene y ha tenido de sí misma como institución jerárquica, que además custodia unos textos y una tradición recibidos, es decir, como religión revelada –o sea, que se constituye desde lo más arriba posible. Son dos visiones opuestas: una inmanente, que busca conformarse de acuerdo los tiempos, y otra trascendente que busca que los tiempos se adapten a ella, porque está convencida de tener una verdad eterna. (Ahora bien, una Iglesia que se conforme a los tiempos que corren sería innecesaria: bastaría con los tiempos que corren, pero eso es otro problema.) Este es el conflicto profundo del caso Costadoat y es un conflicto que ha tensionado profundamente a la Iglesia por varias décadas (un punto de quiebre fue el rechazo explícito de la encíclica Humanae Vitae, de Pablo VI, otro fue la adopción de filósofos abiertamente anti-cristianos como base para la teología).

Siendo así la situación, es razonable preguntarse por qué no se produce una separación. En su momento, quienes se opusieron a la jerarquía y a la tradición de la Iglesia se separaron de ella; hoy, parece haber más reticencia en hacer algo así. Se comprende; por una parte está la convicción sincera de ser parte de la Iglesia (aunque sea en “el límite” o para poder cambiarla desde dentro), pero en varias décadas la Santa Sede no ha cedido en ningún punto conflictivo; es poco razonable pensar que vaya a hacerlo. Por otra parte, la identidad de la Iglesia Católica es algo demasiado valioso, desde todo punto de vista, como para renunciar a ella. (Podría reducirse a esto: tiene más peso y prestigio ser un teólogo disidente dentro de la Iglesia que ser un teólogo protestante fuera de ella.) Persiste la cuestión sobre en qué consiste la identidad católica, y no es una cuestión de doctrina versus práctica, porque toda práctica depende de una doctrina. Durante muchos años ha habido profusión de teólogos y clérigos que se han opuesto a la jerarquía y a la tradición de la Iglesia en diversas materias, al punto en que algunos llegan a hacerlo sin siguiera darse cuenta. Esto ha dejado a los fieles muy confundidos, situación que se agrava en una cultura que exacerba el sentimiento. Llega al punto en que cuando un obispo ejerce su potestad –de manera bastante suave, si se observa bien– se arma un escándalo: lo que está en juego es mucho más que una cátedra universitaria.