Hechos recientes en Egipto (levantamiento popular, caída de un dictador, elección de un presidente, violencia contra los cristianos coptos, derrocamiento del presidente por el ejército, etc.) han llevado a algunos, no a tratar de comprender la compleja situación del mundo islámico, sino a hacer comparaciones con Chile (típico).
La fecha es propicia; se acerca otro aniversario de la caída de Salvador Allende y es casi imposible no hacer paralelos. Pero la lejanía, en el espacio y contexto cultural, nos permite analizar la situación – al menos conceptualmente–con un poco menos de apasionamiento que el que suscita la nuestra.
El derrocamiento de un jefe de Estado elegido por votación popular es universalmente condenado por anti-democrático. Pero una mirada reflexiva nos obliga a preguntarnos por la democracia y sus fundamentos. Después de todo, como se preguntaba un autor estadounidense, si los generales alemanes hubiesen derrocado a Hitler en 1933 ¿habrían recibido una condena universal? Es un hecho poco considerado que el partido Nacionalsocialista alemán haya accedido al poder mediante elecciones democráticas. El origen no siempre legitima.
La democracia, considerada externamente, es un procedimiento para elegir a los gobernantes. Se asume es superior a otros con los que la humanidad ha vivido por siglos. Es superior porque respeta la igualdad fundamental de todas las personas, y por lo mismo, su libertad. Lo contrario es la ley del más fuerte. Pero si el que accede al gobierno mediante una elección no acepta la igualdad de las personas y no está dispuesto a respetar los derechos fundamentales, impone la ley del más fuerte por la fuerza de los números: una dictadura disfrazada de democracia (como ocurre cuando un grupo numeroso de estudiantes no respeta el derecho a estudiar del resto de sus compañeros).
Un régimen de gobierno, para ser democrático, no sólo debe respetar la forma sino también el fondo. La democracia no sólo está en el origen de un gobierno, sino que también en ejercicio del poder, y por lo mismo, en el abandono del mismo. Cuando un gobierno que surge con el apoyo de una mayoría cambia las reglas para perpetuarse, deja de ser democrático: falla en la prueba final de la democracia. Lamentablemente esto ocurre con cierta frecuencia en Latinoamérica.
Si acaso el gobierno del derrocado presidente de Egipto tenía intenciones de perpetuarse indefinidamente no es algo que pueda resolverse aquí (aunque la ideología de la Hermandad Musulmana y la experiencia de la revolución islámica en Irán pueden servir de indicios). En todo caso, un gobierno guiado por una ideología totalitaria no puede ser democrático, por mucho que se sirva de la democracia para llegar al poder.
En cuanto al caso chileno, todavía falta mirar con detenimiento la ideología que guiaba al gobierno de Allende, los modelos en que se inspiraba, los fines que se proponía y la manera en que ejerció el poder durante sus mil días, para poder juzgar adecuadamente su derrocamiento. Mientras tanto quizá convendría llenarse menos la boca con la palabra democracia, y más la cabeza con el concepto.
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