martes, 31 de diciembre de 2013

Admisiones

Avanzado el semestre se encontró conmigo un alumno de asistencia irregular. Me pidió que le resumiera las clases que se había perdido. Le expliqué que era injusto que yo trabajara el doble porque él no cumplía con su deber. Los estudiantes son sensibles al concepto de injusticia, sólo que no suele ocurrírseles que ellos también pueden cometerla.

Superada la introducción, me dijo que se le hacía difícil mi ramo; le respondí que sólo necesitaba comprensión lectora. Aquí vino el primer golpe: me preguntó (con cara de quién va a ganar la partida) por qué asumía yo que él debía tener comprensión lectora. La verdad, no lo había pensado. Mencioné que una cierta capacidad de comprensión lectora era esperable, dado que había sido admitido a estudiar una carrera, en una universidad del CRUCH. Con candidez me informó que no. Tuve que darle la razón, pero me defendí aludiendo a que él ya estaba en cuarto año.

Al despedirse me preguntó si yo le recomendaba asistir a las clases que quedaban. Sorpresa: la falta de comprensión lectora era quizás un problema menor. Mi respuesta –me avergüenza decirlo– no fue muy académica.  En todo caso el alumno reaccionó y fue más responsable; es de justicia consignar eso. Traté de pensar que se trataba de un solo caso entre muchos, que no se podía generalizar… pero esa misma tarde me encontré en la calle con otro alumno en situación similar, que también me pidió que le entregara un resumen de las clases que se había perdido.

Dos eran demasiados. Revisé los puntajes de corte de algunas carreras de la universidad y eran muy bajos. Consideré si era inmoral admitir a una persona con escasa capacidad de comprensión lectora (y de la realidad), si acaso estaría bien bajar la exigencia para que un alumno así pudiera terminar la carrera y titularse. No todo es culpa de las universidades, por supuesto. Los alumnos vienen con graves carencias; el problema educacional de Chile está en el colegio y aun antes.

Pero la realidad tiene sus exigencias: las universidades se financian con las matrículas, por lo que tienen que admitir a un cierto número de alumnos y eso significa bajar el nivel. La rectoría empuja en una dirección, los decanos resisten. No pueden permitirse perder a muchos, por lo mismo. Contraerse llevaría a recortar o eliminar otros proyectos, lo que no se vería bien.

¿Y si el Estado financiara la educación universitaria, como espera la calle? No es tan sencillo, porque eso podría implementarse de diversas maneras. Si el financiamiento continuara atado a cada alumno la situación no cambiaría mucho. Si, por otra parte, las facultades recibieran el financiamiento, algunas (historia, literatura, filosofía, física teórica, lenguas clásicas…) tendrían dificultades en justificarse ante a una sociedad que tiende a valorar sólo lo útil. Puede hacerse, claro, pero es difícil cuando los recursos son escasos y las necesidades apremiantes. ¡Qué lejos estamos de que haya cátedras constituidas y bibliotecas dotadas por benefactores privados, como ocurre en otros lados! ¡Si tan sólo, entre las virtudes que se esperan de los notables, se encontrase la magnificencia! ¡Si se entendiera que no sólo existen el trabajo y la diversión pero también theoria, la contemplación! Pero me he desviado demasiado del tema inicial. 

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