martes, 30 de abril de 2013

Compromiso del profesor de calidad

Como casi todos los profesores de Chile, me doy cuenta que hay muchos problemas en la educación. Como me interesa que la educación mejore, por mi propio bien y el de mi patria, quiero hacer lo que esté de mi parte para entregar una educación de calidad. Soy consciente que la educación se entrega o se pierde en la sala de clases, entre el profesor y los alumnos. Por eso me comprometo:

-A llegar a clases a la hora, incluso unos minutos antes del comienzo, para que la clase pueda comenzar a la hora. Llegar atrasado sería una injusticia para con mis alumnos, que tienen derecho a una clase ininterrumpida.
-A apagar o silenciar el celular al entrar a clases, por las razones de arriba.
-A terminar la clase a la hora y no antes: mis alumnos tienen derecho a todo el tiempo estipulado, aunque no siempre quieran recibir su derecho.
-A leer constantemente textos sobre las materias que enseño.
-A estar siempre en búsqueda de mejores textos para dar a leer a mis alumnos.
-A tratar a mis alumnos con el respeto y seriedad que les corresponde por ser adultos.
-A estar disponible para que los estudiantes puedan hablar conmigo fuera de clases.
-A hacer las clases y evaluaciones pensando en el bien de mis alumnos, no en lo que resulte más fácil para mí.
-A tomarme tan en serio la docencia como la investigación.
-A corregir personalmente las evaluaciones, para saber cuánto y cómo aprenden mis estudiantes.
-A no hacer pruebas de alternativas.
-A tratar la casa de estudios como un lugar serio: que mi atuendo y postura reflejen que me tomo en serio la educación que entrego.
-A vivir la vocación académica como búsqueda de la verdad.
-A tomar en serio las preguntas de mis alumnos.
-A exigirle a mis alumnos, aunque me cueste.
-A preocuparme de que la sala de clases quede lo más limpia y ordenada posible, para el profesor de la hora siguiente.
-A dejar borrado el pizarrón al terminar la clase.
-A aprovechar las oportunidades que me da la universidad: conciertos, coloquios, charlas, sociedades académicas, publicaciones, etc.
-A conocer íntima y extensamente la biblioteca.
-A intentar comprender a quienes piensan distinto antes de condenarlos desde una superioridad moral asumida.
-A cuestionar las consignas: el desarrollo del pensamiento crítico es parte de la educación que entrego.
-A castigar severamente la copia: es la peor lacra de la educación chilena.
-A hacer un empeño serio en comprender la realidad en todas sus dimensiones.

Entiendo que es más fácil pedir que otros cambien a cambiar yo mismo. Comprendo, así mismo, que mi lucha por la educación no tiene sentido si no pongo empeño en ser un profesor capaz de entregarla.

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martes, 23 de abril de 2013

Decencia política

No he querido entregar estrategias políticas en estos escritos, porque además de la (escasa) posibilidad de los lean personas a quienes no van dirigidos, tampoco hay muchas probabilidades de que los lean los destinatarios. En todo caso, como en las oficinas públicas hay gente que tiene como misión revisar la prensa  (una vez me llegó un tirón de orejas por una referencia poco feliz a un servicio estatal), lanzo esto como quien lanza al mar un mensaje en una botella.

No es novedad ni sorpresa que la oposición haya dado guerra sin cuartel al actual gobierno. Desde la discusión del último presupuesto hasta la inasistencia al Te Deum, pasando por las acusaciones que no prosperaron (pero que hicieron que algunos se inmolaran por la causa). Lo curioso es que el gobierno no se haya dado cuenta antes de lo que se venía. Pero la acusación contra el ministro Beyer ha dejado patente que un clima de cordialidad no es posible si no gobierna la izquierda. Como respuesta, un ministro ya dijo que no iba a haber más ayudas (quizá pensando en aquella vez que la Democracia Cristiana no inscribió sus candidatos a tiempo).

Es natural que ocurra esto; hace pocos días decía el editor del semanario conservador inglés The Spectator, a propósito de las manifestaciones de odio que suscitó en Inglaterra la muerte de Margaret Thatcher, que la gente de derecha tiende a tolerar a la gente de izquierda, porque, a pesar de considerar que está equivocada, la considera relativamente simpática. La gente de izquierda, en cambio, tiende a pensar que los de derecha somos completamente siniestros. Por eso la guerra sin prisioneros.

Esto genera un problema: si ambos lados del espectro político se comportan igual, resulta el caos. El gobierno actual parece estar a la merced de una oposición que tiene al orden público –y al funcionamiento normal de las instituciones– como rehén, y que amenaza con destruirlo si sus demandas no son satisfechas.

Este problema, sin embargo,  se puede aliviar con un poco de estrategia. Ya lo saben en otros lados: si el gobierno no mantiene ocupada a la oposición, la oposición mantiene ocupado al gobierno (se aplica también a los profesores respecto de los alumnos). Material no faltaría, ya que los gobiernos de la Concertación tuvieron cierta dificultad para mantener el orden en asuntos de platas públicas. Quizás por magnanimidad, o para mantener un clima cordial, se prefirió no investigar mucho. Hacerlo ahora parecería venganza y no mejoraría las cosas, habrá que dejarlo para otra ocasión. Eso sí, podría hacerse una investigación a fondo de la Universidad Miguel de Cervantes, a modo de pequeño escarmiento, después todo, la nueva Ministra de Educación tendrá que vigilar instituciones como esa si quiere no quiere que la izquierda pida su cabeza en un plato.


martes, 16 de abril de 2013

Conciencias compro

Si mis fuentes no se equivocan, más de algún diputado votó a favor de la destitución del ministro de Educación en contra de su convicción personal. Sobre los Senadores no tengo información, mis fuentes no llegan tan arriba. Ahora, quienes votaron así, lo hicieron por orden del Partido, pero no por fe en el Partido (“Die Partei hat immer recht” cantaban los jóvenes en la República Democrática de Alemania Oriental). De no cumplir la orden partidaria –siempre se conserva la libertad de desobedecer si uno está dispuesto a sufrir las consecuencias–arriesgaban perder el apoyo del partido, vital para ganar la próxima elección.

Esto nos lleva a plantearnos el tema de fondo: por qué un hombre vende su conciencia, por qué llega hace algo que cree y sabe que está mal, por qué llega a valorar algunas cosas más que su propio ser íntimo. En este caso particular, además, podemos preguntarnos para qué quiere alguien conservar un puesto que no usa para promover su visión de lo que es bueno para el país, y por qué pertenece a un partido político que no respeta su conciencia. En otras palabras, la pregunta es dónde está el límite, la línea, donde se dice “basta”, “con esto no transo”, “por esto sí que vale la pena perder, irse a pique, pero con la bandera al tope”.  Un pequeño ejemplo, que ilustra la cuestión, es lo que le ocurrió al historiador Anglo-Francés Hillaire Belloc cuando fue candidato al Parlamento Inglés: habiendo un grupo de posibles electores que objetaban sus convicciones religiosas, les dijo Belloc que si ellos no querían elegirlo tal como era, a él tampoco le interesaba representarlos. Salió elegido.

Vender la conciencia no es cosa pequeña, es venderse entero en una esclavitud más opresiva que la del cuerpo. Se puede entender que alguno venda el alma cuando ya no queda nada para alimentar el cuerpo: no es el caso de nuestros parlamentarios. El asunto es el poder, y el miedo a perderlo. Pero la pregunta sigue: para qué ese poder, si ni siquiera asegura que se es señor de uno mismo. Muy pobre e impotente es el que llega a ese extremo, y sin embargo, parece que ese tipo de hombres abunda en el Congreso. En otra época se les habría negado el llamarse hombres, pero ese tipo de consideraciones puede ofender a más de un lector sensible.

En todo caso, no es nuevo el hecho que los políticos sean influenciables por miedo, presión, mentalidad de grupo u otros factores. Pero los votos en contra de la propia conciencia mandan una poderosa señal negativa a los electores; el prestigio perdido de la política no se recupera con primarias y afiches de campaña. Si alguno se opusiera al partido seguramente se hundiría, pero en este momento crucial para la política chilena alguno puede mostrar que todavía quedan en ella personas honorables, capaces de independencia (o, por el contrario, confirmarnos en la impresión que vamos rápidamente por el camino de los países poco serios). Aquel salvaría algo más que su conciencia.

martes, 9 de abril de 2013

¿Demagogia, mafia o plutocracia?

Las palabras del alcalde de Aysén, demasiado pronto olvidadas, junto con algunos otros hechos de la política actual, destacan algunos problemas propios de la democracia moderna. No se trata de sustituir la democracia por otro sistema, sino de ser capaz de tener una visión crítica, para poder corregir sus problemas, tal como algunos lo hacen para el libre mercado, en economía.

Esto no es fácil en Chile. Cualquier crítica suele ser mal recibida, y dado que el país vivió un estado de excepción, la democracia adquirió el aspecto de una tierra prometida. Pero ningún sistema ideado e implementado por seres humanos imperfectos tiene muchas posibilidades de ser perfecto. Más aún, todo sistema tiene sus tendencias propias, que si llegan hasta el extremo pueden causar más daño que bien. Esto lo tenían muy presente los fundadores de la primera democracia moderna, y quedó también plasmado en la gran obra de un admirador de este sistema, como lo fue Alexis de Tocqueville.

El alcalde de Aysén se quejó de que, al pedir contribuciones para su campaña, una empresa de energía le ofreció sólo tres millones de pesos, cifra que consideró muy baja. Por lo mismo, llamó a oponerse a esa empresa. La lección quedó clara: una empresa puede comprar un candidato con generosas contribuciones a la campaña, y si no lo hace sufrirá las consecuencias.

En la democracia moderna, donde vota mucha gente, es necesaria la publicidad para tener opciones reales de ganar. La publicidad es cara. Si la paga el candidato, sólo podrían ser candidatos las personas acaudaladas, cosa que la democracia quiere evitar. Por otra parte, si alguna persona o grupo, logra que un candidato salga elegido con su ayuda económica, tendrá poder de presión sobre él. (Es cierto que un funcionario puede actuar libremente, pero si se enemista con sus benefactores sabe que probablemente sólo durará un período en el cargo.) Pero si se limitan las contribuciones privadas, se limita la libertad de los ciudadanos de promover al candidato de su elección, cosa que sería anti-democrática.

Si un candidato no recibe ofertas de interesados en comprar su gestión, existe la posibilidad de que él mismo la ponga en venta, mediante programas populistas o demagógicos; la tendencia natural de un sistema en que lo básico para ganar es conquistar votos.

Ahora, las tendencias propias de un sistema tienen que corregirse desde fuera, si hay necesidad. En el caso del riesgo que corre la democracia de convertirse en una plutocracia, en el caso que los grupos acaudalados compren candidatos, o en una demagogia en el caso que los candidatos sacrifiquen el futuro para una ganancia inmediata, o en una mafia si es que un candidato amenaza en usar su poder si no recibe apoyo (el caso de Aysén, al parecer), sólo puede corregirse si se corrigen las personas, individualmente. Es decir, una democracia sólo puede sobrevivir si hay ciudadanos virtuosos: lo tenían claro de Tocqueville, los fundadores de los Estados Unidos, y en Chile, Portales. Pero poco se oye hablar de esto.

martes, 2 de abril de 2013

De tortas y economía

por Federico García (publicado en El Sur, de Concepción)

Revisando la biblioteca del internado rural donde alojé en los últimos trabajos sociales, encontré un pequeño  libro de educación cívica. Curioso, lo abrí, y encontré la vieja comparación entre las riquezas de un país y una torta. Las riquezas, decía el texto, son como una torta, a la que todos tienen derecho. El problema, seguía, es que a algunos les tocan pedazos muy grandes y a otros muy pequeños.

La imagen es poderosa, sobre todo para una mente en su infancia, pero incompleta. Se la puede llevar más lejos y obtener una visión más matizada. La riqueza de un país no “está ahí” para ser repartida: hay que crearla. Siguiendo con la analogía, las tortas no aparecen solas, alguien las hornea; sólo ahí se puede pensar en repartir.

Ese que hace la torta (emprendedor, empresario, innovador) toma algo que por sí solo sirve de poco (nadie quiere comer harina o huevos crudos) y con sus ideas y trabajo hace algo muy apetecido,  tanto, que algunos, que suelen ser los dueños  del cuchillo, inmediatamente piensan en el reparto sin preguntar la opinión del que hizo la torta.

La justicia del reparto no es algo que se pueda determinar por una fórmula, hay varios elementos a considerar. Primero, que la generación de riqueza implica la creación de algo nuevo: la torta no es reducible a sus componentes, la idea –lo nuevo– es esencial, pues sin ella no hay torta. La capacidad de llevar una idea a la práctica –coordinar la producción de ingredientes y combinarlos– lo es casi todo: es lo que hace que surja el valor económico a partir de lo que vale menos económicamente. La labor de quienes hacen esto merece una recompensa adecuada, ya que de ella dependen y derivan su valor económico los otros trabajos.

Segundo, quien crea riqueza no puede hacerlo sólo; depende de una sociedad, que, entre otras cosas, contiene una economía de dinero y un marco legal que le brinda seguridad para emprender su trabajo. Hay países donde se puede crear riqueza y otros en que la corrupción, desorden y control burocrático lo hacen muy difícil. Depende también del trabajo de otros para poder llevar a cabo su emprendimiento. Debe, por lo tanto, retribuir a la sociedad y a quienes participan en su mismo empeño.

Quien hornea la torta –por ser quien agrega valor al trabajo de otros al coordinarlos– suele quedar con el sartén por el mango. Quienes le prestan ayuda o proveen de ingredientes, al no tener otras alternativas corren el riesgo de tener que conformarse con un pedazo muy chico, que siempre será mejor que lo poco que tienen: harina cruda o tiempo vacío. Es la tentación del empresario: que a la hora de decidir cuánto ha de retribuir, en vez de ver hombres que contribuyen a su empresa, vea sólo factores económicos que deben ser optimizados.

Por lo demás, si el que hornea la torta retribuye lo menos posible, en vez de considerar en lo que aportan la sociedad en general y los demás involucrados, en particular, a su empresa, se corre el riesgo que el sentimiento de malestar se vuelva contra la misma empresa. Pero esto es una consideración práctica, no de justicia.

Todo esto puede considerarse sin omitir que las relaciones de producción y distribución son complejas, y por eso, para hablar de economía –aunque sea de ética económica– hay que haber estudiado el tema. Reducirlo a unos pocos lugares comunes no hace justicia a la realidad.