“Todas las familias felices se
parecen, pero cada familia infeliz lo es a su manera”. No es totalmente cierto
esto que escribió Tolstoi, pero algo de razón tiene. Cosa parecida dijo el
maestro Aristóteles al sentenciar que “se puede errar de muchas maneras, pero
acertar sólo es posible de una”. Siguiéndolo, afirmó su discípulo, el profesor
Vigo, que “a estas alturas lo único verdaderamente original es el error”.
Quizás por esto es que los
profesores, cuando contamos anécdotas de los estudiantes, solemos contar cosas
negativas. Una pequeña mancha sobre una superficie inmaculada siempre destaca
más allá de lo que amerita su tamaño y llama la atención sobre sí misma
desproporcionadamente. Será también porque al hombre le deleita más narrar y oír
tragedias y comedias – comedia es tragedia más tiempo – que historias edificantes.
Pero contar sólo lo malo sería
injusto para con los buenos alumnos. Como un deber de justicia, entonces,
escribo esto, aunque no sea tan interesante como aquello motivado por las
variadas conductas de los malos alumnos (que siempre hay). No viene al caso
mencionar uno por uno a los buenos alumnos, pero vayan mis elogios al que
después de una mala nota cambió su actitud frente a la materia y terminó bien
el ramo, al que descubrió que la realidad era más amplia que lo que abarcaba su
carrera, a los por primera vez leyeron libros que influyeron en su manera de ver
el mundo, al que tomó una sugerencia lanzada al vuelo y se encontró con los
cuentos de Chéjov, a uno que fue capaz de cuestionar una consigna y a tantos
otros que prestaron atención, estudiaron y aprendieron.
En este punto sólo puedo citar a
Gabriela Mistral, sin osar a ponerme a su altura: “Cuando yo he hecho una clase
hermosa, me quedo más feliz que Miguel Ángel después del Moisés. Verdad es que
mi clase se desvaneció como un celaje, pero es sólo en apariencia. Mi clase
quedó como una saeta de otro atravesada en el alma siquiera de una alumna. En
la vida de ella, mi clase se volverá a oír, yo lo sé. Ni
el mármol es más duradero que este soplo de aliento si es puro e intenso.”
Termino afirmando algo muchas
veces repetido, pero que sólo pueden saberlo quiénes lo han experimentado. Para
aprender algo realmente hay que enseñarlo. Por eso los profesores agradecemos a
nuestros alumnos. No es formalidad; sin su necesidad y sin sus preguntas habría
muchas cosas que quedarían en la oscuridad. Sólo al leer y comentar muchas
veces un texto de Platón se le encuentra un sentido nuevo y más profundo, al explicar
un concepto de mayor dificultad se llega a una mejor comprensión, el tener que replantearse
una trillada definición de manual hace que se pueda penetrar la realidad que
ahí se contiene, una pregunta inesperada de un estudiante revela otro nivel de
significado de un texto, y así tantos gozos intelectuales.
Por todo esto agradezco a mis
buenos alumnos. Debiera hacerlo más seguido, las satisfacciones que da el
enseñar al que quiere aprender son mayores que las rabias que hacen pasar los
que no saben por qué entraron a los Jardines de Academo. Pero el trabajo del
jardinero implica de todo: abonar, afirmar y podar, pero también desmalezar.
Los frutos, quién sabe cuáles y para quién serán.
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