martes, 31 de mayo de 2016

Los problemas reales de la gente

Frente a  las diversas reformas que promueve el gobierno actual, en especial la de redactar una nueva constitución, la oposición suele decir que los “problemas reales” de la gente son otros: salud, educación, seguridad, empleo... Las encuestas muestran que cosas como la redacción de una nueva constitución política o el matrimonio entre personas del mismo sexo están muy lejos de ocupar un lugar preeminente entre lo que la gente considera importante. El énfasis en los problemas reales de la gente crece a medida en que se acerca el final del periodo presidencial y los políticos comienzan a hacer sus campañas tratando de sacar alguna ventaja de la baja aprobación del gobierno actual. Los problemas reales son, además, los que tiene más potencial de atraer votos.

Esta postura de la oposición, que ha sido la misma durante años, revela una idea política –o una ausencia de ideas políticas o, incluso, una idea anti-política– que, a pesar de la crisis política y social del país, y de la derrota en las últimas elecciones, parece no haber sido analizada por quienes la sostienen. Es que el análisis de ideas no es una de las necesidades reales de la gente. Se trata de una conjunción de asistencialismo y pragmatismo, que implica un olvido de lo propiamente común o político. Una cosa son los asuntos o problemas individuales y otros los de la sociedad tomada como un todo. En general, los asuntos individuales podría resolverlos una persona con sus propios recursos o recurriendo al entorno más inmediato. Sin embargo, se ha instalado la imagen del político como un solucionador de los problemas de cada una de las personas. Ahora, cuándo la suma de los asuntos individuales de muchas personas se convierte un asunto común es algo prudencial.

El individuo no suele sentir tan directamente los problemas que afectan a la comunidad como un todo (que no es lo mismo que afecten a la mayoría de los miembros de una comunidad). Eso podría explicar, por ejemplo, por qué los problemas limítrofes con los países vecinos se resuelven de manera tan negativa para nuestro país. Pero es precisamente el deber de los políticos el de velar por los asuntos comunes, de mirar no una infinidad de detalles sino el cuadro completo. Esos problemas, que no son los llamados problemas reales de la gente sino los asuntos del país, forman el marco en el que se desarrollan y solucionan –o no– las necesidades de las personas, durante muchos años.

Puede que a la gran mayoría no le interese qué tipo de constitución rige en el territorio o cómo se financian los partidos políticos, pero precisamente para eso hay políticos. Si quienes fueron elegidos como representantes del pueblo creen que cambiar la constitución no es prioridad, deberían activamente defender la que existe y no limitarse a citar encuestas. Quizás uno de los problemas reales de la gente es que una buena parte de la clase política que sólo se preocupa de lo cotidiano.

martes, 17 de mayo de 2016

En conciencia

“Decidir en conciencia” parece ser la consigna de algunos debates públicos actuales, una sentencia del más alto tribunal que no admite apelación. Evidente: quien obra en contra de lo que cree correcto -en contra de su conciencia- obra mal, no tanto por la acción que realiza, sino porque al obrar en contra de su conciencia necesariamente comete una traición. De lo anterior no se sigue que quien obre de acuerdo con su conciencia siempre haga el bien, pero no se le puede exigir a todo el mundo un razonamiento tan riguroso.

Es rescatable, en todo  caso, que la conciencia tenga una nueva vida, por breve que sea. Donde priman las componendas, las vueltas de chaqueta y el cálculo utilitario (político, económico), la interioridad del juicio interno queda casi anulada. Sin embargo, cuando se apela públicamente a la conciencia parece que ésta no tuviese otra función que la de aprobar la conducta que se quiere seguir. Casi nunca se sugiere que, después de deliberar (o discernir), la conciencia pueda prohibir: los remordimientos de conciencia son algo poco menos que imposible.

La apelación a la conciencia tiene sus riesgos, porque si bien esta voz interior de alguna manera supone que el hombre se observa objetivamente como desde fuera (por algo se dice que es la voz de Dios en el alma), no se puede olvidar que en estos juicios el sujeto es, a la vez, juez y parte. No es fácil poner entere paréntesis los propios intereses o inclinaciones y, aunque esto se logre, la objetividad del juicio no queda garantizada: también puede haber errores de buena voluntad, avalados por la conciencia que, como dice Robert Spaemann, es juez pero no oráculo. Por lo mismo, la conciencia no puede estar separada de la realidad, que no se encuentra en la propia subjetividad.

Pero para muchos es fácil ahogar los remordimientos en alcohol o en dinero: los remordimientos muerden, fuerte la primera vez, pero cada vez más despacio, hasta que terminan lamiendo la mano. Si a esto se suma que “actuar en conciencia” a menudo no es más que una excusa para hacer lo que se quiere sin rendir cuentas, una especie de darse permiso a uno mismo, acudir a la conciencia no tiene mucho sentido. Una conciencia bien amaestrada termina diciendo lo que uno quiere que diga.

Pero de vez en cuando hay excepciones: uno de los asesinos del matrimonio Luchsinger-Mackay no pudo aguantar la culpa y, tras un intento de suicidio (el juicio de la conciencia puede ser más severo que el de la ley), habló. Lástima que haya sido sólo uno de entre todos los involucrados. ¿Qué pasa en los otros casos, en la mayoría de los casos, en los que la voz de conciencia es ahogada o torcida? Esa destrucción de lo más íntimo, puesto al servicio del dinero, del poder o de la ideología, no puede más que implicar una anulación de la persona.