martes, 28 de octubre de 2014

Una derecha marxista

No, no me refiero al “materialismo histórico de la derecha” (una de la frases más agudas del último tiempo). No se trata de Karl Marx aquí, sino de otro Marx, Groucho. Una de las frases que se le atribuyen podría caracterizar a la derecha más todavía que el materialismo histórico: “Estos son mis principios. Si no le gustan tengo otros”.  Y podríamos dejarlo aquí.

Los partidos de derecha insisten en revisar sus principios, lo cual implica que dejarían de ser lo que son. El principio, el punto de partida o de apoyo, por definición, no puede cambiarse sin comprometerlo todo. Es decir, si se cambia el punto de partida, hay que partir de otro lado, o empezar de nuevo. Pero si el punto de apoyo, que ha de ser inamovible para que sea realmente un fundamento, es mutable, se puede suponer que el nuevo principio también lo será. Es cosa de tiempo para cambiarlo. Por eso los principios que se cambian no son principios. Se puede decir eso de que los tiempos cambian y hay que adaptarse. Por supuesto, pero la adaptación tiene que ser eso, no disolución.

La cuestión no es de principios, es sobre el juicio que se hace sobre la historia: el quiebre de la democracia en Chile y el gobierno militar. Y sin entrar a discutir en detalle los principios o los hechos, uno se pregunta si acaso más allá de principios o de juicios históricos la cuestión real es una de votos. No es que no haya principios involucrados: el político que se da vuelta la chaqueta es un hombre con un principio muy sólido, sólo que ese principio es el de ganar a como dé lugar.

No deja de ser interesante examinar cómo se llegó hasta aquí. La derecha se encuentra al borde de renegar de su origen reciente, al parecer no por un convencimiento interno y un estudio detallado de los hechos, sino por la presión directa de la izquierda. Ésta en cambio, no ha hecho un reexamen de sus principios o de su juicio sobre el período conflictivo: los homenajes a Allende se suceden sin interrupción a pesar los nuevos datos que muestran su racismo, su corrupción y su desordenada vida personal. Miguel Henríquez sigue siendo celebrado, el FPMR dicta charlas en el Instituto Nacional, etc.  El aparato intelectual de la izquierda trabaja para justificar todo aquello que pueda ser cuestionable (la violencia contra el “opresor” no es terrorismo, sino liberación, y cosas por el estilo), y como resultado la izquierda no siente vergüenza de lo que ha hecho y hace. Lejos de cuestionar, transforma a sus representantes en mitos y a sus hechos en gestas.

No se trata de que la derecha llegue a esos extremos, pero un poco de sana autoestima no le vendría mal. Después de todo, si los motivos que tiene para cambiar o traicionar sus principios son electorales, ha de tener en cuenta que a nadie le gusta votar por un perdedor inseguro que ha perdido hasta su manera de ver el mundo, o por un insincero.

martes, 21 de octubre de 2014

El nombre del cerro

Concluida la consulta ciudadana sobre el cambio del nombre del cerro Santa Lucía-Welén hay un par de cosas que notar. La primera es la frivolidad de la mayoría de los comentarios al respecto: preguntaban si acaso el consejo municipal no tenía cosas mejores que hacer. Indudable, pero lo que se juega en el cambio de nombre de un pedazo de tierra es mucho más profundo, se trata de la identidad. Se trata de rechazar la herencia hispana (cristiana) y de implementar una identidad nueva (el pasado indígena, que evoca al buen salvaje, es siempre una reconstrucción ideológica). Eso lo saben bien quienes promueven este tipo de cosas, pero quienes la rechazan no alcanzan a darse completa cuenta. El manejo de los símbolos, como los nombres de los cerros y de las calles, es más importante que el manejo económico. En un caso se trata de cuánto se tiene y qué tan cómodo se está, en el otro se trata de cómo se ve el mundo. Quienes entienden la importancia de los nombres pueden, con un poco de habilidad, hacer lo que quieran con los que sólo están pendientes de los números (cosa que quedó demostrada de manera absoluta en la última elección).

Pero este asunto del cerro muestra también los límites de la ley. Se puede intentar controlar la realidad por medio de leyes, pero hay realidades que se resisten a morir. De hecho, aunque el nombre oficial del cerro sea “Santa Lucía-Welén” nadie se refiere a él así: es un fracaso de nombre.

La cuestión termina con dos lecciones de política práctica. Los buenos burgueses de Santiago se mostraron conservadores, se inclinaron por el nombre de siempre. La gente es bastante más conservadora que lo que se cree, sobre todo a la hora de actuar en serio. Pero los líderes no. Como el resultado no fue el esperado, la “consulta ciudadana” se quedó en eso, una opinión no tomada en cuenta. Como el cerro no puede llamarse “Welén”, tampoco va a volver a llamarse sólo “Santa Lucía”. Téngase presente: ése es el valor que la progresía da a cosas como democracia, consultas y diálogo social: sólo si me conviene, sólo si el resultado es el que espero, y cuando no, autoritarismo.

jueves, 16 de octubre de 2014

En defensa del Cardenal

Es notable la cantidad de elogiosas alabanzas que han recibido los sacerdotes Aldunate, Berríos y Puga por estos días. El Congreso, la Conferencia Episcopal, los medios de comunicación y mucha gente de a pie los han puesto por cielo. Seguro que esto les ha causado alguna incomodidad ("¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!, pues de ese modo trataban sus padres a los falsos profetas."). El cardenal Ezzati, en cambio, no ha recibido más que condenas, excepto por una declaración del padre Puga.

¿No era malo andar condenando a la gente? Ironía: al cardenal se lo acusa por acusar; eso lleva más allá de las formas y remite al fondo del asunto, pero ya llegaremos a eso. El inicio fue una noticia con información falsa, una supuesta “denuncia” a Roma que no era tal, sólo un informe pedido por el Nuncio. Como otras veces, la prensa ha dañado la reputación de una persona y no pide las disculpas del caso. ¿Ante quién responden los periodistas?

Los ataques al Cardenal han sido predecibles. Se lo ha llamado Gran Inquisidor, se ha dicho que de vivir Jesucristo en Santiago, él lo habría condenado por revolucionario. Es delicado decir estas cosas: a Cristo lo condenó el poder político, religioso, y hasta el pueblo lo rechazó prefiriendo precisamente a un revolucionario.  Quizás la mayoría de quienes han comentado esta noticia no han tenido la oportunidad de hacer una lectura cuidadosa de los evangelios. El Cardenal sólo estaba siendo obediente a la Sede de Pedro, pero parece que la obediencia ya no es una virtud cristiana. Ha sido reemplazada por el “diálogo”, pero nadie se molestó en dialogar con Ricardo Ezzati antes de condenarlo.

Más allá de denuncias, condenas y diálogos está el contenido de todo esto: las enseñanzas de la Iglesia. A uno se lo denuncia por informar, pero sobre otros se informa lo que dicen. Y resulta que algunos sacerdotes han sostenido públicamente posiciones contrarias a la enseñanza tradicional de la Iglesia a la que pertenecen. Sus autoridades deciden recabar más antecedentes y arde Troya. Probablemente estos sacerdotes, y los laicos que los siguen, tienen esperanzas de que las enseñanzas contenciosas cambien, pero ha pasado mucho tiempo desde 1968 y las piedras de escándalo siguen ahí, inamovibles.

Una actitud más coherente sería abandonar aquella institución con la que no se está de acuerdo (alguno lo ha hecho, no hace mucho). Quizás dirán que las discrepancias no son en cosas fundamentales, pero hasta en eso no  hay acuerdo: es muy profundo el desacuerdo entonces. Abandonar la Iglesia sería una acción radical (¿pero no es el radicalismo lo que muchos admiran en los sacerdotes cuestionados?), pero es de la misma Iglesia que critican (y porque la critican), de la que se distancian (y porque se distancian de ella) de la que derivan su fama y su influencia, tanta, que revisar lo que han dicho en público equivale a una condena de todos los sectores de la sociedad.  

martes, 14 de octubre de 2014

La libertad, más en serio todavía

Se ha dicho que hay que tomarse la libertad en serio. Que eso implica respetar las opciones que, libremente, toman los demás. Que la libertad no es sólo económica, sino también moral, o sea completa. Y sin duda que la libertad es importante: es a través de esa capacidad de decidir que se puede ver la dignidad humana, puesto que sólo un ser que de alguna manera sea inmaterial puede escapar la determinación. Es a través de la libertad, ese dirigirse desde dentro, que el hombre es dueño de sí mismo, y por lo tanto un sujeto y no un objeto.

Pero la pregunta por la libertad es inseparable de la pregunta por lo bueno (aunque la libertad como facultad sea, también, un bien). La libertad es siempre intencional, no existe en el vacío: se elige algo, y siempre que se elige alguna cosa es porque se considera buena, o al menos, mejor que la alternativa. Y la pregunta es “¿por qué?”, ¿por qué se elige una cosa por sobre otra?, ¿qué es lo que hace que algo sea mejor que su alternativa? No basta decir que algo es mejor precisamente porque se lo elige libremente. Si la libertad diera valor a lo que se elige, si bastara elegir para que lo elegido fuese bueno, no habría ninguna razón para elegir una cosa por sobre otra, sería igual quedarse en la cama que levantarse para ir a clases. La libertad sola es insuficiente, no alcanza a ser el bien supremo.

Aquí se ve la dependencia de la libertad respecto del intelecto (que busca razones), y del intelecto, por su parte, de la realidad. Esto es sabido y aceptado en un nivel físico -nadie diría que la comida más saludable es la que uno libremente elige- pero es más difícil de reconocer en un nivel superior.

Ahora bien, se podría pensar que lo que se elige, que lo que parece bueno, se elige por la educación recibida, por los impulsos de la propia constitución, por los hábitos formados a temprana edad, pero esto sería anular la libertad volviendo a un determinismo. No es la idea de los defensores de la libertad. Tiene que haber alguna razón para decir que algo es mejor que otra cosa, para elegir, y esa razón no puede ser ni el impulso, que no es razón ni es libre, ni la libertad que no producir razones ya que las necesita para actuar.

El problema de anteponer el bien a la libertad es el de definirlo, sobre todo en una sociedad como la nuestra. La prudencia exige respeto por las distintas concepciones de lo bueno, por los distintos proyectos de vida, precisamente porque la tranquilidad y la paz social son mejores que sus alternativas. Pero este respeto no dispensa por la pregunta por el bien, al contrario, la hace más acuciante, más compleja, a la vez que supone ciertos bienes distintos de la misma libertad. Pasarla por alto es tomarse la libertad a la ligera.

martes, 7 de octubre de 2014

Las autoridades y el terrorismo

Los bombazos en el metro y en otros lugares, los ataques a camiones y buses en la Araucanía han llevado a algunos a hablar de una falla del Estado. Pero hay que tener cuidado con las palabras, que llevan implícitas ciertas imágenes e ideas. Decir que el Estado ha “fallado” puede dar la impresión de un defecto material, inevitable con el tiempo (como la falla de un motor). Pero el Estado está compuesto de personas y muchas veces las fallas de este tipo tienen que ver con la voluntad.

Frente a bombas e incendios se afirma el derecho a vivir en paz, se dice que el primer deber del Estado es la protección de las personas, pero hay algo que no se toma en cuenta: en este momento nuestras autoridades están de parte de quienes ponen bombas e incendian, por eso, entre otras cosas, vacilan en llamarlos terroristas.

Por supuesto que lo anterior no se aplica a todas las autoridades, ni a todo el aparato estatal. Tampoco es que haya una declaración, o actitud declarada, en favor de quienes alteran el orden. No. Se trata de la visión, el espíritu, que anima a los actuales gobernantes. No olvidemos que su talante es revolucionario: aplanadora, derrumbe, retroexcavadora son las palabras de su vocabulario. Algunos fueron miembros de organizaciones como el FPMR o el MIR. Hoy siguen celebrando a esas organizaciones en sus aniversarios.

La izquierda, renovada o no, siempre tiene una alguna simpatía (mayor o menor, dependiendo de la persona) por cierto tipo de violencia. El agricultor es un terrateniente, y si le toman un campo que ha trabajado por años, el socialista entiende que el país no puede funcionar así, pero en sus adentros está más del lado del que se toma la propiedad ajena que del que defiende la propia, la reforma agraria no está completamente olvidada. Un propietario de camiones es un empresario, y si un exaltado los quema, bueno, mientras no acabe con toda la maquinaria del país, el izquierdista encontrará una manera de disculparlo (estructuras de opresión, violencia sistémica, etc.).

En el fondo, nuestras autoridades actuales sienten algo de añoranza, admiración y envidia por quienes hoy siguen la vía violenta. Son los viejos que no pueden ver las travesuras de los jóvenes sin un dejo de simpatía. No es que el Estado haya fallado o fracasado en la protección del ciudadano de a pie. El Estado ha estado simpatizando, de una manera u otra, con los mismos violentos de siempre (y con algunos nuevos). Los ha encubierto, los ha indultado, les ha pagado y ahora los mira sin decidirse si le conviene poner su lealtad con los compañeros o con la ciudadanía.