martes, 24 de septiembre de 2013

El problema de la educación es el problema de la familia

Ranking de notas, sueldos de profesores, PSU, SIMCE, escuela pública y particular, etc.: el problema de la educación está siendo considerado seriamente en Chile. Una lástima que no haya pasado eso el 2005, se podría haber ganado unos preciosos años. Aunque todavía nadie tiene muy claro qué es lo que se quiere decir cuándo se habla de educación, se han planteado temas importantes, como la formación de los profesores (atrás quedaron las aulas tecnológicas) y la necesidad de abordar el problema lo más tempranamente posible.

Esto último es obvio para quienes hacemos clases en la universidad. Desde nuestras salas de clases se ve con claridad que la gratuidad o el crédito, o las universidades privadas o estatales, tradicionales o no tradicionales, no van mejorar la educación universitaria mientras los alumnos sigan llegando sin comprensión lectora y razonamiento lógico, y sin un mínimo de conocimientos que les permitan experimentar el mundo de manera algo más que superficial. La motivación por aprender, más que las ganas de obtener un título, tampoco es algo que pueda resolverse después de cuarto medio.

Se ha hecho énfasis en que el problema universitario es el problema escolar, y que el problema escolar es el problema pre-escolar, y a corregir ese problema van encaminadas muchas políticas públicas (salas cuna, kínder obligatorio, etc.), pero habría que ver si el asunto termina ahí. Sin caer en un completo reduccionismo se puede afirmar –como con lucidez lo han hecho otros aquí aquí  que la raíz del problema de la educación, como problema social, está en la familia, teniendo presente que un problema nunca es pura raíz.

Pero de la familia se habla poco. Es un tema delicado, que ofende sensibilidades. Por lo demás, por años las leyes han contribuido a su desintegración. Aun así, no hay vuelta que darle: todo niño nace de la unión de un hombre y una mujer, y quien le da la vida biológica, asume, por extensión, el deber de darle la vida moral e intelectual, es decir, de educarlo. Aquí lo difícil: muchos padres no están en condiciones de educar a sus hijos, ya sea porque sus circunstancias son demasiado apremiantes o porque ellos mismo no han recibido una educación suficiente como para velar por la de sus hijos. En otros casos, uno, o ambos padres, simplemente no están. Lo corriente, en todo caso, es que reciban ayuda de otros en la tarea de educar.

Esos, en quienes los padres se apoyan para que sus hijos reciban lo ellos mismos no pueden darles han sido el Estado o grupos, ya sea asociaciones de padres (los menos) o grupos religiosos. Es lamentable que la mayoría no pueda escoger y tenga que contentarse con lo que el Estado o la caridad le ofrecen. Pero el problema es más serio todavía: muchos padres, por no haber recibido una buena educación no están en condiciones de evaluar a quienes educan a sus hijos.

Una posibilidad es simplemente tratar de paliar temporalmente el problema, y dejar que reviente de nuevo en algunos años (como ya se ha hecho).  Otra es reconocer que es un problema distinto de otros, y que más que una solución necesita de un esfuerzo sostenido, a largo plazo, y que involucra a más personas que estudiantes y profesores. Es de esperar, en todo caso, que esta generación de estudiantes que ha tomado conciencia de la importancia de la educación se involucre activamente en la de sus hijos, y no descargue todo el peso de ella en otros.

El esfuerzo sostenido por mejorar la educación tendrá que, necesariamente, involucrar a los padres, que son los primeros responsables por la educación de los niños. Pero para eso los padres tienen que estar ahí.

martes, 17 de septiembre de 2013

Pinochet fue una refutación de Marx

Había un tiempo en que en Chile y el mundo se estudiaba el marxismo en serio. Tanto adherentes como detractores intentaban comprender a Marx y manejaban términos como materialismo histórico y dialéctico, lucha de clases y dictadura del proletariado. Algunos hasta podían distinguir el Trotskismo del Leninismo. Es que antes de la caída del Muro los discípulos de Marx eran una amenaza real y parecía que se iban a comer a un Occidente cada vez más débil. Los tanques soviéticos en Berlín, Budapest y Praga, la cárcel-isla de Cuba, los campos de reeducación en Camboya, etc. eran imágenes vivas. El colapso del modelo los tomó tan de sorpresa como a muchos occidentales.

Los marxistas refritos que me encontré en la universidad solían decir, para sobrevivir la irrelevancia, que el marxismo ya no era un programa político, sino un método de análisis, con lo que inadvertidamente invertían la undécima tesis sobre Feuerbach. Pero, dado el peso que está tomando el Partido Comunista, parece que va a haber retomar esas lecturas que cayeron al basurero de la historia en 1989. Como siempre, habrá que agradecer a la Democracia Cristiana.

Es notable el tesón con que los revolucionarios trabajaron (y trabajan) para lograr lo que es, según ellos, inevitable. El marxismo, como buen descendiente de Hegel, es una filosofía de la historia, pero que trata de mostrar –en plena consecuencia con su materialismo– que la historia es una ciencia natural, que se mueve por leyes, y por lo tanto, es predecible. La revolución es la siguiente etapa y está al llegar, o al menos lo estaba.

Pero la revolución no llegó donde debía (a las sociedades más industrializadas), tampoco dio lugar a la sociedad sin clases y menos al hombre nuevo. No alcanzó a durar un siglo y se ya se había ido (como punto de comparación, el Reino Cruzado de Jerusalén duró más que la Unión Soviética). Aunque ese tampoco fue el fin de la Historia.

El caso más punzante puede haber sido el de Chile: el curso inexorable de la historia no llegó a ver cuajar la revolución cuando ya había cambiado el rumbo. El comunismo fue vencido en la praxis, y como en el marxismo teoría y praxis se identifican, también en la teoría. Se entiende que a quienes esperaban ser partícipes de inevitable llegada de la nueva era esto les duela. Posiblemente sea lo que más duela (a la izquierda no le interesan los derechos humanos sino como arma política) y lo que nunca pueda perdonársele a Pinochet. El soldado refutó el ideólogo por partida doble.

Cuando en las ciencias naturales una hipótesis no tiene valor predictivo, se desecha. Los que en el siglo XX leían a Marx con devoción –porque el marxismo es también una religión–  se reinventaron (y aprovecharon de perdonarse a sí mismos, como me indicó una vez un polaco) aunque cueste aceptar la caída de un ídolo y el fracaso de un profeta. Pero quedan algunos se tropiezan de nuevo con la misma piedra y se niegan a abandonar su superstición tantas veces refutada, también aquí. En muchos países sólo habitan en las universidades, en Chile también están en el Congreso. 

martes, 10 de septiembre de 2013

La verdad oficial

Cuando se promueve una “verdad oficial” sobre alguna cosa, es razonable sospechar si no hay algo que se quiere ocultar. Un ejemplo de hace algunos años es bien ilustrativo: la glorificación de la figura de Salvador Allende, que llegó a su culminación cuando fue declarado –por el canal gubernamental, nada menos– como el chileno más grande de todos los tiempos. Se comprende que alguien pueda sentir cariño por don Chicho. Quienes lo trataron personalmente decían que era encantador. Es natural, casi, que un borrachín mujeriego despierte las simpatías de algunos (pasando por alto, por supuesto, las sumas de dinero que recibió durante años de una potencia extranjera y sus opiniones eugenésicas). ¿Pero el chileno más grande de toda la historia? ¿Más que José Miguel Carrera y Bernardo O’Higgins? ¿Más que Mariano Egaña y Diego Portales? ¿Más que Arturo Prat y que el padre Alberto Hurtado? Con dejarlo descansar en paz bastaría. Sospechoso.

Los proyectos de ley que buscan castigar a los historiadores que digan algo distinto de lo establecido, las funas a los documentales que muestran la historia reciente de Chile desde una perspectiva diferente, las declaraciones del Partido Demócrata Cristiano tratando de alterar su pasado, el dictamen de la Contraloría que establece que el MIR fue una empresa (¿habrá pagado impuestos?) tienen cierto aire de “verdad oficial”.

Cuando se oculta algo de esa manera, es porque es inconveniente o vergonzante. ¿Qué es lo que se oculta detrás de esto? En términos de tiempo, lo que se tapa es el período de 1970 a 1973 (o de 1964 a 1973). Es como si en esos años no hubiera pasado nada, ni se hubiera hecho o dicho nada. En términos conceptuales, lo que queda en las sombras es el proyecto de Allende y del gobierno de la Unidad Popular. Pero por mucho que ese tiempo esté en las sombras, los hechos requieren una explicación y existe documentación al respecto. El proyecto de la UP era la revolución. El modelo, Cuba. Los medios, instrumentalizar la democracia hasta donde fuera posible, y cuando se llegara al límite, la lucha armada. El fin: el marxismo científico, total (uno llega a sonreír con esas pretensiones epistémicas) y el hombre nuevo. En otras palabras: el totalitarismo.

 Ahora bien, el proyecto en sí no suele avergonzar a los predicadores de la verdad oficial, de hecho, todavía lo tienen como aspiración aunque los medios hayan cambiado un poco. Es un problema de imagen; no es conveniente que la "verdad no oficial" aparezca en toda su realidad porque levanta demasiada oposición. Qué mejor manera de sanear y maquillar la propia imagen que desviar la atención. Pero la "verdad no oficial", el intento de instaurar en Chile un régimen como el de Alemania Oriental o Cuba, no llegó a concretarse. El proyecto de los partidos de la UP fue cortado en el brote y, desde el punto de vista de la imagen, fue lo mejor que pudo haberles pasado.

martes, 3 de septiembre de 2013

Pedir perdón y perdonar

Frente al mal recibido, real o imaginado, merecido o inmerecido, el impulso humano es a la venganza. En algunas culturas el honor personal y familiar depende de la capacidad para llevar a cabo las venganzas, a veces con creces, de los agravios. Es una receta para que los feudos de sangre se sucedan unos a otros y el espiral de violencia se haga cada vez más ancho y profundo. Es cosa de leer la “Saga de Njál” para ver como esto puede darse aun dentro de un marco legal definido (pero no se lee mucha literatura nórdica en nuestro país).

Un ciclo de violencia se termina con el perdón que lleva a la reconciliación, al restablecimiento de las relaciones normales. Pero el perdón no es fácil; va en contra del fuerte impulso de la venganza. Algunas religiones lo único que pudieron hacer fue limitar la venganza para contener la violencia (por el eso la Ley del Talión, que a nosotros nos parece inadecuada, fue un avance en la materia).

Es más difícil el perdón cuando ambas partes se sienten ofendidas y más todavía cuando una de las partes sólo reconoce un rol pasivo en el conflicto (le echa toda la culpa al otro). Pero eso no es todo.  El perdón, como el conflicto, tiene dos partes: el pedir perdón y el darlo. Pedir perdón puede ser difícil, pero eso no hace que darlo sea más fácil. Dar el perdón, perdonar, exige reconocer que se termina el conflicto y que se renuncia a la satisfacción de la venganza (curiosamente, o no tanto, la venganza, cuando se obtiene, tampoco da la paz).

El que exige el perdón, o se siente con derecho a exigirlo, tiene el poder, el poder de otorgar y retener. La tentación de no perdonar, para mantener ese poder sobre el otro, es grande, pero solo hace que el feudo continúe. Llegando a este punto se puede considerar si acaso un perdón que exige condiciones es un verdadero perdón, y si el que exige condiciones realmente está perdonando –terminando el conflicto– o más bien asegurando una posición de supremacía – ganándolo.

En caso de que para otorgar el perdón se exijan condiciones se puede considerar también cuán lejos pueden llegar éstas. Si son extremas (se viene a la mente la imagen del samurái caído en desgracia que sólo puede restablecer el orden realizando el seppuku), se puede llegar a dudar la autenticidad de esa forma de perdonar.

¿Tendremos reconciliación alguna vez en Chile? Algunos han pedido perdón, otros han reconocido culpas. Pero mientras siga siendo rentable alargar el conflicto, en términos políticos, emocionales y pecuniarios, es poco probable que haya una verdadera voluntad de terminarlo, perdonando.