martes, 25 de junio de 2013

Lo que no se puede privatizar

Aun quienes no conocen directamente dilema que plantea “la tragedia de los comunes” entienden el concepto: que las cosas tenidas en común, al tener muchos dueños, terminan deterioradas por el descuido o por el aprovechamiento. La búsqueda de beneficios a corto plazo destruye la posibilidad de que se mantengan a largo plazo. (Algunos supuestos del dilema han sido criticados, pero el planteamiento central sigue teniendo validez.) Ejemplos abundan: la contaminación del aire en algunas ciudades o la disminución o agotamiento de algunos recursos de libre acceso, como los que provee el mar.

La solución clásica a este problema ha sido privatizar. Después de todo, la experiencia indica que nadie cuida mejor las cosas que el propio dueño. Sin embargo, aunque no todo puede privatizarse intentos no faltan y la creatividad humana se las ha arreglado para privatizar lo que antes parecía completamente público: la venta de bonos de carbono por emitir gases, las concesiones pesqueras, etc. Parece el triunfo total del libre mercado.

Cuando  la privatización es realmente imposible, otra manera de evitar la tragedia de los comunes es la regulación por un agente externo, que suele ser el Estado. Esto complejo, porque  el Estado no es neutral, (al estar formado por personas, es susceptible de los mismos males que la actividad privada, sólo que en mayor escala). Además –como dicen en inglés– la ley no es un instrumento de precisión y siempre habrá resquicios, o maneras de obedecer la letra y violar el espíritu (como se ha visto en el caso de algunas universidades). No es extraño: el emprendedor siempre será más hábil que el legislador.

Queda una tercera opción, la auto-regulación, que funciona en base a acuerdos de los que participan de algún bien de libre acceso. Esto es particularmente importante; si la tendencia del libre mercado se dirige a privatizar todo, hay una cosa que nunca podrá privatizarse: el libre mercado mismo (el modelo) que por ser un conjunto de interacciones entre personas en toda la sociedad, es algo público. 

Este bien público, la libertad, puede abusarse (y lo ha sido). La regulación, tan querida por algunos, sólo hará que se agudicen los ingenios de otros, o que disminuya la prosperidad.  La salida pasa por que quienes más participan de esto reconozcan que el sistema, el modelo, no es indestructible y que si se abusa para obtener beneficios a corto plazo, el daño a largo plazo será irreparable. (Los estudiantes de los MBA tendrían que leer la fábula de la gallina de los huevos de oro.)

Esta auto-regulación, como es obra de quienes participan, no puede ser igual a las leyes, pero puede tener más fuerza que ellas. Es cosa de que quienes puedan verse más afectados muestren un poco de valentía para evitar que unos pocos se aprovechen: quienes con sus negociados, malas prácticas y avaricia ponen en riesgo la subsistencia a largo plazo de un modelo que aumenta la prosperidad general, sufran el ostracismo social – y de otros tipos si hace falta– de sus pares. De otro modo, el libre mercado sólo durará la generación presente, porque  se devorará a sí mismo. Pero hay suficientes ejemplos que muestran que esto no tiene que ser necesariamente así.

martes, 18 de junio de 2013

Indisciplina: lo que no queremos ver

No soy usuario frecuente de las redes sociales, pero una nota reciente compartida por un amigo me llevó a hasta un artículo de un diario regional que de otro modo me hubiera perdido.  La noticia contaba la historia un profesor venido del extranjero a enseñar inglés, quien, por el desorden reinante en la sala y la falta de respeto, no pudo hacer clases. La frase más desalentadora la dijeron sus colegas “en todos lados es igual”. Seguramente esto es una generalización precipitada, pero dirige la atención a uno de los más graves problemas de la educación chilena, uno del que se habla en voz baja pero que nadie se atreve a poner en el tapete.

Esto no se queda en la anécdota. Hace unos meses un titular de un diario de circulación nacional decía lo mismo: “Indisciplina y poco respeto son dos debilidades de nuestras aulas”. Nada que no supiéramos, pero ahora respaldado por un estudio. Esto es serio porque la educación se entrega y se recibe, o se pierde, en la sala de clases.

Éste no el “el” problema de la educación chilena. La educación tiene muchos problemas, y basta uno de ellos para que echar por la borda toda solución a los demás problemas (un auto con un sólo neumático desinflado no anda mucho mejor que uno que tiene planos los cuatro). Pero el problema de la indisciplina en los colegios recibe poca atención, y mientras no se arregle, de poco y nada sirven las soluciones al resto de los problemas.

Es comprensible que se pase por alto la falta de disciplina. El tema de la educación lo trajeron a la atención pública los mismos estudiantes, y es natural que sean muy críticos de todo pero poco de sí mismos. Además, la manera de plantear el problema ha sido extremadamente desordenada, indisciplinada y hasta irrespetuosa.

Pero sobre todo, no es un problema que se resuelva con plata (que es el tema principal del debate), sino con cambios de conducta, que son difíciles. Es más fácil cambiar el sistema entero que cambiarse a uno mismo – y a los cercanos. Pero si cambia el sistema sin que cambien los modos de actuar todo cambiará para que todo siga igual.

Ahora, el problema de la indisciplina y falta de respeto es un problema de autoridad. No se resuelve solamente con castigos, aunque la razón a veces necesite de la fuerza para imponerse a la irracionalidad. Probablemente tenga que ver con la concepción que tiene de sí mismo el estudiante, del lugar que ocupa en la sociedad, de su entorno familiar –sobre todo de la imagen paterna, de sus aspiraciones para el futuro y la relación que tiene su educación con ellas. Tiene que ver también con el conflicto entre las pasiones humanas en quien todavía no es capaz de controlarlas, y con el bien hacia el cual hay que dirigir a la persona joven y por lo mismo, incompleta.

Pero no se habla de esto, es más fácil hablar de lo que se puede medir, de números y dinero: todavía no se vislumbra la superación del esquema que pone la cantidad por sobre la cualidad.

martes, 11 de junio de 2013

Mi cultura, mis derechos

Ser peatón y usar el transporte público tiene algunas ventajas respecto de andar en auto. Una de ellas es observar la realidad a nivel de calle: se ven cosas que pasan desapercibidas para el automovilista. Hace que uno esté un poco más expuesto a lo que hay, y un poco menos a lo que uno mismo selecciona (estar expuesto principalmente a las propias preferencias es uno de los peligros de la individualización de los aparatos electrónicos y se exacerba con internet, donde los medios alternativos y redes sociales se transforman en cajas de resonancia). Esto va desde oír el programa de radio que suena en la micro a ver los titulares de los diarios que uno no compra.

Hace poco pude fijarme en la última campaña del Instituto Nacional de Derechos Humanos (“Vuelve a ser humano”), en la que a través de varios afiches, sencillos y directos, pegados en las murallas y postes, se llama a los ciudadanos a no sentirse menoscabados en su dignidad al reclamar sus derechos. Uno me llamó especialmente la atención. Decía “Que no te traten como bicho raro por conservar tu cultura”. Se dirigía a los integrantes de los pueblos originarios, y citaba un convenio de la Organización Internacional del Trabajo. Aun así, me quedé pensando cuál era mi cultura, y si alguna vez me habían tratado como bicho raro por tratar de conservarla. Sin duda, el término conservador es peyorativo en algunos círculos.

No hay espacio para definir lo que es cultura, y otros lo han hecho mejor de lo que podría hacerlo yo, pero hice cuenta de lo mucho que ha cambiado la sociedad chilena en el último tiempo, y en los cambios que posiblemente vengan en el futuro. Mi cultura –y eso que no soy tan viejo– era una en la cual hombre y mujer se casaban hasta que la muerte los separase, en la que los alumnos respetaban al profesor y el profesor sabía exigir ese respeto, en la que el embarazo adolescente no era algo indiferente, en la que ciertas imágenes no podían exhibirse en público, en la que fumar marihuana no era señal de estar al día, o en la que una persona podía ofrecer su opinión sin ser insultada de vuelta, etc. 

Muchos intentaron defender esta cultura, con poco éxito. Es cosa de notar, por ejemplo, como la ley de divorcio se aplicó retroactivamente: a quienes se casaron pensando que era para toda la vida, les cambiaron las reglas de juego en la mitad. No se respetó su cultura, ni su voluntad de conservarla. 

Más allá de lo dicho, la degradación del debate público, sobre todo en internet, muestra que a quienes quieren conservar su cultura –si se trata de la cultura que había en Chile hasta hace poco– se los trata como bichos raros o cosas peores. Es de suponer que el INDH no hará ninguna campaña acerca de esto. No hay a quién reclamar este derecho, porque en nuestro país, todos somos iguales, pero algunos más iguales que otros.


martes, 4 de junio de 2013

Profesionales Importados

Hace unos días un amigo comentaba que se estaba notando la llegada de los profesionales españoles a Chile. No estaba muy tranquilo, eran competencia. No manejo números, pero otro añadía que todas las semanas le llegaban un par de peticiones de trabajo desde España. La crisis europea, y sobre todo la falta de empleo, está haciendo que la historia (algo) se repita: españoles aventureros dejan la Madre Patria para ir a buscar mejor fortuna en el Nuevo Mundo.

No hace falta entrar a investigar las causas de la crisis en Europa, son bastante complejas, y van más allá de la economía. Además, quienes las entienden no necesitan una explicación, y a quienes no las entienden una explicación no les serviría (¿O habrá que abundar acerca del fracaso del Estado de Bienestar después de los disturbios en Suecia?). Es una lástima no poder escarmentar en cabeza ajena. Pero podemos considerar un pequeño detalle.

A pesar de que unos cuantos recién llegados pongan nerviosos a los que ya están acá, y que algunos individuos salgan personalmente perjudicados,  es de esperarse que el resultado general sea bueno para el país; implicaría un alza en el nivel general de los profesionales, en cantidad, por supuesto, y quizás también en calidad. Muchos de los españoles que llegan a estas costas tienen, además de su título, algún postgrado.

Sin embargo, aunque los títulos puedan ser equivalentes, hay una diferencia entre los profesionales importados y los hechos en Chile. Los europeos estudiaron con mucha ayuda del Estado. “Competencia desleal” dirá el atribulado chileno, que tuvo que pagarse sus estudios recurriendo a su familia o a la deuda, mientras el español que llega a postular al mismo puesto de trabajo descansaba sobre los contribuyentes – y aprovechaba de añadir un magíster a su título.  Es por esto que este influjo de profesionales españoles no es una exportación, sino más bien un regalo de España a Chile. No deja de ser extraño que el dinero del contribuyente español termine, finalmente, beneficiando a una empresa o institución chilena. Lo triste es que al contribuyente hispano no le sobran los recursos.

Si se tratase de cosas materiales, los chilenos afectados podrían invocar alguna ley que los protegiera de la llegada de bienes subsidiados por un Estado extranjero, pero las personas no son sometidas a ese escrutinio. Como moraleja de todo esto, se puede concluir, tentativamente, que la educación gratuita no sirve de mucho si se descuidan las condiciones para que pueda aprovecharse. En el peor de los casos, los recursos pueden terminar lejos del país, en algún lugar insospechado.