Un reciente reportaje relataba la historia de jóvenes que sufrían por las enormes deudas que habían contraído con las tarjetas de crédito y casas comerciales. Una autoridad de mi ciudad decía al respecto que era una irresponsabilidad moral ofrecer líneas de crédito a jóvenes de dieciocho años. Concuerdo plenamente.
Aun así, el neoliberal defenderá la libertad a rajatabla: si una persona es mayor de edad, podrá hacerse cargo de sus actos y aceptar las consecuencias. Después de todo, nadie está obligado a tomar un crédito de consumo a los dieciocho años. Pero hay, sobre esto, una crítica más profunda que la alusión a la irresponsabilidad de la juventud: ¿se puede decir que haya libertad si la sociedad entera dirige a la persona, desde su infancia, a hacia la adquisición de bienes materiales como fin último de la vida? ¿Se puede ser realmente libre frente a una publicidad agresiva y omnipresente en una sociedad de consumo?
Es fácil declarar interdictos a otros, ponerle límites al resto en nombre de su propio bien. Pero si considera esta posibilidad en materias económicas, convendría plantearse si esto no se aplica también en otras áreas. Si una persona de diecinueve años no está capacitada para decidir responsablemente si toma un crédito o no, y los casos expuestos en el artículo claramente indicaban que no, ¿estará capacitada para elegir responsablemente a las autoridades del país?
Quizás convendría reexaminar la madurez y la mayoría de edad en una época en que las personas viven más y postergan decisiones importantes como la elección de una carrera o el matrimonio, pero eso es tema para otra ocasión. Más urgentemente habría que preguntarse si un político en campaña no se parece demasiado a una tarjeta de crédito o a un banco ofreciendo préstamos. Ambos hacen publicidad pensada en pasar por encima de la racionalidad, y por lo tanto, de la libertad.
Los políticos hacen ofertas insuperables, muy atractivas en el corto plazo, pero que pueden tener efectos destructivos en el futuro, como los de un crédito fácil. Para tener energía rápida y barata, por ejemplo, se construyen decenas de centrales termoeléctricas. O se promete cuidar el medio ambiente, y no se agrega ninguna fuente significativa de energía en años. ¿Cuándo hay que pagar la cuenta?
Si el Estado, para proteger a la gente de sí misma, limita lo que pueden ofrecer las instituciones financieras, ¿quién limita lo que pueden ofrecer los políticos? No sería mala idea tener un “Sernac” político. Existe, dirá alguno, y se llama democracia, pero el problema está en que si las personas pueden ser engañadas o manipuladas por las ofertas de un comerciante en el libre mercado, también pueden serlo por las ofertas de un político en una democracia, o demagogia. ¿Quién paga la cuenta?
Aun así, el neoliberal defenderá la libertad a rajatabla: si una persona es mayor de edad, podrá hacerse cargo de sus actos y aceptar las consecuencias. Después de todo, nadie está obligado a tomar un crédito de consumo a los dieciocho años. Pero hay, sobre esto, una crítica más profunda que la alusión a la irresponsabilidad de la juventud: ¿se puede decir que haya libertad si la sociedad entera dirige a la persona, desde su infancia, a hacia la adquisición de bienes materiales como fin último de la vida? ¿Se puede ser realmente libre frente a una publicidad agresiva y omnipresente en una sociedad de consumo?
Es fácil declarar interdictos a otros, ponerle límites al resto en nombre de su propio bien. Pero si considera esta posibilidad en materias económicas, convendría plantearse si esto no se aplica también en otras áreas. Si una persona de diecinueve años no está capacitada para decidir responsablemente si toma un crédito o no, y los casos expuestos en el artículo claramente indicaban que no, ¿estará capacitada para elegir responsablemente a las autoridades del país?
Quizás convendría reexaminar la madurez y la mayoría de edad en una época en que las personas viven más y postergan decisiones importantes como la elección de una carrera o el matrimonio, pero eso es tema para otra ocasión. Más urgentemente habría que preguntarse si un político en campaña no se parece demasiado a una tarjeta de crédito o a un banco ofreciendo préstamos. Ambos hacen publicidad pensada en pasar por encima de la racionalidad, y por lo tanto, de la libertad.
Los políticos hacen ofertas insuperables, muy atractivas en el corto plazo, pero que pueden tener efectos destructivos en el futuro, como los de un crédito fácil. Para tener energía rápida y barata, por ejemplo, se construyen decenas de centrales termoeléctricas. O se promete cuidar el medio ambiente, y no se agrega ninguna fuente significativa de energía en años. ¿Cuándo hay que pagar la cuenta?
Si el Estado, para proteger a la gente de sí misma, limita lo que pueden ofrecer las instituciones financieras, ¿quién limita lo que pueden ofrecer los políticos? No sería mala idea tener un “Sernac” político. Existe, dirá alguno, y se llama democracia, pero el problema está en que si las personas pueden ser engañadas o manipuladas por las ofertas de un comerciante en el libre mercado, también pueden serlo por las ofertas de un político en una democracia, o demagogia. ¿Quién paga la cuenta?
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