lunes, 23 de octubre de 2017

Visita papal y Estado laico

“¡Que viva el Papa! (pero que viva lejos)” pareciera el lema de tantos que no dejan de hablar sobre el costo económico de la visita de Francisco. No es sorpresa, estas inquietudes económico-religiosas son tan antiguas como el Evangelio mismo: “uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dijo: ‘¿Por qué no se vendió este perfume en trescientos denarios para dárselos a los pobres?’. Dijo esto, no porque se interesaba por los pobres, sino porque era ladrón y, como estaba encargado de la bolsa común, robaba lo que se ponía en ella. Jesús le respondió: ‘Déjala... ’” (Jn 12: 4-7).

Ah, pero no se trata del costo en sí, sino de que el Estado tenga que asumir una buena parte de él, y más encima que de facilidades tributarias a las empresas que hagan donaciones para cubrirlo. No hay que pensar mal, tratándose del uso de platas fiscales todos estamos igualmente indignados por los despilfarros de los que nos enteramos –no nos queda otra– por la prensa. Pero si acaso el dinero destinado a los gastos de la visita papal hubiese sido mejor usado en otras cosas o hubiese terminado quién sabe dónde, es un asunto distinto. Tampoco se trata de sacar cálculos: si los muchos argentinos que vendrán a ver al Papa dejarán ingresos equivalentes a los gastos, o si la presencia en los medios internacionales que tendrá el país de alguna manera compensa los costos, son cosas marginales. Es una cuestión de principio. No se trata aquí de recibir a un jefe de Estado, como a tantos otros, porque este viaje es pastoral. Todo esto ha llevado a algunos a preguntarse qué tan laico es el Estado de Chile. La respuesta es sencilla en teoría, lo que es más complicado es la relación que tiene un estado laico con una sociedad que es mayoritariamente creyente.

No basta con repetir la consigna de que el Estado ha de ser neutral frente la religión. Por una parte, simplemente no se puede: la pretensión de neutralidad frente a este tipo cosas, aunque sea uno los pilares de la modernidad liberal, es ya un juicio sobre ellas. Además, la realidad es siempre más compleja de lo quisiéramos. El Estado laico puede tratar a las religiones –sin tener una religión oficial– como a cualquier otra iniciativa importante para los ciudadanos y promovida por ellos: así como entrega dinero y reconocimiento a deportistas y a artistas –y la distribución de recursos limitados siempre implica abandonar la neutralidad– no habría razón para escandalizarse porque se entreguen recursos para la venida del Papa. Pero la religión, sobre todo la religión católica, no es una iniciativa más de la que participen los chilenos. La Iglesia estaba en el territorio antes de la configuración actual del Estado y probablemente seguirá estando después de que el Estado de Chile, tal como lo conocemos, desaparezca. No tiene simplemente un valor patrimonial y una presencia histórica, sino que ha configurado la cultura y la sociedad a un nivel que es difícil de reconocer, simplemente por lo habitual: es cosa de considerar el descanso dominical, los nombres que usamos, la celebración de fiestas como la Navidad, etc. Incluso la misma distinción entre lo religioso y lo político es una idea cristiana. Todo esto puede afirmarse o rechazarse, sin imponerse, pero no tan sencillo permanecer simplemente neutral.