martes, 30 de junio de 2015

Los interminables debates de la democracia

Hace unos días leí una columna de un reconocido comentador de la realidad nacional, en la que se decía que el debate acerca de la necesidad de nueva constitución para Chile ya estaba zanjado, haciendo salvedad de algún pequeño grupo recalcitrante que probablemente nunca estaría de acuerdo. Más tarde me topé con otra columna de opinión, en un medio alternativo, que afirmaba que la legalización del aborto en Chile ya no era algo discutible. Es curioso observar que primero se dice que en democracia todo puede discutirse, para luego declarar que la discusión se acabó. La preguntas que surgen ante este tipo de afirmaciones, naturalmente, es cómo puede saberse en una sociedad democrática cuándo un debate está zanjado y quién puede decidir ese tipo de cosas. Tendría que haber un acuerdo previo sobre esto, de no haberlo, el debate se transformaría en un mecanismo que el más hábil usa para imponer su agenda. Pero nuestra sociedad es tan pluralista que no existe un acuerdo acerca de cómo y cuándo dar por terminado un debate. Es un problema que reconocerán los lectores de Alasdair MacIntyre: no tenemos un acuerdo sobre cómo se llega a un acuerdo.

Una posibilidad es apelar a la mayoría, pero no es tan simple. En algunos casos porque a la mayoría no le interesan los temas que se debaten, pero sobre todo, porque las mayorías son cambiantes y dar por terminado el debate en un momento dado entrega un resultado distinto que hacerlo en algún otro momento. (Los debates empiezan cuando una minoría alcanza suficiente influencia como para hacer oír su voz, y se dan por finalizados cuando esa minoría deja de serlo, o da esa impresión al menos, y logra imponerse.) Además, las mayorías no debaten, son influenciadas solamente por unos pocos que debaten entre ellos. Quizás sería más honesto reconocer que en realidad los debates en una democracia son asunto de una élite que los usa para imponer su visión de las cosas sobre el resto de la sociedad. La promulgación de una ley tampoco puede ser el final de un debate, por un lado porque los debates se inician en torno a leyes ya existentes, y por otro, porque una nueva ley regula la conducta pero no la expresión e intercambio de ideas.

Puede ser tentador pensar que el debate debe ser una conversación permanente, como diría Richard Rorty,  en la que ninguna conclusión es definitiva (como una sociedad pluralista no reconoce verdades universales, lo único que queda es hablar para tratar de llegar a un consenso, siempre provisorio). Pero eso no sirve cuando se trata de cuestiones prácticas, porque en algún momento hay que dar la conversación por terminada y pasar a la acción. Un debate interminable le daría toda la ventaja al que quiera conservar las cosas como están, y por lo mismo, quien inicia el debate tiene todo el interés en declararlo zanjado apenas alcance una pequeña mayoría, por temporal y circunstancial que sea. Este desacuerdo profundo sobre cómo se puede llegar a un acuerdo en cosas fundamentales es quizás la división más profunda de nuestras sociedades pluralistas: si no se puede llegar a un conocimiento de estas cosas, y además es necesario pasar de la palabra a la acción, lo único que va quedando es una lucha de poder, por civilizada que sea en su modo.

martes, 23 de junio de 2015

Sobre el cambio de hora

Ha pasado el solsticio de invierno, los días empiezan a alargarse y hemos sobrevivido al nuevo sistema horario chileno. Nos han quedado algunas lecciones interesantes. Es destacable que el Estado tenga poder para fijar la hora: se suponía que las doce del día se definían por el punto más alto del sol en su recorrido (así como los cien grados se definen por la ebullición del agua), pero el parecer eso es demasiado incómodo y dado que es más fácil cambiar la hora que cambiar los horarios, el Estado decide cambiar la hora. En cualquier  caso, las horas de luz cada día siguen siendo las mismas, el poder del estatal no ha llegado a tanto todavía. Ahora bien, la hora oficial puede ser la que sea, pero los horarios tienen que tener alguna relación con la realidad objetiva. En relación con esto recuerdo que los neoyorkinos se jactaban de que las oficinas financieras de Chicago tenían que empezar sus labores una hora antes (según la hora oficial), para poder estar a la par con Nueva York (en otro huso horario). Al parecer la nueva hora oficial de Chile no guarda mucha relación con la realidad horaria chilena.

En Chile la gran mayoría se ha mostrado en desacuerdo con el nuevo horario de invierno; al parecer los resultados no fueron los esperados. El Gobierno, sin embargo, no ha echado pie atrás. Esta es la primera lección y no necesita de mayor explicación. De ésta se sigue otra. Es notable que a pesar de las incomodidades de esta medida nadie haya pasado de los reclamos (abundantes en los medios de comunicación) a la acción. Ninguna municipalidad, universidad, asociación de colegios particulares, oficina, industria, etc., ha atrasado una hora el inicio y el fin de sus actividades para mejor ajustarse a sus necesidades o cuidar de su gente. Esto, por supuesto, sería algo muy complicado, pero llama la atención que no se haya hecho ni un intento siquiera. La sociedad ha sido incapaz de organizarse para algo más complejo que una marcha o una campaña de recolección de alimentos: lo que pasa de ahí lo espera del Estado; pide que se cambie la hora oficial en vez de ajustar su horario por su propia cuenta al margen de los dictados burocráticos. Es una señal para el gobierno: frente al desacuerdo con una medida impopular la oposición más fuerte que puede esperar de la gente que trabaja son cartas al diario. (Ni una marcha, manifestación, huelga o campaña de recolección de firmas). El gobierno puede hacer lo quiera, la gente común acatará con unos cuantos alegatos inútiles e inofensivos y acabará acostumbrándose. Esto no es ninguna sorpresa, después de todo, son las mismas lecciones del Transantiago.

martes, 16 de junio de 2015

“Ya no basta con rezar”

La base de la pasarela que está frente a la universidad sirve como lienzo para los muralistas que buscan trasmitir su mensaje. El estilo de las UMLEM (Unidades muralistas luchador Ernesto Miranda) es reconocible y no varía mucho de un mural a otro, se nota que se ha creado escuela. Estos murales no son grandes obras de arte pero sí son bastante expresivos (rostros de ojos grandes, mucho color rojo, contraste, etc.). Esta mañana, sin embargo, apareció una imagen distinta en la base de la pasarela: una reproducción del afiche de la película "Ya no basta con rezar" (Aldo Francia, 1972): un sacerdote, empuñando la mano izquierda y lanzando una piedra con la derecha, y en letras negras, la consigna que le da el nombre a la película (más de cuarenta años, que parece que pasan en vano: en Chile no hay mucha renovación política, en ningún sentido). Tiene su qué, el mensaje es directo: la universidad es una universidad católica.

Me llamó la atención la representación del sacerdote: con sotana y cuello romano. La costumbres han cambiado, pero la iconografía, no. Creo que es casi imposible que en sus vidas, los muralistas hayan visto por las calles a un sacerdote de carne y hueso vestido con sotana. Por de pronto, de los que hacen clases en la universidad ninguno usa sotana. Cuello romano, sí, pero tampoco todos van de riguroso negro. Hay alguno por ahí  que no lleva nada que señale su condición clerical. En esto está la ironía, por supuesto. Los sacerdotes que andan de sotana, o al menos de traje y cuello romano, no tiran piedras, y si hay sacerdotes que tiran piedras (aunque desde antiguo los clérigos tienen prohibido empuñar las armas), esos no suelen andar de sotana ni usar el cuello romano. Es más, probablemente si hubiera algún sacerdote dedicado a tirar piedras, probablemente no podría ser reconocido como tal por su indumentaria externa: inútil, entonces, como modelo para un muralista que quiera interpelar a la Iglesia.

Más allá de la imagen, queda la consigna. ¿Querrán decir que a pesar de todo, de lo demás, hay que seguir rezando todavía? ¿Es que Dios no ha muerto aún, ni si quiera para los muralistas? Vale la pena preguntarse si quienes sinceramente escribieron eso en el muro, o adhieren a ello, han rezado lo suficiente como para poder llegar a pronunciar con propiedad una consigna así. La gente que conozco que reza, reconoce que reza demasiado poco como para poder decir que ese recurso está agotado. (Y si alguien se ha encontrado alguna vez con un alma de oración, sabrá que su mirada a la realidad es mucho más profunda y certera que la que pueda ser expresada en cualquier consigna.) Pero sólo quería referirme a un mural visto en la oscuridad de esta mañana.


martes, 9 de junio de 2015

Ideolografías

La escritura alfabética es extremadamente conveniente. Al haber un símbolo para cada sonido del lenguaje (más o menos), registrar el lenguaje hablado se hace muy fácil, tan fácil que hasta un niño de cuatro años puede aprender a leer y a escribir. El reducido número de símbolos, además, facilita la impresión de textos, siempre que el papel sea abundante. Por otra parte, la escritura ideográfica, en la que cada símbolo representa no un sonido sino un concepto, requiere de un gran esfuerzo para ser aprendida, lo cual reduce el número de los lectores. Tiene otras limitaciones, además. Me parece, empero, que el primer impulso del ser humano tiende a representar gráficamente los conceptos antes que los sonidos. La escritura alfabética, no obstante, a veces admite, informalmente, símbolos que significan grupos de sonidos que permiten abreviar las palabras y escribir más rápidamente (“%” para la terminación “-mente”, así: “rápida%”; o “ø” para la terminación “-ción”, así: “terminaø”), tendiendo hacia una sistema silábico. 

 Últimamente, sin embargo, he visto en diversos medios el uso de otros símbolos en el lenguaje, que tienden a una simplificación gramatical para hacerlo más inclusivo. Se escribe, por ejemplo “amig@s” o “ciudadan@s”. Es más fácil y breve usar la arroba que escribir “amigas y amigos” y así se supera una limitación natural del castellano, que no siempre tiene sustantivos indefinidos. (En inglés existe un problema parecido con los pronombres, pero a quienes les incomoda usar un pronombre que indique género, usan la tercera persona plural.) En círculos más radicales, se escriben frases como “presxs politicxs” o “todo para todxs”, es la misma idea. El problema es que, aunque se entienda lo que se quiere significar, se puede pensar lo que se lee, no es evidente como se dice o pronuncia algo así. No es del todo claro si acaso se puede pronunciar. Se ha reemplazado un sonido por un concepto más amplio que el sonido, se ha vuelto, de a poco, a la escritura ideográfica. A veces más parece que la ideografía obedece a una ideología.

martes, 2 de junio de 2015

¿Me lleva por $300?

La tarjeta BIP hizo que ya no se oyera más esa pregunta en las micros santiaguinas, pero fuera de la Región Metropolitana, donde todavía pagamos con monedas, el ciudadano de a pie –ese que no anda en auto– puede ver al Mercado en acción e incluso ser parte de él. ¿Me lleva por $300 hasta El Trébol? Una vez el conductor se volvió hacia mí, que estaba cerca, y aludiendo a la persona que había hecho esa petición me dijo algo así como “a esto han acostumbrado a la gente los gobiernos de la Concertación, a pedir y a pedir, a quererlo todo gratis, y eso que yo no soy de derecha, soy hijo de exiliado, etc.” y así se desahogó por un rato, haciendo análisis político hasta que llegué a mi paradero y me tuve que bajar. No creo que la Concertación sea culpable de que la gente pida una rebaja en la tarifa, es más bien la realidad misma.

Cuando en otra ocasión escuché la misma petición de un pasajero, pensé que lo que observaba era simplemente el Mercado en estado puro (luego maticé esa observación): hasta el valor de un pasaje de micro se negocia. Y si bien esto puede ser duro para el conductor o para el dueño de la micro (el Mercado es cruel), es algo que sale intuitivamente del sentido de la justicia que tiene el hombre común y corriente. No corresponde que pague lo mismo el que sólo va hasta El Trébol desde el centro, que el que va hasta Talcahuano desde Chiguayante, y por lo tanto, el posible pasajero hace su oferta. La regulación del precio, que establece un marco para negociar, es percibida como algo impuesto desde alguna oficina burocrática por alguien que no capta toda la complejidad de la realidad, o que supone que los que hacen viajes más cortos tienen que subsidiar a quienes viajan distancias mayores (¿estatismo, socialismo, estado de bienestar?). El conductor, por lo general, acepta la oferta, y reconociendo la insuficiencia de la regulación, toma la plata pero no entrega boleto. El rígido Estado queda fuera. Esto, por supuesto, admite de grados. La transacción en monedas permite un arreglo flexible bastante satisfactorio para ambas partes, pero en la capital el Transantiago impone una ley del todo o nada: ya vemos lo que pasa.

Realmente la experiencia de andar en micro (sin audífonos) es mucho más enriquecedora que la del automóvil. La recomiendo vivamente a todo el que necesite una dosis de realidad.