“¡Que viva el Papa! (pero que viva lejos)” pareciera el lema de tantos que no
dejan de hablar sobre el costo económico de la visita de Francisco. No es
sorpresa, estas inquietudes económico-religiosas son tan antiguas como el Evangelio
mismo: “uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dijo: ‘¿Por qué no se
vendió este perfume en trescientos denarios para dárselos a los pobres?’. Dijo
esto, no porque se interesaba por los pobres, sino porque era ladrón y, como
estaba encargado de la bolsa común, robaba lo que se ponía en ella. Jesús le
respondió: ‘Déjala... ’” (Jn 12: 4-7).
Ah, pero no se trata del costo en sí, sino de que el Estado tenga que
asumir una buena parte de él, y más encima que de facilidades tributarias a las
empresas que hagan donaciones para cubrirlo. No hay que pensar mal, tratándose
del uso de platas fiscales todos estamos igualmente indignados por los despilfarros
de los que nos enteramos –no nos queda otra– por la prensa. Pero si acaso el
dinero destinado a los gastos de la visita papal hubiese sido mejor usado en
otras cosas o hubiese terminado quién sabe dónde, es un asunto distinto.
Tampoco se trata de sacar cálculos: si los muchos argentinos que vendrán a ver
al Papa dejarán ingresos equivalentes a los gastos, o si la presencia en los
medios internacionales que tendrá el país de alguna manera compensa los costos,
son cosas marginales. Es una cuestión de principio. No se trata aquí de recibir
a un jefe de Estado, como a tantos otros, porque este viaje es pastoral. Todo esto
ha llevado a algunos a preguntarse qué tan laico es el Estado de Chile. La
respuesta es sencilla en teoría, lo que es más complicado es la relación que
tiene un estado laico con una sociedad que es mayoritariamente creyente.
No basta con repetir la consigna de que el Estado ha de ser neutral frente
la religión. Por una parte, simplemente no se puede: la pretensión de neutralidad
frente a este tipo cosas, aunque sea uno los pilares de la modernidad liberal, es
ya un juicio sobre ellas. Además, la realidad es siempre más compleja de lo quisiéramos.
El Estado laico puede tratar a las religiones –sin tener una religión oficial–
como a cualquier otra iniciativa importante para los ciudadanos y promovida por
ellos: así como entrega dinero y reconocimiento a deportistas y a artistas –y
la distribución de recursos limitados siempre implica abandonar la neutralidad–
no habría razón para escandalizarse porque se entreguen recursos para la venida
del Papa. Pero la religión, sobre todo la religión católica, no es una
iniciativa más de la que participen los chilenos. La Iglesia estaba en el
territorio antes de la configuración actual del Estado y probablemente seguirá
estando después de que el Estado de Chile, tal como lo conocemos, desaparezca.
No tiene simplemente un valor patrimonial y una presencia histórica, sino que
ha configurado la cultura y la sociedad a un nivel que es difícil de reconocer,
simplemente por lo habitual: es cosa de considerar el descanso dominical, los
nombres que usamos, la celebración de fiestas como la Navidad, etc. Incluso la
misma distinción entre lo religioso y lo político es una idea cristiana. Todo
esto puede afirmarse o rechazarse, sin imponerse, pero no tan sencillo
permanecer simplemente neutral.