martes, 31 de marzo de 2015

Libertad académica e identidad institucional

Comencemos por lo obvio para llegar a lo más complejo. La libertad académica no puede ser absoluta. Un profesor que tenga la cátedra de filosofía antigua, por ejemplo, no puede dedicarse a enseñar un texto como el Poema de Mío Cid, que no es antiguo ni filosófico. Esto, si bien en la práctica no presenta ningún problema, lo hace en principio ¿Quién decide cuándo termina la edad antigua? ¿Quién decide qué es filosofía y qué no? Pareciera que eso no puede quedar al arbitrio de cada académico, es algo que viene dado por una tradición. Aunque la libertad académica no puede ser completa, sino que se da en un campo previamente delimitado, es absolutamente necesaria para que la universidad cumpla su función: buscar la verdad, investigar la realidad de las cosas, en comunidad. Las nociones de verdad y de comunidad académica son particularmente importantes: la libertad académica puede verse amenazada por presiones externas, pero también puede verse comprometida desde dentro. En la medida que un investigador niegue la existencia de una realidad que pueda ser objetivamente conocida y por lo tanto, comunicada, y lo vea todo en función de relaciones de poder, por ejemplo, no tiene sentido de hablar de libertad académica. Si la investigación y la docencia están fundadas en algo distinto al anhelo de comprender la realidad, la libertad académica queda en entredicho. Es por esto que ideología y libertad académica son excluyentes. En la academia, la voluntad (de poder, de cambio, etc.) nunca puede estar por sobre la mirada contemplativa que busca la comprensión: theoría por sobre cualquier praxis. La libertad académica exige una responsabilidad académica, que podríamos llamar honestidad intelectual.

La honestidad intelectual está profundamente ligada a la noción de identidad comunitaria, en la medida en que la investigación se realiza dentro de una comunidad, como lo es la universidad. Una comunidad puede ser criticada desde dentro, pero la crítica puede llegar a un punto en que pone a quien la hace fuera de la misma. Es la comunidad la que tiene el derecho a decidir esto (y es un riesgo que corre quien habitualmente se sitúa en los límites). En este contexto, la expulsión de la comunidad simplemente viene a establecer un hecho ya ocurrido. Por supuesto, que quien se da cuenta de que ya no forma parte de una comunidad debe, si es honesto, retirarse de ella. No sería honesto ir en contra de una comunidad y a la vez esperar su apoyo. Se entiende que un profesor de economía de la Universidad Arcis, por ejemplo, que llegue a ser un neoliberal convencido, tenga que dejar esa casa de estudios. Si se concibe la universidad como algo más que un soporte material para un grupo de profesores independientes, el pluralismo intra-universitario necesariamente será algo limitado, como lo es siempre la libertad dentro de una comunidad. Puede haber comunidades académicas con vínculos más fuertes que otras, como las universidades católicas, pero eso depende de cada comunidad académica, no del individuo.

martes, 24 de marzo de 2015

¿Y si la universidad no prepara para la vida?

Se supone que la universidad es para prepararse para “la vida”. Algunas de las lecciones vitales más valiosas pueden aprenderse durante los primeros días, en un ritual primitivo y bárbaro llamado mechoneo. En el mechoneo los estudiantes de primer año son sometidos a vejaciones de todo tipo y sólo luego de haberlas sufrido pacientemente pueden ser admitidos como miembros de esa comunidad de profesores y estudiantes que juntos buscan la verdad. La primera lección es sobre la inconsecuencia del ser humano: quienes declaran querer un mundo mejor, estar en contra de abusos de todo tipo y a favor de los oprimidos, tratan a sus compañeros peor que a animales. La segunda es sobre la propia alma: quienes que hoy entran a la universidad y sufren humillaciones, dispensarán el mismo trato vejatorio a los “mechones” del próximo año. La tercera es parecida a las anteriores: quienes supuestamente cultivan la razón y el pensamiento crítico no dudan en perpetuar cada año una tradición violenta y estúpida, sólo porque es una tradición. Un añadido: no se puede contar con la autoridad competente para que restaure el orden. Pero no se trata de esto.

Aunque la universidad prepare para la vida adulta mediante la enseñanza de una profesión (la universidad chilena es eminentemente técnica), la técnica o profesión es sólo una parte de la vida, incluso es sólo una parte en su mismo ejercicio. También están los hábitos sin los cuales no puede hacerse bien ninguna cosa. Y es aquí, por lo que poco que alcanzo a ver desde mi posición, que la universidad falla. El ambiente que proporciona es completamente irreal y en vez de preparar para la vida adulta tiende a prolongar la adolescencia. Me explico: en la vida real la acciones tienen consecuencias, repercuten sobre quien las realiza. Hay situaciones en las que la relación entre acción y consecuencia se hace más tenue o se retrasa, pero en la universidad esto puede llegar al extremo.

He visto alumnos que se dedican a jugar computador y a ver series de televisión durante todo un semestre y sólo al final –porque reprueban el ramo– se dan cuenta de que lo que hicieron fue una pérdida de tiempo. En la “vida real” una persona no alcanza a pasar un dos meses sin hacer su trabajo (los empleos políticos y gubernamentales no cuentan como “mundo real”). He sabido de alumnos que llegan a hacer un ramo hasta cinco veces (¡en una universidad tradicional!): sólo después de reprobarlo por tercera vez caen en causal de eliminación y el consejo de la facultad siempre da segundas y terceras oportunidades. En la “vida real” es difícil que pasen esas cosas (extensiones de plazos, tolerancia para con reiteradas inasistencias, indolencia constante, etc.) sin fracasar, menos cuando se trabaja independientemente. En este sentido un pequeño comerciante o un agricultor tendrían mucho que enseñar a algunos estudiantes que conozco, pero la universidad no puede hacerse cargo de todo.

martes, 17 de marzo de 2015

Fomento de la cultura chilena

El senado acaba de aprobar la ley que obliga a las radios a trasmitir un 20% de música chilena (ya sea compuesta o interpretada por chilenos). Es delicado el asunto: si no se puede obligar a alguien a hacer algo, es problemático obligarlo a que lo haga de determinada manera. El interesado podría simplemente negarse del todo y la situación final vendría a ser peor que la inicial. Pero como el espacio para transmitir ondas de radio es limitado, es razonable que esté regulado en vistas al bien común, aun así no deja de causar cierta intranquilidad que el Estado pautee a los medios de comunicación. El ingenio humano sabrá zafarse de una imposición como esta; posiblemente las radios cumplan con la letra de la ley transmitiendo música chilena en un horario especial, entre dos y seis de la mañana.

La Sociedad Chilena de Derechos de Autor celebra, por supuesto, con esto espera aumentar sus ingresos, pero el radioyente interesado tiene otras opciones para escuchar la música que le gusta y explorar cosas nuevas. Habrá que ver si se produce una fuga –que no será muy numerosa; aquí se trata de influir sobre la multitud que nunca ha sido muy independiente– hacia emisoras online. Por otra parte, los músicos chilenos tenían otros medios para fomentar el gusto por su música, pero parece más fácil influir sobre los legisladores que hacerlo directamente sobre la gente. Se ha dejado de lado el trabajo previo, en la formación de los gustos, sentimientos y aficiones de las personas, que sirven de sustento a las  leyes. Se ha dejado de lado y pasado por alto a la sociedad. El camino que se tomó más parece proteccionismo y aunque un proteccionismo de este tipo no tenga grandes consecuencias siempre implicará algún tipo de injusticia en el otro extremo del tejido de relaciones sociales: cuando en un sistema dinámico e interdependiente se fija, o intenta asegurar, alguna de las partes (en este caso, las ganancias de la Sociedad Chilena de Derechos de Autor) las repercusiones suelen ser más fuertes para las demás partes, que se ven obligadas a soportar una mayor tensión.

Hay otros aspectos de la cultura chilena, sin embargo, que se sí han visto reforzados en este pequeño episodio: pretender arreglar problemas mediante leyes sin prestar atención a las costumbres, y recurrir o usar al Estado para solucionar un asunto que debía haberse resuelto mediante el trabajo de los directamente afectados e interesados.

martes, 10 de marzo de 2015

Sobre la decadencia intelectual del catolicismo en el debate sobre el aborto: una breve respuesta a Eduardo Sabrovsky

Se debate la despenalización del aborto en tres casos bien definidos y algunos (los católicos) insisten, insistimos, en debatir la cuestión en general. La experiencia de otros países y el que se trate de un principio ampliable (el embarazo por violación y el embarazo inviable son dos casos extremos de embarazos no deseados), además de su justificación como un supuesto derecho, muestran que el asunto difícilmente se quedará en esos tres casos bien definidos.

El profesor Eduardo Sabrovsky nota una cierta pobreza o decadencia intelectual del catolicismo en este debate. Puede ser que haga falta argumentar más explícitamente –aunque en temas como este la Iglesia se dirige a todos los hombres, y los católicos argumentamos no en cuanto tales, sino apelando a la razón y encontrado terreno común con figuras tan dispares como Tabaré Vásquez o Norberto Bobbio. Pero puede ser también que en un argumento se confunda simplicidad con pobreza y, por otra parte, rebuscamiento con sofisticación.

El argumento de la Iglesia contra el aborto (sea por violación, inviabilidad o cualquier causa) es muy simple y se compone de dos elementos: uno teológico-filosófico y otro empírico. El primero es el quinto mandamiento del decálogo: “no matarás”. Aunque el fundamento último de este mandamiento sea teológico, no hace falta creer en Dios para aceptarlo. Adorno y Horkheimer, por ejemplo, reconocen que la prohibición del asesinato sólo se justifica desde la religión, lo cual no quiere decir que no pueda haber otras razones más débiles (como la necesidad de la cohesión social) que fundamenten su prohibición.

Curiosamente, el segundo elemento, la parte empírica, es más controvertido. Consiste en afirmar que aquello que hay en el vientre de una mujer embarazada es un ser humano, y por lo tanto se le aplica el “no matarás”. La controversia puede darse a distintos niveles, desde negar la vida del embrión, su individualidad o su calidad de sujeto de derechos. En los niveles más básicos la discusión puede decidirse apelando a la ciencia (y no a la religión), pues es la ciencia la que nos puede decir si algo es un individuo o un parte de un individuo, a qué especie pertenece y si está vivo o no. La filosofía moral (o la teología) entra al tratar cuestiones como si acaso se puede o no destruir un individuo en particular. Como la mayoría acepta que no puede justificarse la destrucción de un individuo humano inocente, el argumento nunca llega a alturas muy elevadas. Además, son evidentes las consecuencias que se siguen de lo contrario: como no hay mayor diferencia entre un no nacido y un recién nacido, justificar el aborto implicaría justificar el infanticidio, como bien lo ven y aceptan Peter Singer, Alberto Guibilini y Francesca Minerva, entre otros.

Ahora bien, una manera de hacerle el quite al asunto es cuestionar la ciencia. Es verdad que la ciencia comete errores y está siempre avanzado, pero eso no quita que también tenga aciertos y claridad en ciertos campos. Identificar un individuo como ser humano vivo no es algo demasiado problemático para la “tecno-ciencia” moderna. Por lo demás, si vamos a dudar, es mejor errar en el lado de la prudencia. En cuanto a la afirmación que la madre y el feto conforman un “sistema”, se puede considerar que dependencia no implica fusión; después de todo en un eco-sistema los individuos mantienen su individualidad y a nadie se le ocurriría decir que uno, al respirar el oxígeno que producen los árboles, es un sistema árbol-humano. Respecto de que la imagen del rostro del embrión sea también un producto de la “tecno-ciencia”, la solución es más sencilla: lo es para los que no están en contacto directo con él. Un cirujano neonatal ve el rostro del embrión de manera tan directa como al de cualquier otro ser humano. Por lo demás, por poner un ejemplo, el que una fractura se vea a través de un medio tecnológico, como una radiografía, no la hace una producción científica o algo ficticio (se puede dudar de la ciencia tranquilamente, hasta que se la necesita).

Queda por negar la protección que merece o merecería el embrión; negar su ser persona. Es un argumento interesante, que excede las pretensiones de este escrito. Sin embargo se puede abreviar bastante si se considera que cualquier característica que se proponga como necesaria para ser persona y que el embrión no tenga (autoconciencia, deseos, proyección, etc.) probablemente faltará en algún otro tipo de ser humano ya nacido, por eso la conclusión lógica de apoyar el aborto es apoyar el infanticidio, aunque pocos quieran llegar tan lejos como Singer, Guibilini o Minerva. Pero de nuevo, si algo o alguien es persona, no es una cuestión religiosa. El argumento religioso es que la persona merece protección. Contra esa afirmación, que una mente suficientemente abierta podría cuestionar, generalmente no se argumenta, sino que se usa la fuerza. El que los católicos no siempre hayamos vivido de acuerdo a lo que profesamos puede que le quite peso testimonial al argumento, pero no validez.

Queda una consideración por hacer. ¿Qué le importa a la Iglesia que los no católicos dispongan de la vida de sus hijos como lo haría un pater familias? Eso toca a la vocación universal del cristianismo, por lo que siempre estará en algún grado de conflicto con el mundo. Pero esta consideración excede el ámbito de escrito.

Para finalizar: esta no es la primera vez en la historia en que se le niega un derecho básico a un grupo de seres humanos. La fundamentación o justificación de una negación de esa magnitud suele requerir proezas mentales considerables (es la experiencia común del que quiere justificar lo injustificable: desarrolla sofismas muy complejos). Afirmar la verdad suele ser bastante más simple.

martes, 3 de marzo de 2015

Contra la corrupción: una educación clásica

Se dice que en el caso Dávalos la presidente ha actuado más como madre que como estadista, que ha antepuesto los intereses de su hijo a los del país. Ella misma se referido al “dolor de madre” que siente, sin lograr conmover a la gente. No es tan cierto que Michelle Bachelet haya actuado como madre o que haya tenido más presente el interés de su hijo: una buena madre habría castigado al hijo por su conducta corrupta, para corregirlo. Madre malcriadora ha sido, de esas que impiden que los hijos maduren y se hagan responsables; pero eso ya lo sabíamos: a unos ofrece bonos y a su hijo influencia y dinero fácil. Pero a pesar de todo, se siente y comprende el conflicto entre familia y república, entre interés privado y público.

Es claro cómo debía resolverse este conflicto. Quizás la falta de claridad y fortaleza moral de Bachelet se deba a una deficiencia en su educación. No es que la educación sea una panacea, ni que haya una relación causal directa entre educación y conducta moral, pero hay algunas lecciones que quedan. No sé qué clase de educación recibió la presidente, pero un episodio de la historia de Roma (esa que apenas conocen los que pasan por nuestro sistema educacional) ilustra el problema. Lo narraré como recuerdo haberlo oído de don Roberto Soto, aquel joven profesor que marcó a tantos.

Tito Manlio era un soldado romano. Antes de una batalla contra los galos, un enorme guerrero vestido de mil colores (“un picante”, según don Roberto) se adelanta y desafía en combate singular al que se atreva. Manlio, vestido sobriamente como corresponde a un romano, pide permiso a su superior para enfrentarse al galo (“disciplinado”, dijo don Roberto). Vence a su oponente, lo que infunde temor en el resto de los galos que son derrotados en la batalla. Manlio, con su acción, trajo honor a su persona y a su familia. Años más tarde, siendo general, tuvo bajo su mando a su propio hijo, Tito Manlio el joven, o junior. Durante una campaña dio la orden, bajo pena de muerte, de que nadie entrase en combate con el enemigo por su cuenta, antes de la batalla. Pero Tito Manlio junior se encontró con un adversario  que lo desafió. Manlio junior aceptó, y derrotó a su oponente. Volvió al campamento jactándose de su hazaña y mostrando como trofeo el collar del bárbaro. Su padre, al verlo, lo recriminó y le recordó la orden. Con el pesar de su corazón, ordenó que se aplicase la pena capital a su propio hijo, como lo habría hecho con cualquier otro soldado indisciplinado. (Si hay alguna inexactitud en esto, es por falla de mi memoria.)
Lección primera: los intereses de la república pesan más que los intereses privados. Es cierto que la familia es el la unidad social básica, pero la familia sólo puede desarrollarse si existe la comunidad política, de la que depende para muchos de bienes materiales y espirituales. Si se antepone el interés privado, la sociedad, al revertirse a sus unidades básicas, se “corrompe”.

Lección segunda: la enseñanza de la historia clásica es fundamental para comprender y preservar nuestras instituciones políticas y sociales, que ahí tienen su origen. Eso es de una utilidad mayor, si se quiere usar ese argumento, que el progreso material que puedan traer otras disciplinas más “prácticas”.