martes, 30 de julio de 2013

A mis buenos alumnos

“Todas las familias felices se parecen, pero cada familia infeliz lo es a su manera”. No es totalmente cierto esto que escribió Tolstoi, pero algo de razón tiene. Cosa parecida dijo el maestro Aristóteles al sentenciar que “se puede errar de muchas maneras, pero acertar sólo es posible de una”. Siguiéndolo, afirmó su discípulo, el profesor Vigo, que “a estas alturas lo único verdaderamente original es el error”.

Quizás por esto es que los profesores, cuando contamos anécdotas de los estudiantes, solemos contar cosas negativas. Una pequeña mancha sobre una superficie inmaculada siempre destaca más allá de lo que amerita su tamaño y llama la atención sobre sí misma desproporcionadamente. Será también porque al hombre le deleita más narrar y oír tragedias y comedias – comedia es tragedia más tiempo – que  historias edificantes.

Pero contar sólo lo malo sería injusto para con los buenos alumnos. Como un deber de justicia, entonces, escribo esto, aunque no sea tan interesante como aquello motivado por las variadas conductas de los malos alumnos (que siempre hay). No viene al caso mencionar uno por uno a los buenos alumnos, pero vayan mis elogios al que después de una mala nota cambió su actitud frente a la materia y terminó bien el ramo, al que descubrió que la realidad era más amplia que lo que abarcaba su carrera, a los por primera vez leyeron libros que influyeron en su manera de ver el mundo, al que tomó una sugerencia lanzada al vuelo y se encontró con los cuentos de Chéjov, a uno que fue capaz de cuestionar una consigna y a tantos otros que prestaron atención, estudiaron y aprendieron.

En este punto sólo puedo citar a Gabriela Mistral, sin osar a ponerme a su altura: “Cuando yo he hecho una clase hermosa, me quedo más feliz que Miguel Ángel después del Moisés. Verdad es que mi clase se desvaneció como un celaje, pero es sólo en apariencia. Mi clase quedó como una saeta de otro atravesada en el alma siquiera de una alumna. En la vida de ella, mi clase se volverá a oír, yo lo sé. Ni el mármol es más duradero que este soplo de aliento si es puro e intenso.

Termino afirmando algo muchas veces repetido, pero que sólo pueden saberlo quiénes lo han experimentado. Para aprender algo realmente hay que enseñarlo. Por eso los profesores agradecemos a nuestros alumnos. No es formalidad; sin su necesidad y sin sus preguntas habría muchas cosas que quedarían en la oscuridad. Sólo al leer y comentar muchas veces un texto de Platón se le encuentra un sentido nuevo y más profundo, al explicar un concepto de mayor dificultad se llega a una mejor comprensión, el tener que replantearse una trillada definición de manual hace que se pueda penetrar la realidad que ahí se contiene, una pregunta inesperada de un estudiante revela otro nivel de significado de un texto, y así tantos gozos intelectuales.

Por todo esto agradezco a mis buenos alumnos. Debiera hacerlo más seguido, las satisfacciones que da el enseñar al que quiere aprender son mayores que las rabias que hacen pasar los que no saben por qué entraron a los Jardines de Academo. Pero el trabajo del jardinero implica de todo: abonar, afirmar y podar, pero también desmalezar. Los frutos, quién sabe cuáles y para quién serán.

martes, 23 de julio de 2013

Disculpas públicas

Cuando termina el semestre comienzan a llegar alumnos a ver al profesor. Son los que reprobaron el ramo y vienen a ver si pueden pasar por alguna vía alternativa. Sobra decir que la mayoría son caras que se ven por primera vez: la baja asistencia a clases y el nulo contacto previo con el profesor suelen ser un denominador común en estos casos.

“Es que si repruebo otro ramo pierdo la beca”, “es mi último semestre, y si no apruebo me demoro un año más en egresar”, “voy a perder el crédito”, son llamados a la piedad con los que el estudiante en problemas busca conmover al profesor, y el corazón, por una mal entendida compasión, se ablanda. La educación superior ya no es el lugar de preparación para enfrentar la realidad, dónde el joven aprende a hacerse responsable de sus decisiones, es decir, a ser adulto.

Hay ocasiones en las que hasta un director de carrera usa su peso para que un alumno pase una asignatura que ya ha reprobado. La universidad no puede permitirse perder muchos alumnos, ni aceptar sólo a los bien preparados; necesita el dinero de las matrículas, y el estudiante, si se retira (o no es aceptado), probablemente sea bien recibido en otro lugar. Así, el profesor, que al final del semestre también está cansado y sin ganas de pelear, cede, y toma un examen de repetición o pide un trabajo adicional para que el estudiante cumpla con los requisitos mínimos y pase el ramo. ¿Quién no se ha visto necesitado de misericordia alguna vez?

Confieso: he dado inmerecidas segundas oportunidades, los he dejado pasar. ¿Por qué es precisamente mi ramo el que va a hundir al alumno, y no cálculo, anatomía o microeconomía?  Es que si los errores de los arquitectos se tapan con enredaderas y los de los médicos con tierra, los errores de los filósofos… (¿O es simplemente imposible errar en filosofía?). Sé que debería ocuparme de formar el carácter de los alumnos además de su intelecto, pero eso es una labor intensiva, y con muchos alumnos no se puede profundizar suficientemente en cada uno (la educación, o instrucción, chilena sigue un modelo de producción masiva, no de formación individual).

Pero no lo haré más. Una conversación con un amigo me mostró la gravedad del asunto. En su trabajo para una empresa de servicios debe revisar propuestas de licitaciones. A veces tiene que rechazar algunas por errores formales o de contenido. ¿La respuesta? “Es que si no me la acepta me van a echar de la pega”. Está claro de dónde viene esa mentalidad, cuál fue la formación de ese profesional.

Pido disculpas públicas a todos los que han tenido que vérselas con situaciones de ese tipo. Pido disculpas también a mis alumnos: por ahorrarles un mal rato en la universidad probablemente los he expuesto pasar por algo mucho peor cuando salgan más allá de los muros de la academia. Pero no volverá a suceder. Lo prometo.

Nota: 
Los errores de los filósofos –incluyendo las corrientes anti-filosóficas– son tan graves que, cuando ocurren y se masifican, pueden devastar sociedades enteras. Los siglos XIX y XX están llenos de ejemplos, aunque los hay en todos tiempos. Aun así, los ramos de filosofía siguen siendo los parientes pobres de las carreras universitarias.

martes, 16 de julio de 2013

Ética para los gerentes

La sentencia del juez en el caso de las farmacias coludidas fue un tanto sorprendente (por decir lo menos): una donación a una ONG y asistencia a clases de ética profesional para los ejecutivos. No es razonable suponer ingenuidad en la autoridad pero es dudoso que un castigo como ese sirva de ejemplo a quienes se vean tentados similarmente o para reformar a los culpables.

Al parecer la ley no permitía penas mayores. Aun así, no tiene ningún sentido obligar a alguien a ir a clases de ética empresarial, ya que en cualquier curso la motivación es fundamental para el resultado. No es que los gerentes se hayan coludido por ignorancia o que no pudieran haber sabido que con sus decisiones iban a hacer más dura la vida a muchos compatriotas.

Además, dado que vivimos en una sociedad pluralista (no está explícito en nuestra Carta Fundamental, pero los intelectuales bien pensantes nos tienen casi convencidos de ello) es problemático decidir qué tipo de ética se puede poner como modelo a los ejecutivos de las farmacias. Si les enseña la moral kantiana probablemente no entiendan nada. Por otra parte, el hedonismo de Bentham, el utilitarismo de Mill o el nihilismo de Nietzsche podrían producir resultados adversos. Si se pretende simplemente presentar distintas teorías para que cada uno escoja la suya, como suelen formularse los cursos de ética actualmente, no hace falta, eso ya lo hicieron.

No es un problema intelectual: lo bueno y lo malo están claros en un caso como este. Es un problema del querer, que es mucho más complejo. Todos nos hemos visto en situaciones en las que sabemos lo que es bueno y sin embargo hacemos lo contrario. Así es el hombre. Esto no quiere decir que no haya solución, sino que está en un nivel más profundo.

Habría que remontarse en el tiempo: los actos se transforman en hábitos y los hábitos en el carácter. Detrás de cada acto hay un querer. ¿Qué es lo que quieren, para su vida, los gerentes de las farmacias? Quizás la ética empresarial sobra y lo que hace falta es una ética general, un examen del “ethos”, de la forma de vida. Si el “ethos” de una persona –o sociedad– está orientado principalmente hacia la adquisición de bienes materiales, unas cuantas clases o donaciones obligadas no van a cambiar nada.

Para lograr cambiar el “ethos” de estos ejecutivos una sanción ejemplar podría haber sido el tener que vivir un mes con el presupuesto del cliente promedio de la farmacia, o pasar más tiempo con sus propios hijos (¿En cuánto los valoran? ¿Cuánto tiempo, atención y dedicación invierten en ellos?). La lectura de los libros de Solzhenitzyn y de Frankl son también una ayuda para superar la superficialidad.

Ahora, en una sociedad cohesionada, quien la dañare de esa manera sería condenado por una ley muy dura, que los niños aplican sin mucho tino: la ley del hielo. Pero para eso tendría que haber sociedad y no una mera agrupación de individuos viviendo en el mismo territorio. Un castigo como ese puede ser saludable, o puede ser un veneno para el alma, pero al menos es ejemplar.

martes, 9 de julio de 2013

Olvido sin perdón

En lo que a mí concierne, considero que sería mucho mejor para todos los Partidos dejar el pasado a la historia, especialmente dado que tengo intenciones de ser yo quien la escriba” dijo el inigualable Winston Churchill. A riesgo de ser majadero, conviene repetir que la historia –y el juicio de histórico– no es de los vencedores ni de los vencidos, sino los que se dan el trabajo de escribir y enseñar.

Y tal como se escribe, la historia puede reescribirse y también borrarse, aunque esto sea un poco más difícil. Los antiguos tenían un nombre para esto: damnatio memoriae. Todo vestigio de una persona caída en desgracia debía ser borrado, para hacer como que esa persona nunca hubiese nacido. Por supuesto que esta práctica crea algunas lagunas que claman por una explicación.

Por no sólo los antiguos hacían esto, también en tiempos recientes se ha tratado a borrar el pasado. Josef Stalin era asiduo a esta práctica, que además está muy bien representada en la novela 1984, de George Orwell.

Algo parecido pasa en Chile. El último ejemplo es el cambio de nombre de la Avenida “11 de Septiembre” a “Nueva Providencia” en la capital. (No es que mucha gente se fije en los significados de los nombres de las calles; después de todo “Providencia” es un nombre religioso –y teológico– pero ningún ateo o averroísta latino ha reclamado.)

Es una aplicación sui generis de la consigna “ni perdón ni olvido”. Está clarísimo que a cuarenta años del 11 de septiembre de 1973 aún no hay perdón.  Hace poco han querido procesar al general (r) Juan Emilio Cheyre, que ha sido el militar que más perdones ha pedido.

En cuanto al olvido, lo ocurrido en Chile entre 1964 y 1973 parece perderse en la bruma. Eso sí que está olvidado. Pareciera que la historia reciente de Chile, y la vida de algunos, empezara el 11 de septiembre de 1973. Así lo declaró en un diario nacional, explícitamente, un conocido intelectual de izquierda. Sólo desde esa fatídica fecha, que es como un gran efecto sin causa, comienza la memoria, que es una memoria a medias (me explicaba un historiador amigo mío que memoria no es historia). No sólo está prohibido recordar ciertos hechos del pasado sino que, además, lo que está permitido recordar sólo puede ser recordado de cierta manera, por eso el cambio de nombre de la avenida.

Gestos como este sólo reabren antiguas heridas, para dejar manifiesta la infección que sigue cultivándose debajo de la frágil cicatriz. Sería muy largo investigar por qué no hay perdón en Chile, pero puedo ofrecer tres consideraciones: el perdón es judeo-cristiano y la parte que se siente ofendida por cosas como una calle llamada “11 de Septiembre” (pero que no ve problemas en honrar a Fidel Castro) contiene en su núcleo elementos profundamente anti-cristianos. De ahí no vendrá el perdón, por muchos mea culpas que se hagan. Segundo, a pesar de que el 11 de septiembre de 1973 puso fin a los planes de un sector político, a cuarenta años de los hechos, quienes en su momento abrazaron la vía violenta al socialismo real no han renunciado completamente a sus metas, y es difícil arrepentirse de algo que se anhela. En tercer lugar, está la plata: los miles de falsos exonerados políticos, y casos similares de personas que lucran con esto, nos aseguran muchos años más de conflicto.

martes, 2 de julio de 2013

El desquite

El desquite de los alumnos es el día en que deben llenar la “encuesta de evaluación docente”. Anónimamente pueden escribir lo que les dé la gana sobre sus profesores y poner nota a quienes las pusieron durante el semestre. No debería llegar a eso; profesores y alumnos trabajan para lo mismo, pero siempre hay algunos que se resisten ser educados, lo que genera conflictos. "¡No quiero aprender a leer, no me interesa!", recuerdo que decía uno de mis hermanos pequeños. Pero fue obligado a aceptar las primeras letras, sin derecho a responder una encuesta sobre sus profesores.

Las opiniones varían respecto de esto. En algunas universidades estadounidenses el espíritu de acuerdos (tácitos) ha resultado en beneficios para ambas partes y en un desastre para la educación: el docente ofrece un ramo fácil a cambio de una evaluación positiva. Así, el profesor avanza hacia la obtención de su cátedra con una preocupación menos.

Por lo demás, si el profesor tiene una buena relación con su jefe directo - y si el jefe conoce bien a los alumnos - la evaluación docente pesa poco. Más aún, si hay escasez de profesores, la importancia de la encuesta pasa a ser muy secundaria. Por otra parte, si el jefe y el profesor no se avienen, la evaluación docente es una buena excusa para decirle al profesor que encuentre otro lugar para hacer clases.

En general, los profesores preferimos evaluar a ser evaluados, por algo somos profesores. Además, si uno ha de ser evaluado, espera serlo por alguien superior en conocimientos y experiencia, o al menos por los pares. Tampoco está muy clara la seriedad con la que los alumnos cumplen con esta tarea, o si realmente saben lo que están haciendo. En una de las primeras evaluaciones que recibí, los alumnos calificaron mi asistencia con un 80%. Afortunadamente había un registro firmado que acreditaba el 100% de mi asistencia, por lo que pude contar con un escudo eficaz contra ese tipo de evaluaciones. Nunca supe si no habían entendido la pregunta o si habían contestado al azar.

Ahora, si bien los alumnos pueden intentar desquitarse del profesor (ya que recibir educación puede ser desagradable para el que prefiere vivir al margen de la razón), estaría muy mal que el profesor buscase desquitarse de los estudiantes. El profesor tiene que evaluar con justicia y en lo académico, y la mayoría de los profesores simplemente tiene que aguantarse si un alumno llega a clases desaseado, no pone atención o se instala en la sala como en la playa. Su desahogo está en la sala de profesores. Pero algunos tenemos un espacio en los medios y de vez en cuando advertimos a los alumnos que si se portan mal, o no estudian, pueden merecer alguna mención pública. Es el desquite del profesor. (En todo caso, no pierden el sueño por esto.) 

Ejerciendo este ¿derecho? quiero mencionar brevemente una cosa que no deja de llamarme la atención. Si pregunto a mis estudiantes por qué está mal copiar en una prueba (la prevalencia de la copia es una lacra de la educación chilena y se hace poco por impedirla), las repuestas suelen ser alarmantes. Ya me he referido a esto, pero unas originales respuestas recientes me obligan a revisitar el tema. “Está mal porque implica dudar de uno mismo” respondieron varios. Y otro “Está mal porque te pueden pillar”. Que el lector saque sus propias conclusiones.