domingo, 23 de septiembre de 2018

El anónimo amenazador

Donald Trump es un presidente popular –aunque quizás algunos prefieran decir populista. Popular, no en el sentido de ser preferido por la gran mayoría: en las democracias modernas los triunfos suelen ser por un estrecho margen y en Estados Unidos se puede llegar a ganar una elección por debajo de ese margen. Trump es popular, pero también tremendamente impopular. No sólo lo rechaza una inmensa minoría, sino que incluso algunos de quienes votaron por él lo hicieron sólo para evitar una alternativa peor. Pero es popular en el sentido de que sus opiniones son las de lo que habitualmente se ha llamado el pueblo (o también el vulgo), contrapuesto a la élite, que se precia de tener opiniones ilustradas y sofisticadas.  Entre este tipo de opiniones se encuentran algunas como que la patria y soberanía están por sobre los organismos internacionales, que una familia grande y unida –compuesta de padre, madre e hijos– es algo bueno, que las fuerzas armadas son elemento positivo, que la pena de muerte es un castigo adecuado para ciertos crímenes y otras que es mejor no poner para no irritar a los políticamente correctos.

La narrativa que llevó a Trump a la presidencia de los EE.UU. se basa en esto: la élite constituida por los gerentes de las empresas transnacionales, las burocracias administrativas y políticos de carrera (el “Estado Profundo”), los organismos internacionales y, por supuesto, los grandes medios de comunicación, promueve una agenda política y económica ajena a los intereses de la nación (la nación es un concepto pasado de moda para la elite cosmopolita) y se encuentra totalmente desvinculada del sentir popular que él representa.

La élite progresista, sobra decirlo, piensa que esta sensibilidad es de palurdos retrógrados que quedaron al margen de la historia. Pero la historia da muchas vueltas y lo que estaba al margen pasó a al centro: la progresía no podía creer que había perdido una elección que daba por ganada (después de la iluminada presidencia de Obama era imposible volver atrás). La campaña contra Trump ha sido constante y él mismo –con sus palabras y comportamiento presente y pasado– no deja de suministrar abundante material a sus detractores. Pero ellos, viniendo de posiciones élite en la prensa, la política (incluido su propio partido), el mundo del espectáculo, etc. entran en el escenario de juego que el mismo Trump ha marcado.

Uno de los últimos hechos de esta oposición es una columna anónima publicada en el New York Times no pasó desapercibida en los medios chilenos. En ella, un alto funcionario de la administración contrario a la gestión de Trump cuenta cómo él y otros trabajan secretamente, desde dentro, para impedir que se realicen los proyectos del presidente, por bien del país. Aquí en Chile, algunos se cuadraron con la decisión del Times indicando que la amenaza que Trump representa para la democracia amerita tomar medidas inusuales como publicar textos anónimos. (Es notable la facilidad con que algunos reconocen amenazas para la democracia en gobernantes elegidos democráticamente, siempre que no sea en Chile.) Lo que el Times  y sus pares chilenos no llegaron a considerar es que el hecho encaja perfectamente con la narrativa del presidente: paradójicamente, al darle voz a una oposición interna encubierta, el Times le dio la razón a Trump.