La nueva ley de donación de órganos suscitó varios llamados
a la reflexión acerca de qué significa donar, del valor del propio cuerpo, de
la solidaridad, de la función pedagógica de la ley, etc. No es nuevo decir que
si algo hace falta en nuestra sociedad es reflexión (no hay solución a eso, por
ahora).
Dentro de las consideraciones que se han hecho sobre la
nueva ley está el aumento del poder del Estado, que dispone de los cuerpos de
los ciudadanos salvo que estos se molesten en hacer valer sus derechos explícita y burocráticamente. (Frente a esto, la expropiación del dinero ahorrado para la
vejez parece bastante leve.) Se dijo también que los legisladores han abusado
del lenguaje, es decir, manipulado a la gente, ya que una donación por
definición no puede ser forzada. Pero la reflexión nos puede llevar aún más
allá.
Si para algunos esta ley busca crear una sociedad más
solidaria (difícil hacerlo por medio de la obligación legal y después de muerto
el sujeto), se pasa por alto que también implica una sociedad dónde se acentúa
como valor fundamental la prolongación de la vida y la salud. Por supuesto que
la conservación de la vida es algo bueno y necesario, pero de ahí no se sigue
que sea lo más importante. De hecho no puede serlo: la vida es para algo más
que simplemente mantenerse. Que el propósito de la vida sea el seguir viviendo
es simplemente un absurdo. Es problemático que en una sociedad pluralista esté
prohibido preguntase en público cuál sea el bien superior.
Tomada en conjunto con otras iniciativas legales recientes
uno puede llegar a formular esta interrogante de un modo extremo ¿habrá algo por lo que valga la pena sacrificar la salud y la vida? Permítaseme una digresión de humor absurdo, pero a mi parecer ilustrativo.
Imagino las indicaciones del Ministro de Salud a los tripulantes de la
Esmeralda: “Saltar al abordaje de acorazados puede ser dañino para la salud”, o
a los soldados del antiguo Regimiento no. 6 “Chacabuco”: “Combatir hasta la
última bala, sin rendirse, puede resultar en lesiones o incluso muerte”. En fin,
creo que no hace falta abundar.
Aunque la dirección y propósito que se da a la vida sean
algo en lo que el Estado no pueda entrar, es imposible que el éste sea neutral en la orientación que da a sus
leyes. Y aunque hoy no pueda o no se atreva a definir lo que es una vida bien
vivida, la misma pretendida neutralidad exige al menos un respeto por la
libertad, que es un bien espiritual, incluso por encima de la salud, que es un
bien material. (Esto ya es orientador.) Es cierto que la ley es pedagógica, pero esta ley en
particular, más que enseñar solidaridad puede que termine ensañando un
utilitarismo extremo.
A modo de epílogo, otra consideración. Es cierto que esta
ley no obliga totalmente, pero se basa, para funcionar, en la pasividad de los
chilenos: muy buenos para salir a la calle a reclamar cosas que no tienen, pero
casi siempre incapaces actuar para defender lo que sí tienen, sobre todo si son
derechos y libertades. Esta tendencia se acusa también en la reciente propuesta
de ley de propina sugerida.