miércoles, 14 de septiembre de 2016

Rodeo, mecanicismo y new age

La discusión en torno al rodeo no tiene mucho sentido: los puntos de vista que se oponen son un excelente ejemplo de inconmesurabilidad. Sin embargo, con el espíritu alegre de estos días, se puede intentar aplicar a este tema algunas teorías y ver qué pasa, sin siquiera tener que entrar en temas morales.

Una aproximación al rodeo es derechamente negar el sufrimiento del animal, afirmando que el animal, como es simplemente un conjunto de partes que están en un mismo lugar no puede sentir dolor: no hay “un” ser que pueda sentirse adolorido, sólo una pluralidad de elementos que funcionan coordinadamente. Esto parece ir en contra de la evidencia más elemental; todos han visto como el novillo reacciona ante el caballo y como muge al verse golpeado. ¿Pero cuál es la diferencia entre el mugido de un novillo y el sonido que hace la alarma de un auto cuando se lo golpea? ¿Le duele al auto, y lo expresa haciendo un sonido? ¿Cuál es la diferencia entre un ser vivo y una máquina compleja? Frente a una objeción como esta se hace necesario formular una teoría de los seres vivos que supere el mecanismo subyacente a gran parte del pensamiento contemporáneo y eso lleva la discusión sobre el rodeo a profundidades no previstas.

Otra aproximación al problema consiste en negar el dolor del animal desde la experiencia personal: “el novillo no siente dolor durante el rodeo, es más, la adrenalina provocada por la persecución hace que el rodeo sea para él una experiencia apasionante”. ¿Cómo puede saberse eso, si es imposible entenderse con el animal? (Es complicado pretender conocer la subjetividad de un ser del que ni siquiera podemos estar seguro que tiene subjetividad.) “Yo lo sé, porque en una de mis vidas anteriores fui un novillo, y correr el rodeo es una de las memorias más gratificantes que me quedan”. Ante una apelación a un testimonio de ese tipo, el argumento se detiene abruptamente, primero, por un asunto de lealtades: se supone que la gente que cree en la reencarnación está en contra de cosas como el rodeo, y en segundo lugar, porque la refutación implica examinar la naturaleza del alma humana y eso lleva la discusión a alturas a las que no todos están acostumbrados.

Hasta la cuestión más simple puede volverse enrevesada con un par de preguntas, pero este hecho no es excusa para ignorarlas y quedarse en fáciles argumentos emocionales y moralistas. En ninguno de los casos queda zanjada la cuestión, y mientras tanto, dicen las reglas de los debates, mientras quien tiene la carga la prueba no pueda probar nada, se mantiene el statu quo. 

jueves, 8 de septiembre de 2016

El mito fundacional

El mito es necesario. Un mito, una historia sagrada sobre los orígenes, forja los vínculos profundos para que una sociedad se mantenga unida. La historia mítica refuerza la identidad, canaliza las fuerzas destructivas hacia un enemigo común, distingue claramente entre buenos y malos, legitima el uso de la violencia. La narrativa, más que las ideas abstractas, es especialmente importante porque los seres humanos así entendemos nuestra vida. Por lo mismo, en una comunidad, quien no cree en el mito está en riesgo de quedar excluido. Se entiende, entonces, que la derecha, casi entera, ha aceptado el mito fundacional de la izquierda. El mito fundacional de la izquierda chilena actual tiene todos los elementos necesarios para constituirse en una religión política: profetas precursores, un mesías, un adversario, mártires, una iconografía particular, música sacra, etc.

La historia sagrada, incuestionable, discurre más o menos así. Salvador Allende era un demócrata sincero y convencido que encarnó las aspiraciones populares para un Chile mejor, en solidaridad con toda Latinoamérica. Sin embargo, no pudo llevar a cabo su proyecto, porque una conjunción de intereses extranjeros y oligárquicos –que querían mantener al pueblo subyugado– logró derrocarlo no por la cobardía de sus seguidores o porque el pueblo no estuviera de su lado, sino mediante el uso de fuerza superior. Esto dio paso a una violenta dictadura que persiguió implacablemente, como política de Estado, a los opositores que no lograron huir del país. No en vano el Gobierno Militar es calificado, por los más fervorosos, como una de las dictaduras más sangrientas de la historia. Fue un período oscuro, pero el enemigo fue finalmente derrotado tras una ardua lucha por la libertad (la llamada “recuperación de la democracia”).  Pero esto no ha acabado: hay quienes no han renegado completamente de sus creencias antiguas: tienen que ser desenmascarados y sometidos a un ritual de humillación purificadora; quedan todavía algunas prácticas inaceptables, tienen que ser eliminadas, gradualmente primero, totalmente después.

Esta es la fe de la izquierda, es lo que se enseña a las nuevas generaciones. Esta es su memoria (la memoria, subjetiva, no es lo mismo que la historia). Cuestionarla es grave, no se puede hacer en compañía respetable. La derecha vive un exilio en su propio país, no tiene una narrativa con la que pueda dar sentido a sus ideas inconexas, una historia que unifique su experiencia. No tiene memoria. Sólo le queda plegarse a un mito en el que ocupa un rol execrable. Si quiere sobrevivir tiene que hacer algo con este mito. Pero un mito no se desarticula con otro mito, sino con la crítica histórica (sólo un mito que resista la crítica histórica puede ser un mito verdadero).  La resistencia de los creyentes sinceros y de quienes se benefician (económica y políticamente) es siempre fuerte.

Como todo mito, el mito fundacional de la izquierda tiene elementos de verdad, pero en este caso, la desmitificación no es algo tan difícil de hacer ya que se trata de tiempos recientes y existen abundantes documentos, necesarios para la crítica. La declaración de la Cámara de Diputados y la carta de Eduardo Frei a Mariano Rumor, por ejemplo, son documentos elocuentes que pueden ser ignorados, pero no suprimidos. Hay una reveladora entrevista al mismo Allende y ciertas declaraciones de Patricio Aylwin que han sido preservadas para la memoria posterior. Puede demostrarse fácilmente que Allende no era un demócrata, ni que la izquierda “recuperó” la democracia burguesa en la que nunca creyó. No es difícil mostrar que el proyecto de la UP era totalitario y que no era apoyado por la mayoría. En fin, se podría seguir, pero no es esta la instancia para hacer este trabajo. Si acaso después de la desarticulación de los mitos es posible una sociedad cohesionada, es un problema aparte.

viernes, 2 de septiembre de 2016

La muerte de la filosofía

La propuesta del Ministerio de Educación de eliminar la asignatura de filosofía del programa escolar y reemplazarla por alguna otra cosa ha generado todo tipo de oposición. Es edificante saber que todo el mundo, salvo un par de funcionarios del Ministerio, está a favor de que se enseñe filosofía en los colegios. (Una observación superficial de la realidad chilena parecería indicar otra cosa.) Pero no hemos tenido un debate serio, ni lo tendremos, sería demasiado incómodo. En cierto sentido, la filosofía ya está exiliada de nuestra ciudad, aunque no queramos exiliar a sus profesores todavía, para mantener la ilusión. 

La filosofía tiene la función de cuestionarlo todo, se dice, pero esta iniciativa ministerial, que nos brinda una excelente oportunidad para cuestionar varias cosas, no ha sido capaz de provocar la reflexión ni siquiera a un nivel superficial. Se podría cuestionar que el Ministerio tenga el poder de formular y re-formular programas a su antojo, que a través de pruebas estandarizadas, financiamiento, libros de texto, imposición de contenidos, etc. apriete la libertad de enseñanza hasta ahogarla, pero la capacidad crítica de quienes llaman a cuestionarlo todo no da para tanto. Además, razonamientos como estos podrían  llevarnos a reconsiderar las funciones de un gobierno y el contenido y fin de toda educación, y no sólo la permanencia de una asignatura, pero el asunto es afirmar una posición a favor de la filosofía, no hacer filosofía. 

Una reflexión más profunda, en todo caso, muestra algo más grave. Si la filosofía ha sido expulsada de las salas de clases es porque ya estaba muerta hace tiempo fuera de ellas. No se trata aquí del valor de cosas como el “pensamiento crítico” o la capacidad de argumentar, sino del objeto de la filosofía como ciencia o conocimiento. La cuestión de fondo es el contenido, no el método, y el contenido de la filosofía –su objeto– son las cuestiones fundamentales, las causas primeras, la realidad última (o como quiera que se le llame). Pero eso mismo, hemos decidido implícitamente, no existe realmente: queda en el ámbito de la opinión personal. Esto queda clarísimo si se mira el estado de la filosofía moral, donde al final todo tiende a resolverse en la subjetividad (personal o colectiva), descartándose la posibilidad de alguna respuesta definitiva.  

Los más poéticos llegan a decir cosas como que el sentido de hacerse preguntas no es encontrar respuestas, sino seguir buscando; pero eso, se da cuenta cualquiera que lo piense un minuto, es un sinsentido. En un mundo así concebido –donde se ha negado, de manera más o menos elegante, la posibilidad de la verdad– no puede haber filosofía, porque se ha negado su objeto. La supresión de su enseñanza es simplemente un último paso. La mentalidad utilitarista a la que se le echa la culpa no es sino otra consecuencia de lo anterior. Es natural no querer aceptar que la filosofía ha muerto, así se tiene lo mejor de dos mundos: no tener que reconocer que la única alternativa actual es el nihilismo, pero sin tener que comprometerse con la verdad.