La respuesta parece obvia, al menos si uno va a decirla en voz alta, y sobre todo después de un año como el que termina. Pero las cosas nunca son tan sencillas. Para los que se portan bien (la mayoría de las personas, la mayoría del tiempo) pareciera que estudiar ética está demás. A los que se portan mal, unas horas de clases y la lectura de algunas páginas no les harán mucha mella. Pero, por ingenioso que parezca hacer describir esta situación, no se trata de esto.
La pregunta si acaso tiene sentido estudiar ética, o cualquier otra cosa, asume demasiados elementos que se cuelan desapercibidos. Habría que plantearse, primero, si existe el objeto de estudio de la ética y si, en caso de que exista, puede ser universal y objetivamente conocido. Es aquí donde naufragan las buenas intenciones. Si se habla de la buena conducta, la afirmación más frecuente entre aquellos que logran formular algo, es que “cada uno define lo que es el bien para sí mismo, mientras no dañe a los demás”. Este es el fundamento indiscutido de nuestra sociedad liberal, moderna o como quiera llamársela. Y esta afirmación, por supuesto, también tiene muchos elementos implícitos que se cuelan desapercibidos. Por ahora basta con hacer una comparación; si se llegara a decir lo mismo sobre cualquier otra materia de estudio, ésta se acabaría de inmediato. Por ejemplo: “¿Qué estudia la botánica?” “Las plantas, pero cada uno define para sí mismo lo que es una planta, sin que nadie pueda imponerle esa definición a otro.”
Dada la situación actual, entonces, parece que no tiene sentido estudiar ética por razones mucho más graves que las enunciadas al principio. Podría decirse que esta dificultad puede sortearse centrándose en lo común, el respetar la libertad del otro, el no dañar a los demás. De acuerdo, pero eso reduciría bastante el campo de la ética (de la conducta buena a la no-mala) y por otra parte, habría que definir qué constituye daño a los otros, o dónde empieza la libertad del otro, y cuáles son los derechos y libertades de los demás, y eso nos deja casi donde estábamos al comienzo.
Queda una consideración: suponiendo sea cierto que “cada uno define lo que es lo bueno para sí mismo, mientras respete a los demás”, es inevitable preguntarse el por qué, de dónde sale ese imperativo de respetar a los demás. Las razones de conveniencia son obvias: si no se respeta a los demás, los demás pueden hacerle pasar un mal rato a uno –pero las razones de conveniencia no son razones morales. Aun así, queda el problema de aquellos que tienen suficiente poder (o creen tenerlo, al menos), precisamente, para pasar por encima de los demás sin temer ninguna consecuencia. Para una ética mínima –que al final no pasa de ser una expresión de las emociones– éste es un problema sin solución.
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