martes, 29 de diciembre de 2015

¿Tiene sentido estudiar ética?

La respuesta parece obvia, al menos si uno va a decirla en voz alta, y sobre todo después de un año como el que termina. Pero las cosas nunca son tan sencillas. Para los que se portan bien (la mayoría de las personas, la mayoría del tiempo) pareciera que estudiar ética está demás. A los que se portan mal, unas horas de clases y la lectura de algunas páginas no les harán mucha mella. Pero, por ingenioso que parezca hacer describir esta situación, no se trata de esto.

La pregunta si acaso tiene sentido estudiar ética, o cualquier otra cosa, asume demasiados elementos que se cuelan desapercibidos. Habría que plantearse, primero, si existe el objeto de estudio de la ética y si, en caso de que exista, puede ser universal y objetivamente conocido. Es aquí donde naufragan las buenas intenciones. Si se habla de la buena conducta, la afirmación más frecuente entre aquellos que logran formular algo, es que “cada uno define lo que es el bien para sí mismo, mientras no dañe a los demás”. Este es el fundamento indiscutido de nuestra sociedad liberal, moderna o como quiera llamársela. Y esta afirmación, por supuesto, también tiene muchos elementos implícitos que se cuelan desapercibidos. Por ahora basta con hacer una comparación; si se llegara a decir lo mismo sobre cualquier otra materia de estudio, ésta se acabaría de inmediato. Por ejemplo: “¿Qué estudia la botánica?” “Las plantas, pero cada uno define para sí mismo lo que es una planta, sin que nadie pueda imponerle esa definición a otro.”

Dada la situación actual, entonces, parece que no tiene sentido estudiar ética por razones mucho más graves que las enunciadas al principio. Podría decirse que esta dificultad puede sortearse centrándose en lo común, el respetar la libertad del otro, el  no dañar a los demás. De acuerdo, pero eso reduciría bastante el campo de la ética (de la conducta buena a la no-mala) y por otra parte, habría que definir qué constituye daño a los otros, o dónde empieza la libertad del otro, y cuáles son los derechos y libertades de los demás, y eso nos deja casi donde estábamos al comienzo.

Queda una consideración: suponiendo sea cierto que “cada uno define lo que es lo bueno para sí mismo, mientras respete a los demás”, es inevitable preguntarse el por qué, de dónde sale ese imperativo de respetar a los demás. Las razones de conveniencia son obvias: si no se respeta a los demás, los demás pueden hacerle pasar un mal rato a uno –pero las razones de conveniencia no son razones morales. Aun así, queda el problema de aquellos que tienen suficiente poder (o creen tenerlo, al menos), precisamente, para pasar por encima de los demás sin temer ninguna consecuencia. Para una ética mínima –que al final no pasa de ser una expresión de las emociones– éste es un problema sin solución.

martes, 22 de diciembre de 2015

La novedad de la Navidad

Los estados modernos son laicos. “Chile es un Estado laico”, no cesan de repetir los laicistas que olvidan que laico no significa oficialmente ateo. Sí, por supuesto, así lo dice nuestra tan vilipendiada constitución. Que la Iglesia, en este territorio, sea anterior al Estado no tiene por qué significar mucho. (El seminario de Concepción, por ejemplo, fue fundado en 1568, lo que lo hace una de las instituciones más antiguas de Chile). No importa, porque la Iglesia seguirá existiendo en este territorio mucho después de que el Estado –laico o no– haya dejado de existir. Pero podemos dejar de lado las cuestiones cronológicas por un momento; que el Estado sea laico, que la Iglesia esté separada del gobierno es, irónicamente, una idea cristiana, porque para que haya separación entre Iglesia y Estado primero ha de haber distinción entre Iglesia y Estado, entre religión y política, y eso es algo típicamente (judeo)cristiano: la fórmula “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, que a nosotros nos parece tan obvia, fue bastante novedosa en su momento. Sí, el Estado puede ser laico sólo porque la cultura es cristiana; dónde la cultura no es cristiana el césar tiende a creerse dios.

Esta breve consideración sirve para mostrar que para nosotros el cristianismo, y sus implicancias culturales, es algo tan natural que no llegamos a darnos cuenta todo lo presente que está. Si algunos quieren quitar los pesebres y otras imágenes de los lugares públicos para preservar una supuesta neutralidad, a nadie, sin embargo, se le ocurriría suprimir el descanso dominical por su procedencia religiosa: siendo de origen cristiano es parte tan fundamental de la cultura que no puede eliminarse sin gran daño, aunque su sentido esté olvidado. Pero habría que preguntarse cuánto tiempo puede sobrevivir una institución desvinculada de sus fuentes (de hecho, en nuestro país el descanso dominical no pudo imponerse a consideraciones más mundanas). Habría que considerar qué pasa con una cultura que le da la espalda a sus raíces y qué es lo que viene después.  Así, aunque la fiesta de Navidad se vea vaciada de sentido y ahogada en un frenesí de compras, en algún momento conviene preguntarse el por qué y el para qué de esta celebración.

Un mundo que socava sus fundamentos cristianos podrá conservar muchas de las cosas buenas que trajo el cristianismo, como la Universidad o la música sacra (y por lo demás, también se puede vivir sin ellas); además, el paganismo pre-cristiano tuvo sus grandes logros, por lo que habría que indagar cuál es la novedad del cristianismo si es que hemos de tomarnos en serio la Navidad. Sin entrar propiamente en teología, se puede decir que el cristianismo ha sido la única fuerza en la historia capaz de poner límite al ejercicio del poder de un hombre sobre otro: la exaltación de la humildad y del servicio, la noción de la igualdad de los hombres, son cosas que simplemente no tenían cabida en el mundo pre-cristiano. Son cosas que, si se mira de cerca, se descubren en el Pesebre, pero encontrar la razón de ellas implica llegar a un hecho que remecería la cultura actual, como lo hizo con el mundo pagano en que nació.

martes, 15 de diciembre de 2015

“No me conocen”

La presidente ha hablado en cadena nacional: “no me conocen”, dijo. Fuertes palabras para alguien que lleva tantos años expuesta a la mirada pública. Tan fuertes, que hasta un conocido columnista llegó, precisamente, a desconocerla: no parecía ser la señora amable y sonriente a la que estábamos acostumbrados. ¿Irían dirigidas estas palabras sólo a sus adversarios políticos, a quienes frustraron su proyecto de gratuidad selectiva para la educación superior, o a todos los chilenos? A raíz de esto, vale la pena plantearse seriamente si acaso conocemos a nuestra presidente, y por extensión, a todos lo que ocupan cargos de elección popular. ¿La conocíamos? Teníamos una imagen suya, y a través de esa imagen, una conexión emocional. ¿Pero sabíamos, sabemos, quién es, qué piensa Michelle Bachelet? Si algo hubo características notorias durante la pre-campaña y la campaña presidencial, fueron la indefinición y el silencio.

La política actual, bien lo sabemos, tiene mucho de publicidad, y el producto no es de nicho, sino masivo, por lo que hay que ocultar todo lo que pueda asustar los grupos particulares, para ganar la mayor adhesión posible. El problema es que no hay a quien recurrir si la publicidad es engañosa. La imagen acogedora de Michelle Bachelet, con la que ganó a las multitudes, fue interrumpida algunas veces cuando se salió de libreto: un discurso a fines del 2005, la respuesta a un estudiante, un video con delantal blanco… y ahora. Pero esa faceta no era completamente desconocida. La Bachelet ideológica y radical (odiosa) estaba presente en su pasado en la izquierda extra-parlamentaria y, antes todavía, en su vinculación con organizaciones terroristas. La prensa, tan dócil, no hizo mayores esfuerzos en darla a conocer. Mejor no hacer preguntas incómodas. La oposición tampoco lo hizo mejor: mientras que el electorado se quedaba con imágenes atrayentes y promesas vagas, la oposición sabía, o debía saber, lo que se venía, y no fue capaz de mostrar quién era Michelle Bachelet en realidad. Aun así este segundo gobierno suyo tuvo, desde el comienzo, una impronta distinta del anterior; estábamos empezando a conocerla.

Ella, en cierto modo, ha reconocido el juego publicitario, el ocultamiento de la realidad mediante la imagen. Nos lo ha dicho: “no me conocen”. La imagen que encanta, que vende, por la que se vota, es eso, sólo una imagen, producida por la publicidad puesta al servicio de una voluntad de ganar, que poco tiene que ver con representar al electorado. En otras palabras, un engaño. Son raros los momentos en que estas cosas se reconocen en política, es de esperar que el resultado sea una oposición más despierta y un electorado más crítico.

martes, 8 de diciembre de 2015

Recuperar la confianza

Después de un año de crisis y escándalos se habla de recuperar la confianza. El problema es que la confianza no se recupera de la misma manera en que se recuperan otras cosas, hay que ganársela. De alguna manera, hablar de recuperar la confianza es trasladar el problema: está claro, la gente no confía, pero eso no es culpa de la gente, es culpa de quienes no son confiables. Se podría tomar una postura más extrema todavía: si uno se entera de lo que realmente pasa en los lugares de difícil acceso, el llamado no sería a recuperar la confianza sino a desconfiar más todavía. De hecho, es buena una cierta desconfianza del ciudadano de a pie hacia el poder: los políticos y demases son seres humanos y como tales pueden caer en las mismas tentaciones que cualquiera, pero por estar tan encumbrados están expuestos a más y mayores tentaciones que un simple común.

No basta con llamar a recuperar la confianza, es necesario reconstruirla con acciones reales. Algo que podría contribuir a reconstruir la confianza destruida es que quienes están en posición de aprovecharse de sus semejantes limiten, precisamente, el poder que les permite o incentiva a hacerlo. Límites a reelecciones, prohibición de contratar parientes, límites en bonos y asignaciones, etc. son algunas ideas sencillas que circulan. Es difícil que lleguen a implementarse: casi no se conocen ejemplos de personas que habiendo alcanzo una alta cuota de poder hayan decidido reducirlo por su propia iniciativa.

Por otra parte, en un nivel más pequeño y personal, también existe desconfianza, en parte, quizás, porque muchas acciones que traicionan algún tipo de confianza son bastante frecuentes (como el robo hormiga, la copia en pruebas, la evasión en el Transantiago, el trabajo mal hecho…). En estos casos la recuperación de la confianza pasa por acciones personales que hagan a cada uno digno de confianza; el problema es que parece que nadie querrá ser el primero. Como en el caso anterior, hay que estar dispuesto a perder.

Sin embargo, el asunto urge. Una sociedad –como cualquier otra cosa– puede mantenerse entera por la cohesión interna de sus miembros o porque una fuerza externa les impide separarse. Las fuerzas externas que mantienen unidos a los miembros de una sociedad (relaciones de conveniencia o dependencia, inercia, amenaza de fuerza, etc.) en algún momento pueden faltar y, si eso es todo lo que hay, se produce la disgregación. La poca confianza que hay en Chile, entre ciudadanos y de los ciudadanos hacia las distintas instituciones, es síntoma de que somos una sociedad débil, casi un grupo de personas que viven –porque no les queda otra– en un mismo espacio, más que una sociedad propiamente tal. Para recuperar la confianza perdida hace falta algo más que un vago llamado. Si lo que está en juego es la unión entre las personas que comparten territorio, historia y creencias, habrá que buscar un fundamento más hondo para evitar la disolución.