La catástrofe electoral de la derecha se veía venir. Se venía
escribiendo al respecto y mucho más se escribirá todavía. Una crisis es una
oportunidad –se ha dicho– pero la derecha se enfrenta a más que una crisis: ha
sufrido mucho daño y tiene que reconstruir.
Siempre está la tentación de renunciar y asumir que no hay
nada que hacer; “es que Chile tiene alma socialista” me decía un amigo hace
algunos años. Los resultados electorales del último siglo, y del anterior,
parecen confirmarlo. Pero por otra parte, las encuestas sobre temas como
legalización de la marihuana, aborto o matrimonio entre personas del mismo
sexo, además de la alta abstención electoral, parecen apoyar la intuición
Napoléonica –compartida también por Chesterton– acerca del conservadurismo del
pueblo.
En todo caso, atrincherarse en los quórums parlamentarios,
que es más o menos lo que el sector venía haciendo, ya no es posible. La
mayoría no acepta por mucho tiempo la noción de que la democracia no consiste
en dos lobos y una oveja votando qué habrá de almuerzo.
Para salir de una situación como ésta lo primero es
asumirla. La derecha se encuentra en un estado de desastre. Tratar de taparlo
aludiendo a que la izquierda disminuyó su votación en términos absolutos o a
algún otro factor circunstancial (que los hay) como la enfermedad de Pablo
Longueira o la popularidad casi mesiánica de Michelle Bachelet no va a resolver
ningún problema.
La manera recuperarse comienza por entender bien las causas
del desastre, que son muchas y variadas. Espero contribuir en algo con esto.
Vamos a lo básico: una elección puede darse en distintos niveles. Si todos
están de acuerdo en lo que hay que hacer (fines) y en los medios para lograrlo,
sólo queda elegir a la persona más adecuada para ejecutar los medios: un
gerente. Pero puede que, habiendo
acuerdo en los fines, la discrepancia esté en los medios; eso es otro nivel. Lo
difícil es cuando el desacuerdo está al nivel de los fines, y es aquí donde
estamos ahora. No cuenta decir que todos queremos lo mismo (un país mejor, más
justo, etc.), porque esos conceptos
pueden llenarse con contenidos muy distintos y hasta opuestos.
La derecha ofrece gente capaz y medios eficaces, mientras
que la izquierda ofrece una visión de la sociedad. Dicho de otro modo, la derecha usa el
lenguaje de la conveniencia –crecimiento económico, eficiencia, emprendimiento–
y la izquierda un lenguaje moral –justicia, derechos, comunidad. (No es que la
izquierda sea inmoral, es demasiado moralista.) Siendo importante lo
conveniente, nadie se identifica con eso. La persona se identifica, lucha por
algo que le dé sentido a lo útil. Me parece, y no sólo a mí, que aquí está el
meollo del asunto. Ya habrá oportunidad
para ver dónde y cómo encontrar un
lenguaje moral.
Los efectos de esta carencia de ideas repercuten en varias
cosas. Por ejemplo, no es que el sector no sepa comunicar, aunque tiene
muchísimo que aprender en ese campo, sino que no tiene un mensaje comprehensivo.
(Los publicistas no son problema, como dejó claro la película “No”, trabajan
para el que les pague más.) Es cosa de comparar el Segundo Piso de Lagos y de
Bachelet con el de Piñera.
También, si no se tiene algo propio es tentador “abrazar las
banderas del adversario” para ganar. Pero esa misma expresión es muestra de
pobreza intelectual y de frivolidad. Una cosa son los métodos del adversario,
otra su identidad. Si se abraza la identidad del contrario se pierde de la peor
manera posible.
Ilustrémonos con un ejemplo: la izquierda se dedicó por años
a lavar la imagen de Salvador Allende. (He visto su retrato a la venta en
ferias callejeras, junto al Sagrado Corazón y a san Sebastián.) Logró que se lo
eligiera como el chileno más grande de todos los tiempos, etc. El ministro
Hinzpeter decidió aparecer, en una de las primeras fotos públicas, bajo del
retrato de Allende. En vez de concluir que, tal como la ha hecho la izquierda,
había que promover héroes y símbolos propios, concluyó que había que acercase a
la imagen de una persona que ejemplifica todo lo que la derecha aborrece. Con
esa “nueva derecha” no se necesita una izquierda.
Pero no todo está perdido: el socialismo siempre termina por
consumirse a sí mismo, y cuando ese proceso se completa, es necesario un
gobierno que sea capaz de ordenar la casa. Pero resignarse a eso puede costarle
mucho al país. Si la derecha no logra proponer algo sólido que haga frente a
las ideas –y no sólo a la administración– de la izquierda, estará condenada a tener
gobiernos esporádicos al servicio de las irresponsabilidades izquierdistas.
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