lunes, 25 de julio de 2011

Piñera y el baile de Salomé

por Federico García
(posteado en El Mostrador)

Hasta los más poderosos tienen alguna debilidad: un punto por el cual pueden ser dominados casi por cualquiera. Tomemos, como ejemplo, la historia de Herodes Antipas. El rey Herodes era un déspota oriental apoyado por Roma que vivió en el siglo primero: pocos tenían un poder como el suyo. Pero el tetrarca tenía una debilidad y el sensual baile de una joven hizo que le prometiera lo que ella pidiera, aunque fuese la mitad de su reino. Salomé pidió “en una bandeja”, la cabeza de un prisionero –Juan Bautista encerrado en las mazmorras. Y el rey mandó a degollarlo y a entregar su cabeza en una bandeja a la hermosa muchacha.

Sebastián Piñera es uno de los hombres más poderosos de América Latina y probablemente lo sería aún cuando no fuera presidente de Chile. A pesar de esto, no ha podido construir un gobierno fuerte. Y frente a las peticiones de algunos han rodado las cabezas de Iván Andrusco, primero, y la de Joaquín Lavín, después. (Es cierto que defendió la de Jacqueline Van Rysselberghe, pero al final ella misma tuvo que entregarla.) ¿Su debilidad? No la conocemos a ciencia cierta, pero lo que sí sabemos es que el que presiona con huelgas de hambre, marchas callejeras y cobertura de los medios, obtiene lo que quiere: aunque sea la cabeza de alguien que por su cargo, tiene la confianza del presidente. En la última ronda, la caída de unos ha causado la de otros, como Felipe Kast, que poco tenían que ver con el baile.

La debilidad del poderoso es siempre una debilidad interna cuya raíz es difícil de conocer, porque obliga a descender a las profundidades del corazón. En el caso de Sebatián Piñera parece haber una intolerancia a la frustración de no tener popularidad. La Democracia Cristiana, el Partido Comunista, los homosexuales y los estudiantes de colegio han conseguido lo que pedían sin ofrecer nada a cambio. ¿Por qué insistir tanto en darles en el gusto? Difícil de entender.

El presidente quiere popularidad –eso está claro por la cantidad de encuestas que hace- pero sin entender la complejidad de los procesos, se queda en la superficie de lo que pasa. No se hace cargo de que la mayoría de las veces lo que se le pide no es lo que se quiere, y que si entrega lo que se le pide, no logrará la calma. Los conflictos no son manejados en sus comienzos, ni con fuerza ni con diplomacia, y llegan a niveles en que sólo pueden ser atenuados con sacrificios extremos por parte del gobierno. Algunos de esos sacrificios no son en dinero, sino simbólicos: ¿Qué había hecho o dejado de hacer Lavín para merecer ser removido de su puesto? Nada. Pero la muchedumbre pedía la cabeza del ministro, y no se calmaría de otra forma.

El que entrega la cabeza de otro en una bandeja al que descubre cómo exigirla (la izquierda parece haber alcanzado verdadera maestría en esto), no comprende que en realidad ha entregado la suya. Su poder se muestra en toda su vulnerabilidad, y se abre a infinitos flancos de ataque. Y eso es patente a todos, menos al que realmente a perdido la cabeza.

jueves, 14 de julio de 2011

De derecha y contra el lucro

(publicado en El Mostrador)
por Federico García

El capitalista más desenfrenado y el marxista más ortodoxo están de acuerdo en lo fundamental: para ellos toda la actividad humana se reduce a una cuestión económica, la educación incluida, por supuesto. Mientras la izquierda piensa en la educación como un programa de superación de la pobreza, la derecha cree que se trata de un bien más a transar en el mercado. Ambas reducen el problema a una cuestión material y es imposible salir del atasco si el debate gira en función del binomio lucro-estado.

No quiero decir que el mercado está destinado a fracasar en esta área. Después de todo, hay actividades tanto o más urgentes que la educación que se rigen por el afán de lucro. Los panaderos, por ejemplo, no se levantan a hornear marraquetas inspirados en un ideal solidario ni con la ilusión de mantener vivas las tradiciones patrias: lo hacen para lucrar.

Y como los panaderos, quienes se dedican a educar podrían competir para ofrecer la mejor calidad al menor precio, y el beneficiado sería el consumidor, es decir, el alumno. Por otra parte, si la educación es un bien cuantificable, el Estado podría entregarlo sin mayores problemas.

Esto, si la educación se equipara a un servicio como cualquier otro. Pero es aquí donde se equivocan de un lado y otro. En las escuelas de conductores, por ejemplo, se enseña una habilidad concreta (importantísima para la economía): unos enseñan motivados por el lucro, otros aprenden y todos se benefician. Pero eso no es educación.

La educación no es, simplemente, un producto más. Lo sabe el que ha intentado educarse a sí mismo, el que ha leído las vidas de quienes han aportado a la cultura y el que ha intentado, de verdad, educar a otros.

No se trata de capacitar en una serie de habilidades, sino de formar personas. Nadie puede hacer eso con el lucro como fin principal porque se trata de una actividad en la que son tantos los esfuerzos que se pierden, que a lo más que se puede aspirar es a recibir una compensación: completamente insuficiente si efectivamente se ha logrado el objetivo y excesiva si se ha hecho mal. Muchas veces lo único que resulta del esfuerzo de educar es una clase hermosa, como decía Gabriela Mistral.

La relación profesor-alumno no es como la del vendedor y el cliente. Y lo que mueve a educar de verdad no es el lucro, sino un ideal. No es casualidad que los mejores colegios del país sean aquellos en los que se promueve algún ideal –cívico, religioso, moral, cultural.

De una empresa educativa que tenga como fin principal el lucro, entendido como la maximización de las ganancias en dinero, no se puede esperar que sea más que mediocre o, en el mejor de los casos, decente; porque siempre llega el momento en que el esfuerzo ya no deja utilidades proporcionadas, y ahí se estanca. La verdadera educación exige un sacrificio demasiado grande como para que el lucro funcione como incentivo. Aún así, una educación decente es bastante más de lo que muchos niños y jóvenes reciben hoy.

Lo grave en todo en todo esto es que la lucha entre mercado y estado, cuando se trata de educación, es una lucha de poder entre dos posiciones equivalentes pero opuestas. Es sobre quién se queda con un bien que ninguno de los dos comprende. Y el que pierde, el que realmente pierde, es el alumno.