Se comprende que Michelle
Bachelet no quiera ir al debate; un debate con nueve participantes no puede
aportar mucho. Además, no todos los candidatos son iguales; hay varios que no
tienen ninguna posibilidad de ganar y tampoco ninguna proyección: si tienen
algo que decir, el respeto al tiempo de los electores debiera llevarlos a
buscar otros medios para entregar su mensaje. Y sobre todo, a Bachelet no le
conviene ser cuestionada en público porque ella vale por su imagen y los afectos
que suscita, no por sus ideas y menos por lo que ha hecho.
Aun así, que la principal candidata
en una elección no participe en un debate es una pésima señal para la
democracia. Comencemos notando la explicación: razones de agenda. Como excusa
no convence, se esperaría que al menos dijera qué cosa tan importante tiene en
su agenda a la hora del debate. Al parecer a nadie le importa mucho que una
candidata le mienta al país de manera tan liviana, o que tenga cosas más
importantes que hacer que ir a un debate. Ella misma sabe eso y lo aprovecha,
ya ha dicho que en una elección hay ciertas imágenes que son “grito y plata”.
Por lo mismo, las ideas, la
oportunidad de confrontarlas y la capacidad de ponerlas en práctica, son algo
absolutamente secundario. De hecho, sus ideas sobre algunos temas fundamentales
para los chilenos no son las de la mayoría, pero eso no le importa a ella, ni a
la mayoría. Se esperaría, en todo caso, que los electores quisieran menos a
quien los desprecia con una sonrisa tan simpática.
Pero esto es abusar del sistema,
la democracia no es un concurso de modelos (quizás ha llegado a ser eso, pero los
se llenan la boca con esa palabra podrían guardar las apariencias de mejor
manera). La democracia se basa en el valor de la persona corriente, su uso como
peldaño para acceder a cargos es una perversión de ella. Uno se pregunta qué es
lo que tendría que hacer un candidato para que quien piensa votar por él, o
ella, cambie de opinión. Si la respuesta es que es imposible, que el candidato
tiene carta blanca, es que se ha llegado al fanatismo o a la inconciencia, que
no son buenos para la democracia. Del desprecio de los políticos por sus
electores al desprecio de los electores por el sistema no puede haber mucha
distancia.
Quizás en la segunda vuelta –si
la hay– se pueda tener un debate serio, en que se muestre el respeto mutuo
entre candidatos y personas de a pie, pero quizás a esas alturas algo así
importe poco.
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