domingo, 26 de agosto de 2012

Solidaridad de Agosto

por Federico García (publicado en El Diario de Concepción)

El día 18 de agosto es San Alberto Hurtado, un nombre reciente en el santoral. Es por ese día y ese santo que agosto es el mes de la solidaridad. Sin duda que Alberto Hurtado fue uno de los grandes hombres de Chile y aunque suscite universal admiración, sigue siendo poco conocido.

En torno a su canonización, hace siete años,  la prensa publicó algunos artículos en sobre su persona y la Pontificia Universidad Católica (que lo contó entre sus alumnos) publicó algunos de sus escritos inéditos y reeditó los ya publicados. ¿Cuántos los habrán leído? Puedo asegurar a quienes se atrevan a hacerlo que se verán sorprendidos.

No se  trata de un interés erudito, sino de conocer al hombre no sólo por lo que otros cuentan de él sino también por lo que él dice de sí mismo. Sólo si conocemos los motivos profundos que movieron al gran ejemplo de solidaridad que se recuerda este mes  podremos plasmar su espíritu en nuestro país. Las obras siempre podrán continuar por fuerza de inercia, pero la solidaridad es algo más que instituciones de promoción social. No es fácil perseverar en estas cosas y si el camino se hace arduo es bueno ir beber directamente de la fuente.

Además, no deja de ser importante cultivar la solidaridad, porque una sociedad no puede vivir sólo de justicia, aunque ésta se cumpla a cabalidad (cosa que en el mundo de los hombres es bastante difícil). Si no hay una unión que vaya más allá de la satisfacción de ciertas necesidades materiales, por muy bien que esto se logre, las relaciones humanas derivan en la mera exigencia y reivindicación de derechos y deberes que sólo tensionan la sociedad y hasta pueden terminar en la lucha.

Pero estos vínculos sociales, ¿en qué se fundan? Habría que buscar la respuesta del padre Hurtado dónde habla de su vida interior. Puede que para algunos esto sólo se quede en palabras. Mucho me temo que para otros una visión trascendente –y cristiana– de la persona y de la sociedad suene simplemente como algo de lo que no se puede hablar en público.

martes, 21 de agosto de 2012

Marihuana en el Senado

por Federico García (publicado en El Sur, de Concepción)

“No se puede razonar con un marihuanero –me informó un psicólogo cuando le pregunté por el tema– cualquier cosa que amenace su placer será rechazada de plano”. A fin de cuentas, la marihuana es una droga y eso es una causa de que en el debate se cuelen tantos errores de razonamiento, aunque probablemente la causa principal de que la discusión se vea plagada de falacias es la poca costumbre que tenemos de argumentar con rigor.

Por ejemplo, se ha dicho que la confesión del senador Rossi ha sido “valiente” frente a la hipocresía nacional que tiende a ocultar las realidades desagradables. Veamos: si se dice “valiente” es que ya se ha llegado a una conclusión favorable. Distinto sería si el senador hubiera dicho que se emborracha un par de veces al mes, o que ha participado en carreras clandestinas. Algo así, al no estar pre-aprobado por buena parte de los comentadores, no haría al que lo confiesa merecedor del adjetivo “valiente”.

No está demás una digresión sobre la hipocresía. Ésta tiene dos contrarios, igualmente sinceros: la virtud y el cinismo. No porque la hipocresía sea mala todo lo que se le oponga será necesariamente bueno. El cinismo puede ser peor que la hipocresía, pero esto es irse por las ramas de la lógica.

La discusión sobre las drogas no es principalmente sobre  si se legaliza o no una práctica masiva (podría aplicarse a la evasión de impuestos, a la conducción por sobre el límite de velocidad, etc.) o sobre qué es lo más eficiente económicamente. La cuestión de fondo, relacionada con las anteriores pero que no suele aflorar en estos debates, es qué y cuánto estamos dispuestos a tolerar como sociedad.

La eliminación completa de algunos males acarrearía males mayores, por eso se los tolera. En el caso del tabaco, por ejemplo, la balanza se inclina cada vez más hacia su prohibición total, en desmedro de ciertas libertades. Se lo considera tan malo, que supresión compensaría los males que esta misma pueda causar. Respecto de las drogas no se ha visto una discusión de fondo, ni tampoco mucha difusión, sobre el alcance de los males que causan, tanto físicos –y mentales–  como sociales como para poder formar un juicio sobre si corresponde tolerarlas o no. 

Tampoco se ha debatido si acaso la libertad de quienes quieren acceder fácilmente al placer de drogarse valdría la pena frente a los males que podrían ocasionarse por la legitimación social y legal de la droga: es decir, si una sociedad que se preocupa por el bien de sus ciudadanos puede o no permitir, con todo lo que eso implica, este tipo de males. Frente a esto, argumentos de tipo económico o práctico son accidentales.

Con esto se llega a un tema más fundamental aún: qué tipo de bienes compartidos debe custodiar una sociedad. (En el caso de las drogas, dado su efecto en la mente humana, van mucho más allá de la salud corporal). Si no hay noción de esto, es inevitable que el debate eluda los problemas de fondo y se resuelva a favor del que lo manipule más hábilmente.

martes, 7 de agosto de 2012

Sueldos Mínimos

por Federico García (publicado en El Sur, de Concepción)

Nadie puede vivir dignamente con el sueldo mínimo. Menos mantener a una familia (no es que al Estado le haya ocupado mucho la familia en los últimos 22 años). Pero además de eso, hay otros aspectos a considerar.

El sueldo mínimo, real, no es el que indica la ley. El sueldo mínimo es cero: lo que gana un hombre sin trabajo. En el trabajo informal (limpiar parabrisas o vender en las calles) tampoco rige la ley del sueldo mínimo. Ninguna ley puede afectar eso; hay realidades que un gobierno no puede cambiar directamente.

No hace falta explicar los efectos económicos de cambiar el salario mínimo legal, en parte, porque hay muchos factores que impiden una salida simple. En todo caso, si alguno se niega a reconocer lo que de hecho ocurre cuando se toman ciertas medidas económicas, peor para él y los que de él dependan.

Pero los problemas no acaban ahí. Todos tendemos a pagar sueldos mínimos. ¿O acaso el lector, frente a dos servicios de equivalente calidad elige el más caro? No es que los empresarios sean malos –es tan agradable ocupar la superioridad moral– simplemente actúan, a la hora de pagar, como actúa la mayoría a la hora de comprar.

¿Qué hacer para que algunos paguen más por las horas de trabajo, si otros no están dispuestos a pagar más por lo que producen aquellas horas? Disminuir la ganancia de unos es lo que se viene a la cabeza, pero los afectados se resistirán, tal como se resistirían los otros si es que les suben los precios (que es lo que suele suceder al final, en todo caso). Ojalá fuera tan sencillo como hacer por  ley que los que puedan, paguen sueldos más altos (en detrimento de los propios – que se presumen excesivos).

Además, las materias económicas no se rigen por criterios absolutos: no es lo mismo que pague el sueldo mínimo un emprendedor que ha comenzado su negocio hipotecando sus bienes y que sólo tiene deudas, a que lo que haga un empresario que obtiene grandes utilidades. Tampoco es igual que se pague el salario mínimo a un joven que se enfrenta a su primer empleo, que a un empleado que ha probado su habilidad con años de trabajo. Sería poco justo obligar a todos a lo mismo, porque no todos los empleados ni empleadores están en las mismas categorías.

A pesar de lo anterior, da la impresión (¿cuántos pueden hablar de estos temas con información real?) que muchos que pueden pagar más que el mínimo no lo hacen.  ¿Qué puede hacer el Estado para mejorar la situación de quiénes son muy débiles para hacerlo por sí mismos, sin perjudicar a la sociedad como un todo? La respuesta fácil probablemente sea incorrecta. Cabe notar, también, que en estas cosas el Estado siempre estará en desventaja, ya que los emprendedores siempre serán más inteligentes y hábiles que los legisladores y burócratas.

Quizás lo que falta es que los grandes y no tan grandes empresarios (incluyendo accionistas) se den cuenta que la paz y cohesión social tienen un valor, y eso implica un precio. Pero eso es otro tema, para otra columna.