martes, 25 de febrero de 2014

Leyes de la selva

Ahora que se acaba el verano y las tardes están más frescas y las sombras se empiezan a alargar, a veces salgo, no a cazar, no, sino a pasear con la escopeta. Aunque todavía no alcanzo el estado místico del cazador que describen algunos autores como David Petzal o Norman Strung –algo así como una via unitiva cinegética– son más las veces que no disparo que las que disparo. (Para que se quede tranquilo el lector escrupuloso, tengo al día los permisos de caza y de transporte de armas, soy consciente de que en esta época del año la ley sólo permite la caza de especies dañinas –sí, las hay– y la obedezco).

Un hombre armado por las viñas y maizales ya no es algo común de ver, y el arma es objeto de preguntas y  comentarios. Es sorprendente la ignorancia de muchos en esta materia: la diferencia entre un rifle y una escopeta, los calibres, modos de funcionamiento, etc. son completamente desconocidos para buena parte de las personas. (Nadie está obligado a saber de estas cosas, pero tampoco no es difícil llegar a saberlas.) Tampoco faltan, a veces, las críticas y, a veces, un insulto gritado desde lejos.

Se sabe poco, y en estas cosas prima la emoción. Ayer, por ejemplo, vi en la calle un volante que aludía a una nueva ley de caza (la que incluiría a los perros asilvestrados en la lista de especies dañinas): “Tu pena no sirve de nada si no actúas”, decía. Exactamente: “pena”, sensibilidad; porque el conocimiento es otra cosa y la reflexión, algo todavía más distinto.

Por un lado, la ecología es una ciencia compleja: existen ciertas especies  introducidas por el hombre, como los perros asilvestrados –también los gatos que vagan por los parques y jardines–, castores, jabalíes, visones, cotorras, liebres y conejos, que dañan los ecosistemas y alteran el equilibrio. Muchas de estas especies no tienen depredadores naturales, y sólo la acción humana puede ponerles cierto freno. Se puede tener pena por un animal; es mejor tener pena por el ecosistema completo.

Pero quedarse acá sería sólo arañar la superficie. El volante que vi ayer llamaba a protestar por una ley. El hombre se rige por leyes, que en sociedades más o menos democráticas son más o menos razonables y son promulgadas con el consentimiento de los gobernados, y los que no las obedecen son castigados. Por eso hay leyes de caza, y por eso, también, los seres humanos podemos discutir sobre estas cosas. Entre los animales no hay tal cosa. Siempre me he preguntado qué le diría un ambientalista al conejo que destruye el bosque esclerófilo de la zona central, o al gato que acecha a una tortolita o a un zorzal. La respuesta es “nada”, obviamente, porque no hay entendimiento posible, y eso marca la diferencia radical entre el ambientalista, o el cazador, y el animal que caza siguiendo sólo la ley de la selva.

Quede esto hasta aquí. Que llueva sobre mí la ira de los que nunca han visto la naturaleza en toda su crueldad, brutalidad y complejidad, y belleza. 

martes, 18 de febrero de 2014

Qué hacer con Venezuela

Los hechos en Venezuela demoraron en llegar a la prensa nacional, pero al fin lo hicieron. Hemos visto protestas en contra de un presidente democráticamente elegido (sospechosamente designado por su antecesor) que ha usado la democracia en función de la ideología, y la represión contra los manifestantes. Nos hemos enterado del desorden, de la escasez de productos básicos, de la persecución legal contra la oposición y los ataques a prensa libre.

Esto ha generado bastante comentario a nivel local, y algunos se preguntan qué pasará con Venezuela. Las cosas que se digan en Chile sobre Venezuela no cambiarán mucho las cosas. Desde aquí poco o nada se puede hacer para mejorar la situación de los venezolanos. Lo comentarios en una y otra dirección probablemente nunca lleguen a los oídos de los supuestos destinatarios. Pero si no podemos hacer nada por Venezuela, la situación de ese país sí puede hacer algo por nosotros.

No hemos de pensar que lo que vemos a través de los medios no puede aquí. (De hecho, ya ocurrió –y eso es lo que no se puede decir respecto de la situación venezolana– y podría ocurrir nuevamente, aunque no mañana ni pasado.) No somos iguales a Venezuela, pero tampoco somos tan distintos. Lo interesante es ver cómo se llega a tales situaciones –nunca de un día para otro– para reconocer los signos y prevenir las consecuencias.

No hace falta sobreabundar sobre el respeto a las instituciones y la ley, el peligro del populismo y cosas parecidas. Son de sobra sabidas, y el que pueda discernir las señales –como la condena en el caso Luchsinger-Mackay– que lo haga.

Parece más provechoso concentrarse en algo más pequeño, pero más revelador. Para eso, un botón de muestra. Notemos las declaraciones de la FECH. Muchos (¡ingenuos!) se escandalizaron que tal grupo de estudiantes apoyara a un gobierno como el de Nicolás Maduro. No puede esperarse algo distinto de los que todavía suspiran por Fidel Castro y el Che Guevara. Lo que importa ahora es si esa misma lista, o alguna afín, vuelve o no a ganar las elecciones de la FECH el próximo año. Si son castigados por sus compañeros, quiere decir que algo habremos sacado en limpio de la crisis venezolana, que la apatía puede ser sacudida.

En la misma línea, habrá que ver si la participación electoral sube en el futuro. Si hay algo que permite que regímenes como el de Chávez-Maduro se hagan con el control total es la apatía inicial. Las libertades rara vez mueren de golpe, se las socava de a poco. La indiferencia respecto de lo público permite que unos pocos hagan lo quieran con ello, mientras la mayoría se encuentra distraída en sus cosas. Es que cuando las cosas más o menos funcionan es más cómodo dejar que los acontecimientos sigan su curso. Cuando la necesidad de involucrarse se hace patente, suele quedar poco con lo que involucrarse. 

martes, 11 de febrero de 2014

Gratuidad universal y derecho a la educación

Los líderes estudiantiles han sido implacables en su exigencia de educación universitaria gratuita. El caso Peirano sigue haciendo olas y eso que el nuevo gobierno todavía no asume.

La respuesta esta exigencia suele ser que sería injusto dar educación gratuita a quienes pueden pagarla.  Parece razonable, pero los estudiantes no transigen. Hay asuntos que son de todo o nada. Saben bien que por dejar un resquicio abierto se les pueden meter variables indeseadas. Eso también lo sabemos quienes defendemos otros bienes.

Por otra parte, como objeción, es bastante débil, puesto que los impuestos de los que tienen más financiarían los estudios de todos. Es decir, a los más acaudalados tendrían que pagar su educación y la de los que tienen menos.

Se podría responder que, si bien la sociedad entera se beneficia cuando uno de sus miembros se educa, el principal beneficiado es el que recibe la educación, sobre todo en Chile, donde la educación está casi completamente orientada a la práctica de una profesión. Sería justo que el principal beneficiado se hiciera cargo del costo. Además, dado que muchos jóvenes no llegan a la universidad, aquellos que acceden a la educación superior son privilegiados y la gratuidad sería acumular un privilegio sobre otro.

Pero el asunto va más allá. Se trata de si la educación es un derecho y cómo debe garantizarse. El lenguaje de los derechos es atractivo, pero los derechos tienen un fundamento y eso nos obliga a superar la consigna. Si la educación es un derecho, es distinto al derecho a la integridad física, por poner un ejemplo. Uno tiene derecho a pedirle a otro que respete la integridad de uno; para eso, el otro simplemente tiene que abstenerse de hacer algo.

Ahora bien, es legítimo preguntarse si uno tiene derecho a pedirle a otro que le entregue educación a uno. También puede uno preguntarse si la educación es algo que se le puede pedir a cualquiera. Pero no se debe olvidar que el ser humano vive gracias a su intelecto y no a sus instintos y el intelecto requiere de educación. Negarle a una persona el desarrollo de su inteligencia es como negarle la comida para el cuerpo. Sin embargo, tal como algunas personas son directamente responsables de mantener la vida corporal de otras, lo mismo ocurre con la vida intelectual.

La cosa se complica más. Cierto que la educación es un derecho, porque el ser humano la necesita para ser plenamente humano, pero de ahí no se sigue que un tipo determinado de instrucción sea un derecho, o que ir a la universidad también lo sea, y que la sociedad entera tenga el deber de entregarlo.

Por último viene la parte práctica. ¿Podría el Estado poner un puntaje mínimo de ingreso a la universidad gratuita? ¿Qué pasaría si ese puntaje fuese tan alto, que sólo unos pocos lo alcanzaran? ¿Podría el Estado poner condiciones para la permanencia de un alumno en la universidad? ¿Puede decirse que la educación sea un derecho universal, considerando esto? ¿Qué pasa si el alumno educado gratuitamente no encuentra trabajo, o decide trabajar en otro país (como de hecho ocurre)? En fin, mientras no se llegue más allá de la consigna, no puede esperarse mucho avance.

martes, 4 de febrero de 2014

Lo que el Estado no me puede dar

Si el gobierno anterior de Michelle Bachelet tuvo un lema, se podría decir que fue el de la “Red de protección social”. El Estado protector, no subsidiario. Lo que aquello pueda implicar para la política en el futuro más a largo plazo, o incluso para la independencia de los ciudadanos, no se discutió. Nunca hemos sido muy amantes de la libertad.

El gobierno que comienza en marzo promete lo mismo y en mayor cantidad. Antes de asumir ha caído una subsecretaria que no estaba completamente adherida a la consigna de la gratuidad en la educación universitaria.

La red de protección social es una buena imagen de Bachelet: es como una madre recoge al niño que tropieza y cae. Ahora, si cuando uno tropieza (no ahorró para la vejez, no previó que podía quedar sin trabajo, etc.) no se observan consecuencias, es probable que uno se vuelva cada vez más descuidado.

Los llamados derechos sociales, salud y educación son los principales que se mencionan, son complejos. Los derechos se refieren a aquello que a uno le es debido. Si uno tiene un derecho, otro tiene el deber dárselo (y esa es la principal relación entre derechos y deberes). Por eso, los derechos a secas son, no aquellas cosas que a uno le tienen que dar, sino aquellas que a uno no le pueden quitar: la vida, la honra, la libertad, etc.

Además de garantizar los derechos, el Estado –al que los amantes de la libertad querían originalmente limitar– puede hacer muchas cosas y de hecho las hace. (Para eso exige contribuciones de los ciudadanos con mecanismos como el IVA y una buena parte de ellas las despilfarra en cosas como el Transantiago, los sobres con billetes, el financiamiento a los partidos políticos, etc. Eso es un escándalo, pero no escandaliza a muchos.)

Parece que para algunos la situación ideal sería una en que el Gobierno se hiciera cargo de todo y la responsabilidad individual quedara reducida al mínimo. Sin embargo, por mucho que pueda hacer el aparato estatal –incluso aunque llegue a otorgar todos los servicios– hay cosas que el Estado no puede hacer por uno, cosas que el Estado, por grande, rico y poderoso que sea, no puede dar.

La dirección u orientación de la propia vida, es decir, el querer profundo, queda siempre como responsabilidad de la persona. Puede haber educación gratuita, pero las ganas de aprender las pone uno, puede haber empleos estatales para todos, pero el afán de superarse no puede venir de la burocracia. Todos habrán visto alguna vez un caso de alguien a quien se le dieron cosas en abundancia, pero no hizo nada. Es más, una situación así puede llegar a narcotizar. El estado puede darlo todo, menos lo más importante. El mercado también.