martes, 27 de agosto de 2013

Democracia: antes, durante, después

Hechos recientes en Egipto (levantamiento popular, caída de un dictador, elección de un presidente, violencia contra los cristianos coptos, derrocamiento del presidente por el ejército, etc.) han llevado a algunos, no a tratar de comprender la compleja situación del mundo islámico, sino a hacer comparaciones con Chile (típico).

La fecha es propicia; se acerca otro aniversario de la caída de Salvador Allende y es casi imposible no hacer paralelos. Pero la lejanía, en el espacio y contexto cultural, nos permite analizar la situación – al menos conceptualmente–con un poco menos de apasionamiento que el que suscita la nuestra.

El derrocamiento de un jefe de Estado elegido por votación popular es universalmente condenado por anti-democrático. Pero una mirada reflexiva nos obliga a preguntarnos por la democracia y sus fundamentos. Después de todo, como se preguntaba un autor estadounidense, si los generales alemanes hubiesen derrocado a Hitler en 1933 ¿habrían recibido una condena universal? Es un hecho poco considerado que el partido Nacionalsocialista alemán haya accedido al poder mediante elecciones democráticas. El origen no siempre legitima.

La democracia, considerada externamente, es un procedimiento para elegir a los gobernantes. Se asume es superior a otros con los que la humanidad ha vivido por siglos. Es superior porque respeta la igualdad fundamental de todas las personas, y por lo mismo, su libertad. Lo contrario es la ley del más fuerte. Pero si el que accede al gobierno mediante una elección no acepta la igualdad de las personas y no está dispuesto a respetar los derechos fundamentales, impone la ley del más fuerte por la fuerza de los números: una dictadura disfrazada de democracia (como ocurre cuando un grupo numeroso de estudiantes no respeta el derecho a estudiar del resto de sus compañeros).

Un régimen de gobierno, para ser democrático, no sólo debe respetar la forma sino también el fondo.  La democracia no sólo está en el origen de un gobierno, sino que también en ejercicio del poder, y por lo mismo, en el abandono del mismo. Cuando un gobierno que surge con el apoyo de una mayoría cambia las reglas para perpetuarse, deja de ser democrático: falla en la prueba final de la democracia. Lamentablemente esto ocurre con cierta frecuencia en Latinoamérica.

Si acaso el gobierno del derrocado presidente de Egipto tenía intenciones de perpetuarse indefinidamente no es algo que pueda resolverse aquí (aunque la ideología de la Hermandad Musulmana y la experiencia de la revolución islámica en Irán pueden servir de indicios). En todo caso, un gobierno guiado por una ideología totalitaria no puede ser democrático, por mucho que se sirva de la democracia para llegar al poder.
   
En cuanto al caso chileno, todavía falta mirar con detenimiento la ideología que guiaba al gobierno de Allende, los modelos en que se inspiraba, los fines que se proponía y la manera en que ejerció el poder durante sus mil días, para poder juzgar adecuadamente su derrocamiento. Mientras tanto quizá convendría llenarse menos la boca con la palabra democracia, y más la cabeza con el concepto.

martes, 20 de agosto de 2013

La intolerancia de los inteligentes

Ha quedado en el pasado el incidente de la profanación de Catedral de Santiago por parte de un grupo de partidarios del aborto. (No es la primera vez que ocurre algo semejante, y así como van las cosas, no será la última). Como la memoria nacional es corta, estas cosas no reciben toda la atención que se merecen. Los culpables no recibirán ningún castigo, como tantos otros que han quedado impunes tras cometer desmanes parecidos, y, pasados unos días, la atención se desvía hacia otros temas.

Una gran mayoría, de todos los sectores, condenó el hecho. Algunos, además, notaron con preocupación que quienes profanaron la Catedral no hayan mostrado ningún tipo de arrepentimiento, como tampoco lo hizo el estudiante que escupió a Michelle Bachelet. Ha surgido la preocupación por el creciente clima de violencia en el país. Pero eso no es tan extraño; siempre ha habido odio y violencia, y la Iglesia siempre será una piedra de escándalo.

Lo que llama la atención, más que la falta de arrepentimiento de quienes cometen la violencia, es la defensa (parcial) que algunos intelectuales han hecho del incidente en la Catedral. Dos profesores universitarios (de Santiago y Valparaíso), han argumentado en la sección de cartas del diario que es perfectamente legítimo interrumpir una ceremonia de culto para manifestar desacuerdo con ciertas posturas. Una acción de este tipo estaría amparada por la libertad de expresión.

Dejando de lado que probablemente dichos profesores no tolerarían lo mismo en sus salas de clases, es notable que, para algunos académicos, la religión ni siquiera pueda quedar relegada al ámbito privado, que es una de las aspiraciones de la sociedad pluralista. No se trata en este caso de apoyar una contramanifestación en la calle, sino de justificar el ingreso a un lugar privado para interrumpir las actividades de quienes se reúnen ahí.

Estas breves muestras de sinceridad liberales, que de cuando en cuando aparecen en los medios, muestran que el proyecto pluralista va más allá de intentar la convivencia de visiones distintas: promueve la transformación de la sociedad mediante la imposición de una visión determinada de la realidad y no tolera posiciones divergentes. Así lo ha declarado en el pasado otro académico de una universidad del sector oriente de Santiago. Por un lado se amedrenta mediante la violencia, y por el otro se teoriza, justificando la supresión –paso a paso– de quienes piensan distinto.

Frente a esto el diálogo sirve de poco. Ya empieza a circular la idea de que habrá que sufrir (discriminación, demandas judiciales, funas, etc.) por exponer ideas que opuestas a lo políticamente correcto – el testimonio es el mejor argumento. Es de esperar que este ambiente violento no se extienda y que los intelectuales  que lo justifican sean rechazados por la comunidad académica (cómo hasta el momento lo han sido, si bien de manera preocupantemente tibia). Aun así, tomado la situación en conjunto, uno comienza a preguntarse qué lugar tendrán dentro de “El otro modelo” quienes no lo comparten. 

martes, 13 de agosto de 2013

Adiós a los niños

El domingo se celebró el Día del Niño. No suelo celebrar este tipo de fechas, están vacías de contenido aunque cuenten con el respaldo de los gobiernos y organizaciones internacionales. Sobre todo sirven como una manera artificial de estimular el consumo. Sin embargo quizás haya que aprovechar de celebrar este día mientras se pueda; los niños son cada vez más escasos (respecto del total de la población) y esto es un problema.

El descenso de la tasa de natalidad, como todo lo que sucede gradualmente, tiene la dificultad que no se percibe sensiblemente hasta que la situación está avanzada y la solución es difícil. Si “la demografía es destino” como dicen los estadounidenses, el nuestro no presenta buenos augurios. Si queremos ver cómo será nuestro futuro, podemos mirar a los que nos llevan la delantera en esto de tener menos niños. 

En Europa el aumento de los mayores de edad (respecto del total de la población) hace que aumente la necesidad del gasto en salud y en pensiones, que ha asumido el Estado. Para cubrir estos gastos aumenta (proporcionalmente) la carga impositiva sobre los trabajadores más jóvenes, lo que hace que tener hijos sea aún más caro, por lo que se cae en un círculo vicioso. Además, hay consecuencias que van más allá de lo económico: hay pueblos que se están quedando sin habitantes y muchos adultos mayores se encuentran, en el ocaso de su vida, en soledad. 

No hay muchas esperanzas de que la solución venga de la política. Los viejos representan más votos que los jóvenes y los políticos no miran mucho más allá de la siguiente elección. Por lo demás, el origen del problema demográfico se remonta más allá de la política y la economía.  Se necesitaría más que este breve espacio para profundizar, pero se puede mencionar que el cambio cultural comienza con una civilización que no es capaz de renovarse, y cansada, se enfoca en el presente, renegando de su pasado e ignorando el futuro, que son los niños. Los problemas de plata se arreglan con plata, dice un sabio amigo mío, pero éste es mucho más profundo.
  
Si bien en Chile se ha hablado algo del problema (y la actual administración ha hecho algún intento por abordarlo) las tendencias que se perciben no son auspiciosas. La tasa de natalidad sigue descendiendo y de los políticos se oyen muchas promesas que cuestan caro, y que tendrán que pagarlas los niños de hoy cuando mañana sean contribuyentes. Del ambiente propicio para crezcan los niños, de la familia, se oye hablar poco.

Por supuesto que a los niños no se los consulta (seguramente, la mayoría querría un hermanito, pero tendrán que contentarse con un perro), porque en democracia lo que cuenta son los votos del presente, y los niños no votan. En una demagogia lo cuenta es la calle, y los niños no marchan por sus intereses. Claro, en una familia los adultos velan por los intereses de los niños, pero en Chile la familia es una realidad que se va quedando cada vez más en el pasado. Si los adultos viven en el presente (y el endeudamiento es prueba de ello) poco queda para los niños, que son el futuro. 

martes, 6 de agosto de 2013

¿Quién paga la cuenta?

Un reciente reportaje relataba la historia de jóvenes que sufrían por las enormes deudas que habían contraído con las tarjetas de crédito y casas comerciales. Una autoridad de mi ciudad decía al respecto que era una irresponsabilidad moral ofrecer líneas de crédito a jóvenes de dieciocho años. Concuerdo plenamente.

Aun así, el neoliberal defenderá la libertad a rajatabla: si una persona es mayor de edad, podrá hacerse cargo de sus actos y aceptar las consecuencias. Después de todo, nadie está obligado a tomar un crédito de consumo a los dieciocho años. Pero hay, sobre esto, una crítica más profunda que la alusión a la irresponsabilidad de la juventud: ¿se puede decir que haya libertad si la sociedad entera dirige a la persona, desde su infancia, a hacia la adquisición de bienes materiales como fin último de la vida? ¿Se puede ser realmente libre frente a una publicidad agresiva y omnipresente en una sociedad de consumo?

Es fácil declarar interdictos a otros, ponerle límites al resto en nombre de su propio bien. Pero si considera esta posibilidad en materias económicas, convendría plantearse si esto no se aplica también en otras áreas. Si una persona de diecinueve años no está capacitada para decidir responsablemente si toma un crédito o no, y los casos expuestos en el artículo claramente indicaban que no, ¿estará capacitada para elegir responsablemente a las autoridades del país? 

Quizás convendría reexaminar la madurez y la mayoría de edad en una época en que las personas viven más y postergan decisiones importantes como la elección de una carrera o el matrimonio, pero eso es tema para otra ocasión. Más urgentemente habría que preguntarse si un político en campaña no se parece demasiado a una tarjeta de crédito o a un banco ofreciendo préstamos. Ambos hacen publicidad pensada en pasar por encima de la racionalidad, y por lo tanto, de la libertad. 

Los políticos hacen ofertas insuperables, muy atractivas en el corto plazo, pero que pueden tener efectos destructivos en el futuro, como los de un crédito fácil. Para tener energía rápida y barata, por ejemplo, se construyen decenas de centrales termoeléctricas. O se promete cuidar el medio ambiente, y no se agrega ninguna fuente significativa de energía en años. ¿Cuándo hay que pagar la cuenta? 

Si el Estado, para proteger a la gente de sí misma, limita lo que pueden ofrecer las instituciones financieras, ¿quién limita lo que pueden ofrecer los políticos? No sería mala idea tener un “Sernac” político. Existe, dirá alguno, y se llama democracia, pero el problema está en que si las personas pueden ser engañadas o manipuladas por las ofertas de un comerciante en el libre mercado, también pueden serlo por las ofertas de un político en una democracia, o demagogia. ¿Quién paga la cuenta?