martes, 29 de julio de 2014

La pelea por el mínimo

"¿Si usted no tuviera que trabajar y, por lo mismo, no necesitara venir a clases para obtener un título, qué haría con su vida?" El alumno se mostró un poco confundido. Su primera respuesta fue "no sé". Luego: "Disfrutar, pasarlo bien". Así las cosas, la educación –en la manera en que se da aquí y ahora– es un mal necesario, al servicio de una supervivencia que ni siquiera es gozosa en el modo de obtenerse.

Este breve intercambio con el alumno me recordó un cuento, o fábula, bien conocido por todos: Un hombre de negocios, de cierta edad, pasa diariamente por la plaza donde ve un joven tomando sol. Un día decide interpelarlo y le pregunta si acaso no estudia alguna carrera. "¿Para qué?" Contesta el joven. "¿Para que puedas tener un trabajo?". "¿Para qué?". "Para ganar plata". "¿Para qué?". "Para poder ahorrar". "¿Para qué?". "Para que puedas tener una buena jubilación y descansar". "Eso hago".

Y si eso es lo que buscan muchos, no hay mucho que hacer. El síntoma más claro es lo que un amigo llama "la pelea por el mínimo": contentarse con pasar con un 3.9 (eso sí que es jugar al empate), asistiendo al mínimo de clases exigidas –y ojalá a un poco menos que el mínimo, estudiando lo mínimo posible –y a veces se ufanan algunos de pasar un ramo a punta de copias, sin estudiar nada. Es que la academia es un trámite para adquirir un certificado que permita hacer algo que a su vez permita hacer lo que de verdad se quiere hacer, que la mayoría de las veces es algo que no se sabe muy bien y otras veces es nada. La vida está en otra parte, y la vida consiste en “pasarlo”, es decir, dejar que se vaya con el menor dolor posible. Lo que contribuye, lo que permanece, lo que queda –cosas como el crecimiento, del tipo que sea– tienden a doler y a costar un poco.

Pasa hasta con los alumnos de buen rendimiento: “¿Pero ustedes quieren comprender la materia u obtener la información necesaria para contestar la prueba?”. Silencio. Pero no siempre es así. Hay algunos que buscan comprender y van a la biblioteca en busca del material necesario. Otros –a veces son los mismos– leen los libros que se mencionan al pasar, y los comentan. Esos no siempre sacan la nota máxima, porque no siempre son expertos en responder evaluaciones. Si la educación superior fuera de verdad para los que buscan educación, probablemente habría más profesores que alumnos en las universidades. Mientras tanto el “movimiento estudiantil” avanza, nadie sabe bien hacia dónde.

martes, 22 de julio de 2014

“Los animales son amigos, no comida”

Los espacios públicos de mi ciudad, como de tantas otras en Chile, son propiedad de grafiteros, que –creando conciencia– extienden su solidaridad a diversas causas con pequeñas contribuciones forzosas de los vecinos.

Hace unos días me llamó la atención un “stencil” que proclamaba que “Los animales son amigos, no comida”. Para ver si era verdad, decidí preguntarles a los mismos animales. Un gato confesó que para él las lauchitas y los pajaritos sí eran comida y que no sentía ningún remordimiento al matarlos. La tortuga de agua que vive en una pileta cercana me informó que no era amiga de los peces que viven con ella y que, más aún, intentaba devorarlos cada vez que podía. Los peces, por su parte me dijeron que no eran amigos de la tortuga. Así las cosas en el maravilloso mundo de los animales. Juzgué innecesario seguir con mis averiguaciones.

¿Serán capaces de amistad los animales (incluyendo a las lombrices, por ejemplo)? ¿Quién hace la división entre tipos de animales? Sin duda hemos avanzado algo en nuestra comprensión de los seres vivos desde el mecanicismo Cartesiano, pero regirse por la emocionalidad que despiertan ciertas criaturas en ciertos momentos no es ningún avance. Es enternecedor –por ejemplo–  ver en un documental a un cachorrito de oso polar jugando en la nieve; pero su madre, con las fauces chorreando de sangre después de una jornada de caza, es otra cosa. Sin embargo, la muerte cruenta de muchas focas es necesaria para la vida de los ositos polares que nos conmueven con su ternura.

La naturaleza es increíblemente cruel, cuando se la antropomorfiza. Pero nociones de crueldad, justicia y misericordia son nociones humanas, y el hombre, mal que le pese, está, de cierto modo, fuera del mundo natural. Es el problema del animalismo: es inevitablemente antropocéntrico (tal como el indigenismo y el multiculturalismo son, al final, una forma sutil de eurocentrismo, pero de eso hablaremos en otra ocasión).

Si está mal para un ser humano comerse a un animal, como lo indicaba el “stencil” visto en una plaza de mi ciudad ¿Estará mal para un animal hacer lo mismo? ¿Entiende un animal conceptos como bondad o maldad? ¿Qué se le dice a un animalito que mata y come a otro animalito? La respuesta es que nada: no entiende. Ahí está la diferencia.

martes, 15 de julio de 2014

Tratar a los alumnos como si fuesen personas (o una defensa de las humanidades)

No es que los alumnos no sean personas, pero es que a veces se los trata como si no lo fueran.  No en el trato personal, nada de eso, se trata de una privación académica.

Lo que los alumnos suelen preguntar cuando se les presenta una materia es para qué sirve. Casi todos aceptan que las matemáticas, por ejemplo, son útiles para desenvolverse en la vida, pero asumen que muchos ramos no les reportarán utilidad alguna. Pero resulta que la tendencia a sobrevivir, aunque sea para mantenerse vivo con un buen nivel de vida, es una de las cosas que tenemos en común con los animales.  No es malo, pero es muy básico. Es lo que pretende resolver la pregunta “¿Para qué sirve estudiar esto?”

Ahora bien, si se ha de tratar al alumno como algo más que un animal al que se debe adiestrar para que pueda obtener su comida –así como la gata le enseña a cazar a sus gatitos–, si se le ha de tratar como persona, habrá que ir un poco más lejos en su educación.

Tomando como punto de partida que el ser humano se diferencia de los animales en su capacidad de conocimiento abstracto y en su libertad (el conocimiento del animal, en cambio, es concreto y su conducta se rige por el instinto y las circunstancias), se puede concluir que lo que se debe enseñar a una persona no siempre tiene que responder a un para qué. La vida humana va más allá de eso, tiene un sentido superior al de obtener comida y refugio, por muy buenos que puedan llegar a ser éstos. Recordemos que “¿para qué?” no es la única pregunta que podemos hacer respecto de algo y eso ya es un indicio de nuestra humanidad.

Se puede sacar en limpio que para tratar a los alumnos como seres humanos se debe enseñar con convicción lo se refiere a lo que nos hace propiamente humanos, a lo que nos levanta de las cuatro patas y nos hace mirar al frente y arriba, lo que nos lleva más allá de lo inmediato y de la mera satisfacción de las necesidades básicas: las humanidades.

Tomemos, por ejemplo, la historia. Sólo los seres humanos tienen historia, ya que la historia sólo es posible donde hay libertad, donde las cosas pudieron haber sido de una manera y no lo fueron, debido a las decisiones de personas o de grupos de personas. Saber esto y saber historia pueden no servir de mucho en el día a día, pero nos inserta en una comunidad que tiene, a la vez, continuidad y cambio. Sin esta memoria colectiva un hombre puede prosperar materialmente pero se separa de las comunidades que lo han ayudado a prosperar –la ciudad, la patria– y no me parece exagerado decir que un hombre que se aparta de los demás de esa manera se acerca a los brutos.

Podemos considerar también el arte. Ciertamente el arte no hace a nadie rico, eso lo pueden atestiguar los críticos y los mismos artistas, pero el arte muestra y une dos cosas que no se pueden dejar de lado en la educación de una persona: la creatividad y la apreciación por la belleza.  El animal sólo percibe lo que le es útil, en cuanto que le es útil. Por eso un perro nunca se conmoverá con una canción, aunque pueda oír mucho mejor que un hombre, o un lince nunca podrá apreciar un retrato, por muy aguda que sea su vista. Aunque algunos animales se sirvan de objetos ninguno puede producir algo realmente nuevo y menos algo que solamente busque ser bello, como una escultura o un relato. Si la historia se refiere a lo que ocurrió (y podría haber sido de otra manera), el arte –sobre todo la literatura–  se refiere a lo que puede ser. La creatividad artística no alimenta el cuerpo pero sin duda nutre la mente.

Aún más allá de la historia y de la creación artística, el hombre puede preguntarse y reflexionar por el sentido de sus acciones, es decir, de su vida, y del mundo que lo rodea. Así nace la filosofía, la más alta de las acciones que el hombre puede realizar, y si bien no es algo para todos todo el tiempo, el que no se pregunta nunca por lo que hace y por qué lo hace se parece un poco al animal que sólo actúa por instinto, adiestramiento o circunstancias. Por eso decía Sócrates, inspirado en la inscripción del templo de Apolo en Delfos, que la vida no examinada no merece vivirse.

Las humanidades no son lo más necesario que se puede estudiar o saber, pero no se debe confundir lo necesario con lo importante. En la vida unas cosas se hacen un función de otras y hay algunas que no se hacen en función de nada, sólo se gozan por lo que son en sí mismas. El disfrute de las humanidades es un goce arduo, un gusto adquirido, pero que se adquiere en la medida en que uno se acerca a los demás hombres y a lo que han hecho a lo largo de la historia para expresar su humanidad.

martes, 8 de julio de 2014

Aborto y conducta heroica

A raíz del debate sobre el aborto se ha surgido nuevamente la pregunta si acaso se le puede exigir a alguien una conducta heroica. La respuesta breve es que sí, si la situación lo amerita, es cosa de recordar las efemérides de estos días. (¿Alguien repara alguna vez en quién sale en el billete de mil pesos y  por qué?). Anteriormente hemos tratado el tema desde el punto del valor de la vida humana y del estatuto del no-nacido, pero es interesante ahora considerar el heroísmo en sí mismo, ya que tanto se usa el término.

Se consideraría que un llevar a término el embarazo de un feto inviable o producto de una violación sería una carga a la que a nadie estaría obligado. En última instancia se trata de dos casos extremos de embarazos no deseados, por eso la legislación abortista comienza por casos extremos pero se pone cada vez más laxa: se trata de diferencias de grados y no de tipos. Se puede considerar si acaso llevar un embarazo no deseado a término es una conducta heroica o simplemente buena. ¿Dónde, en la escala de hacer lo no que uno no quiere, comienza el heroísmo? Esta es una de las preguntas más duras sobre el aborto, siempre que se tome en serio.

El heroísmo implica un sacrificio por otros y es por eso, quizás, que en una sociedad que reduce al mínimo los vínculos entre personas la conducta heroica sea problemática. La sociedad plural pone el énfasis en los vínculos libremente adquiridos y una de las características de la conducta heroica es que suele surgir de una imposición de las circunstancias, que no se eligen.

Esto hace que la situación en la que se presenta la posibilidad de actuar heroicamente opere generalmente como una disyuntiva: o se es héroe, o se actúa mal, sin término medio. Por ejemplo, una persona puede presenciar algún crimen, si intenta impedirlo se expone a un riesgo, pero actúa valientemente. Si decide dejarlo pasar, no se expone, pero es cobarde. Lo que no cabe es seguir por la vida así no más. Hay situaciones en las que actuar bien es lo mismo que ser heroico, y en la que no serlo es actuar mal. Esas situaciones, por su naturaleza, no son libremente elegidas.

Esto no resuelve la interrogante si acaso no abortar es una conducta heroica, o si acaso la sociedad puede exigir ciertos actos heroicos, pero sí muestra que la conducta moral no es simplemente elegir o decidir una cosa, sino elegir o decidir frente a situaciones que no se eligen, lo cual, por supuesto, es algo que a la mentalidad autonomista le cuesta aceptar.

Como corolario a la cuestión se puede añadir lo siguiente: si no se puede obligar a nadie llevar un embarazo a término, puesto que eso consistiría en una conducta heroica puramente personal, tampoco podría obligarse a nadie a pagar pensiones alimenticias por un hijo no esperado: los vínculos naturales obligan a todos o no obligan a nadie.

sábado, 5 de julio de 2014

El fracaso y la victoria

Ha pasado ya una semana desde ese partido que se supone no olvidaremos jamás. Pero el tiempo cura casi todos los dolores, y la rabia y la frustración de un partido casi ganado poco a poco se transforman en sólo un recuerdo, una memoria. Y la memoria de esto nos puede llevar a otras memorias.

Los antiguos –recuerdo a mi querido Boecio– tenían muy presente que Fortuna es una diosa caprichosa. Ella tiene su rueda y basta un giro para que quienes están arriba casi tocando el triunfo caigan, y los que están abajo de rodillas salten de alegría. Sabían que no todo está en poder de los hombres, y eso es humillante; pero sabían también que esa humildad hace bien (es cosa de ver cómo pueden ser las celebraciones del triunfo). La actitud de quién quiere controlar completamente su destino, hýbris, termina en la peor de las caídas.

Esto lo aprendieron, probablemente, de la agricultura, algo tan lejano para la mayoría de nosotros. Aunque el labrador se parta el lomo trabajando de sol a sol, como lo hizo nuestra selección practicando bajo su entrenador, una helada, una inundación, puede destruir en una noche el trabajo de tantos días. No todo depende de uno. Ahora bien, estas cosas pueden dar lugar a la apatía (¿para qué tanto empeño,  si al final todo puede decidirse en una lotería de penales?), pero es no la lección que sacaron los que nos precedieron, ni la que hemos sacado la mayoría de nosotros después de la derrota del sábado pasado.

La razón es doble. Primero, aunque el resultado final no dependa completamente de uno, mucho sí depende de lo que uno haga. Si el fracaso puede ser por completo obra de la caprichosa Fortuna, el triunfo no lo es (salvo que el triunfo de uno consista en el fracaso del otro).  Segundo, porque el resultado externo no lo es todo. Eso es lo que no entienden quienes dicen que, al final, este año no nos fue mejor que hace cuatro o hace dieciséis; existe un resultado interno. Aunque el trabajo no rinda un resultado cuantificable, el cambio en el que se esfuerza por hacer ese trabajo queda, no se pierde.

Hace una semana se vio algo distinto de lo habitual. Se vio gente valorando el esfuerzo por sobre el resultado, porque el esfuerzo fue real. Esta vez el “triunfo moral” no fue la excusa del flojo, sino la realidad del que lo dio todo –desde hace muchos meses– y al final se encontró con algo que no estaba en sus manos. Qué distinto eso de la mentalidad habitual que celebra al que es pillo, al que obtiene algo por nada, simulando una falta, haciendo tiempo, presentando una licencia médica falsa, copiando en una prueba, haciendo leso a algún otro. Hace una semana se vio nobleza, honor, que vale más que un resultado, que permite perder con la frente en alto. Dios quiera que no sea flor de un día.