martes, 26 de agosto de 2014

Marino, sin vacilar

Hace unos días, en la sede del Movilh y recibiendo un galardón de la embajada de Finlandia, un funcionario de la Armada reconoció públicamente su condición homosexual. Todo un hito, recalcaron algunos medios, pero la noticia no se comentó mayormente porque el país está entrando nuevamente en una fase en que la economía es lo que más importa. Aun así, es asunto merece un poco de atención.

Si bien Mauricio Ruiz actuó con permiso de la institución, no sabremos realmente qué piensan los marinos de esto; en Chile las Fuerzas Armadas no son deliberantes y ningún marino hará comentarios, salvo que quiera terminar su carrera. Nos queda, pues, a los civiles decir algo.

No vale la pena entrar a hablar de la homosexualidad, ya sabemos que hay sólo un discurso públicamente aprobado y la disidencia es duramente penada por la policía del pensamiento. Está demás entrar en las complejidades que implica introducir tensión sexual en un ambiente de convivencia estrecha, como puede ser un buque o un regimiento en campaña, y además altamente jerarquizado. Pero sí se puede hablar de las Fuerzas Armadas y lo que este tipo de cosas puede significar para ellas.

Comencemos por lo básico: la función de las Fuerzas Armadas es la defensa de la soberanía de la nación. Esto implica que la integración de la sociedad, el reflejo de la diversidad y otras buenas aspiraciones no son parte esencial de su función. Esas pueden ser funciones de la política, no de la defensa, pero la política tiende a ocupar más de lo que le corresponde.

Como la función de las FF. AA. es la defensa todo lo que reste de esta función debe ser evitado por ellas. Ahora bien, quién decide lo que suma y lo que resta en este ámbito es un tema delicado. En principio, deberían ser los propios integrantes de las FF.AA. ya que son ellos quienes mejor conocen su oficio. Pero los militares, marinos y aviadores no pueden hablar libremente sobre esto porque dependen de los políticos. El tema de las mujeres en las FF.AA., por ejemplo, ya es bastante delicado, pero no se puede tocar.

Los políticos, que deciden las leyes que gobiernan a las FF.AA., nombran a los comandantes en jefe y controlan el presupuesto, no suelen tener en mente la defensa de la soberanía, sino más bien la próxima elección y, por lo mismo, la sensibilidad del momento. De hecho, al juzgar por la injerencia de organismos internacionales en asuntos chilenos y la reciente pérdida de territorios, la soberanía parece importarles muy poco.

En este caso, un sector minoritario en Chile, con el apoyo moral de otros países, se ha servido de una de las ramas de las FF.AA. para promover una causa que nada tiene que ver con la defensa. Qué efectos pueda tener esto en la cohesión de las unidades militares y navales o en el compromiso de las FF.AA. con el resto de las instituciones del país, los civiles no lo sabremos: sólo nos enteraremos de lo que los interesados quieran mostrarnos. Probablemente no sea nada apocalíptico, pero sí un pequeño debilitamiento de las instituciones, que en vez de cumplir su misión, son usadas en pos de agendas ideológicas particulares.

martes, 19 de agosto de 2014

Los deberes de los estudiantes

Es curioso notar la cantidad de deberes (y el profundo sentido del deber) que tienen algunos de mis alumnos. El lenguaje en que los expresan es el más fuerte posible: “no puedo asistir a la próxima clase, porque tengo que jugar un partido de fútbol”, “no pude llegar a la prueba porque tuve que viajar” y cosas por el estilo. Llama la atención que la imposibilidad moral sea tan fuerte como una imposibilidad física. Kant, sin duda, estaría orgulloso de ellos.

Parte de mis propios deberes es liberarlos, mostrarles que lo que tienen que hacer no es tal. Son libres, o al menos, a partir de los dieciocho años, bastante libres. No tienen que asistir a clases, ni deben estudiar. Se supone que lo hacen porque quieren, pero es propio de la gente joven no saber muy bien lo que quiere.

La primera revelación viene cuando se dan cuenta de que no están obligados a ir a la universidad, ni a una universidad o carrera en particular. Algunos se sienten obligados por las circunstancias, lo cual hace desagradables sus estudios, pero poco a poco llegan a darse cuenta que esa obligación es condicional: tienen que ir a clases porque quieren titularse, tienen que titularse porque quieren ser profesionales y quieren que ser profesionales porque prefieren eso a la alternativa. Es el momento en que empiezan a verse como dueños de sus vidas.

El paso del “tengo que” o “debo” al “prefiero” o “quiero” es particularmente importante. Implica pasar de ser un objeto que es gobernado la necesidad de las fuerzas externas, a ser un sujeto que se gobierna a sí mismo. Asumir la propia libertad también implica empezar a hacerse responsable, puesto que uno es dueño los actos que van conformando la propia vida.

El querer, además, puede darse en distintos niveles. Puede referirse al momento (quiero o no quiero estudiar, quiero o no quiero ver un video), a un espacio de tiempo  más largo (quiero pasar el ramo) o a la vida como un todo (quiero ser una persona educada). Esta idea no es algo inmediatamente digerible. El querer de un momento puede ir contra lo que se quiere a largo plazo; libremente se puede hacer lo que en realidad no se quiere. Limitarse, a su vez, puede ser liberador.

Esto no hace las cosas más fáciles, en ningún caso. Hace que las excusas sean muy fuertes: “no quiero asistir a la próxima clase, porque quiero jugar un partido de fútbol, porque prefiero no quedar mal con mis compañeros”. Pero al menos hace que la realidad de las cosas y de la propia conducta sea más clara, y que esa compleja palabra, “deber”, se devalúe un poco menos. 

jueves, 14 de agosto de 2014

La Edad de Hierro en Chile

Hace unos días fui con unos amigos al visitar el antiguo fuerte de Penco, que es una de las construcciones más antiguas de la Región del Bío-Bío. Casi en la playa, con sus cañones apuntando al mar, evoca tiempos violentos, en los que los ataques de corsarios y piratas eran una amenaza real para la Capitanía General. No hace falta decir que el antiguo fuerte se encuentra completamente rayado, incluso el escudo de Castilla y León (una adición posterior), que está en la parte del frente, tiene algunas inscripciones hechas con punzón.

Y ahí vino el comentario de mi amigo: “en Europa esto no estaría así”. Estudiar largo tiempo en el extranjero hace que se extrañe la amistad, simpatía y calidez de los chilenos, pero a la vuelta, la comparación de paisajes urbanos puede ser una experiencia muy fuerte. El cuidado de los pocos monumentos históricos no es un tema de recursos; no hace falta ser rico para abstenerse de firmar un cañón. No sé si es un asunto de educación formal; una persona iletrada tendría menos motivos para dejar sus mensajes en un muro público. ¿Cómo se educa el sentido estético?

Pero un comentario así no podía dejarse pasar sin réplica. “Bueno, en la catedral de Santa Sofía (ahora la mezquita de Estambul) también hay algunos grafitis hechos por algún vikingo que quiso inscribir su nombre en caracteres rúnicos, con un punzón.  Sin olvidar lo mismo en el León del Pireo, en Venecia ”. Pero la respuesta fue rápida e inapelable: “Los vikingos que hicieron eso estaban en la Edad de Hierro”.

Quizás ese es el problema: la barbarie. Una barbarie sin épica ni heroísmo, que se limita a los actos vandálicos, muy lejana del mundo del honor descrito en las sagas. ¿Habrá descendido Chile, desde que se esculpió el escudo de Castilla y León en el antiguo fuerte de Penco? ¿Sería Chile un país más “moderno” en el s. XVII que en XXI? ¿Se puede ser un país “desarrollado” si los pocos monumentos históricos y casi todos los espacios públicos están rayados, si esos grafitis son el único horizonte de trascendencia de quienes los hacen?

Estudiar largo tiempo en el extranjero puede hacer que se llegue a pensar que los habitantes de los países del norte son más individualistas que los chilenos amistosos, simpáticos y cálidos. Pero el cuidado de los espacios públicos, el abstenerse de afirmar la propia individualidad rayándolos, muestra un sentido del bien común y de respeto por los otros que aquí se echa de menos. ¿En qué consistirá el tan ansiado “desarrollo”?

martes, 12 de agosto de 2014

Debate sobre matrimonio homosexual: nada que hacer. A propósito de un intercambio de opiniones.

Hace unos días leí el intercambio de opiniones sobre el matrimonio homosexual entre Robert P. George (en contra) y Jameson W. Doig (a favor) publicado en The Public Discourse. Los breves artículos se pueden encontrar aquíaquíaquí, y aquí. Me interesaba especialmente leer a Doig, para conocer mejor los argumentos de quienes aprueban el matrimonio entre personas del mismo sexo.

Me di cuenta de que en este debate no hay nada que hacer, o muy poco. El argumento de Doig–si es que llegaba a eso– se apoyaba casi completamente en el sentimentalismo (“¿cómo negarle el reconocimiento a dos personas que se aman, y más si se benefician con ello?”), ilustrado desde el primer momento con un caso conmovedor. Doig no fue capaz de hacerse cargo de ninguna de las objeciones de su contradictor, principalmente el porqué de la limitación del matrimonio a sólo dos personas.

Esto no quiere decir que no pueda haber un caso más sólido a favor del matrimonio entre personas del mismo sexo, pero Jameson W. Doig es profesor emérito de Princeton, una de las más prestigiosas universidades de los EE.UU., no era su primera incursión en el tema y se enfrentaba a uno de los principales defensores del matrimonio tradicional. No sé si se puede esperar algo más.

Para que haya un debate tiene que haber razonamiento, pero en la postura favorable al matrimonio homosexual había poco de eso. No hay malo en sí mismo en tener una posición basada en la subjetividad, el sentimiento o el gusto personal, pero una posición así no puede ser discutida o comprobada o falseada por medio de razonamientos, sólo compartida en la medida que el interlocutor comparta o asuma la misma sensibilidad. Es lo que ocurre cuando se habla de equipos de fútbol, comida o música, pero es distinto si se trata de cosas serias que afectan a la sociedad entera. 

Ahora bien, con el sentimiento no se puede argumentar. No hay debate posible. El sentimentalismo subjetivo es el mal de nuestra época, conclusión necesaria para un sujeto autónomo y cuya razón es la simple esclava de sus pasiones. ¿Qué hacer? Si no se puede argumentar se puede recurrir a la reducción al absurdo, que es lo que hizo Robert P. George en parte del intercambio. La ironía puede forzar a la inteligencia a ver conexiones hasta entonces ocultas y despertar la capacidad de discutir. Pero en este debate, como en otros, la cuestión de fondo no es sólo algo puntual, si dos personas del mismo sexo pueden casarse o no, sino si acaso existe una realidad independiente del sujeto que la inteligencia puede conocer y a la cual debe adecuarse, o si el sujeto mismo es el árbitro de la realidad. Es la cuestión en que se sustenta todo debate.

martes, 5 de agosto de 2014

El impulso conservador

“No experimenten con nuestros hijos” ha sido la declaración de la Confederación de Padres y Apoderados de Colegios Particulares Subvencionados. Es natural: lo que se puede ganar es incierto y lo que se puede perder, mucho. Ante una situación así surge el impulso conservador, nadie juega de esa manera con lo propio, con lo que se ama.

Quizás el ciudadano de a pie, ese que no lee a los intelectuales de moda en los medios de prensa alternativos y no puede darse el lujo de salir a marchar muy seguido porque tiene un horario que cumplir, no se comprometa con muchas causas. Es lógico, no se puede estar en todas las peleas, menos si se tiene que mantener una familia. Pero si ese ciudadano está dispuesto a dejar pasar muchas cosas, no quiere decir todo le dé lo mismo. Hay algunas que quiere conservar, las que siente como más propias.

El impulso conservador, aunque no esté muy a flor de piel en Chile -es cosa de ver lo poco que se cuida el paisaje o el lenguaje-, es propio de todo ser vivo, o de toda entidad moral, que no quiere desaparecer. Nace del amor que se tiene a uno mismo, o a lo propio –cercano a uno, que se quiere conservar. En la medida que falta ese amor la tendencia a la conservación se pierde: ahí es cuando se asumen riesgos de resultados inciertos, o simplemente se destruye.

La tendencia a conservar no puede ser ciega al hecho que la permanencia en el tiempo implica cambios, el inmovilismo puede llevar a la destrucción y el embalsamamiento presupone la muerte. Pero los cambios que se hacen en vistas a permanecer no pueden ser tan bruscos, extensos y repentinos que desfiguren radicalmente lo que se quiere conservar.

Los cambios radicales –revolución, retroexcavadora, etc. – al ser totales, suelen ir acompañados de riesgos difíciles de minimizar. Puesto de otra manera, una vez realizado el cambio radical, no hay vuelta atrás y si se perdió algo, es irrecuperable. El “Transantiago” es quizás el mejor ejemplo reciente de esto. Además, los cambios sociales radicales, como suelen venir de una elite intelectual y generan resistencia, tienden a destruir algo muy preciado, la paz social, que es uno de los bienes que se puede tener en común con otros. Los padres de niños de colegios subvencionados se dan cuenta de esto: lo que hay no es óptimo, pero al menos es real. Lo que viene puede ser cualquier cosa, sin derecho a devolución. La tendencia conservadora se centra en lo concreto existente y aprecia lo bueno que puede encontrar ahí, desconfía supuestos futuros que siempre prometen ser mejores.

El impulso conservador está latente, amenazas directas a algo tan cercano al corazón de las personas como son los hijos hacen que surja. Pero la reforma educacional no es la única que está en curso. ¿Seremos capaces de llegar a decir a los ingenieros sociales, que se apoyan con frecuencia en burocracias internacionales, “No experimenten con nuestro Chile”? Para eso hay que tener el corazón un poco más grande.