Es curioso notar la cantidad de deberes (y el profundo
sentido del deber) que tienen algunos de mis alumnos. El lenguaje en que los
expresan es el más fuerte posible: “no puedo asistir a la próxima clase, porque
tengo que jugar un partido de fútbol”, “no pude llegar a la prueba porque tuve
que viajar” y cosas por el estilo. Llama la atención que la imposibilidad moral
sea tan fuerte como una imposibilidad física. Kant, sin duda, estaría orgulloso
de ellos.
Parte de mis propios deberes es liberarlos, mostrarles que
lo que tienen que hacer no es tal. Son libres, o al menos, a partir de los
dieciocho años, bastante libres. No tienen que asistir a clases, ni deben
estudiar. Se supone que lo hacen porque quieren, pero es propio de la gente
joven no saber muy bien lo que quiere.
La primera revelación viene cuando se dan cuenta de que no
están obligados a ir a la universidad, ni a una universidad o carrera en
particular. Algunos se sienten obligados por las circunstancias, lo cual hace
desagradables sus estudios, pero poco a poco llegan a darse cuenta que esa
obligación es condicional: tienen que ir a clases porque quieren titularse, tienen
que titularse porque quieren ser profesionales y quieren que ser profesionales
porque prefieren eso a la alternativa. Es el momento en que empiezan a verse
como dueños de sus vidas.
El paso del “tengo que” o “debo” al “prefiero” o “quiero” es
particularmente importante. Implica pasar de ser un objeto que es gobernado la
necesidad de las fuerzas externas, a ser un sujeto que se gobierna a sí mismo.
Asumir la propia libertad también implica empezar a hacerse responsable, puesto
que uno es dueño los actos que van conformando la propia vida.
El querer, además, puede darse en distintos niveles. Puede
referirse al momento (quiero o no quiero estudiar, quiero o no quiero ver un
video), a un espacio de tiempo más largo
(quiero pasar el ramo) o a la vida como un todo (quiero ser una persona educada).
Esta idea no es algo inmediatamente digerible. El querer de un momento puede ir
contra lo que se quiere a largo plazo; libremente se puede hacer lo que en
realidad no se quiere. Limitarse, a su vez, puede ser liberador.
Esto no hace las cosas más fáciles, en ningún caso. Hace que
las excusas sean muy fuertes: “no quiero asistir a la próxima clase, porque quiero
jugar un partido de fútbol, porque prefiero no quedar mal con mis compañeros”.
Pero al menos hace que la realidad de las cosas y de la propia conducta sea más
clara, y que esa compleja palabra, “deber”, se devalúe un poco menos.
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