martes, 5 de agosto de 2014

El impulso conservador

“No experimenten con nuestros hijos” ha sido la declaración de la Confederación de Padres y Apoderados de Colegios Particulares Subvencionados. Es natural: lo que se puede ganar es incierto y lo que se puede perder, mucho. Ante una situación así surge el impulso conservador, nadie juega de esa manera con lo propio, con lo que se ama.

Quizás el ciudadano de a pie, ese que no lee a los intelectuales de moda en los medios de prensa alternativos y no puede darse el lujo de salir a marchar muy seguido porque tiene un horario que cumplir, no se comprometa con muchas causas. Es lógico, no se puede estar en todas las peleas, menos si se tiene que mantener una familia. Pero si ese ciudadano está dispuesto a dejar pasar muchas cosas, no quiere decir todo le dé lo mismo. Hay algunas que quiere conservar, las que siente como más propias.

El impulso conservador, aunque no esté muy a flor de piel en Chile -es cosa de ver lo poco que se cuida el paisaje o el lenguaje-, es propio de todo ser vivo, o de toda entidad moral, que no quiere desaparecer. Nace del amor que se tiene a uno mismo, o a lo propio –cercano a uno, que se quiere conservar. En la medida que falta ese amor la tendencia a la conservación se pierde: ahí es cuando se asumen riesgos de resultados inciertos, o simplemente se destruye.

La tendencia a conservar no puede ser ciega al hecho que la permanencia en el tiempo implica cambios, el inmovilismo puede llevar a la destrucción y el embalsamamiento presupone la muerte. Pero los cambios que se hacen en vistas a permanecer no pueden ser tan bruscos, extensos y repentinos que desfiguren radicalmente lo que se quiere conservar.

Los cambios radicales –revolución, retroexcavadora, etc. – al ser totales, suelen ir acompañados de riesgos difíciles de minimizar. Puesto de otra manera, una vez realizado el cambio radical, no hay vuelta atrás y si se perdió algo, es irrecuperable. El “Transantiago” es quizás el mejor ejemplo reciente de esto. Además, los cambios sociales radicales, como suelen venir de una elite intelectual y generan resistencia, tienden a destruir algo muy preciado, la paz social, que es uno de los bienes que se puede tener en común con otros. Los padres de niños de colegios subvencionados se dan cuenta de esto: lo que hay no es óptimo, pero al menos es real. Lo que viene puede ser cualquier cosa, sin derecho a devolución. La tendencia conservadora se centra en lo concreto existente y aprecia lo bueno que puede encontrar ahí, desconfía supuestos futuros que siempre prometen ser mejores.

El impulso conservador está latente, amenazas directas a algo tan cercano al corazón de las personas como son los hijos hacen que surja. Pero la reforma educacional no es la única que está en curso. ¿Seremos capaces de llegar a decir a los ingenieros sociales, que se apoyan con frecuencia en burocracias internacionales, “No experimenten con nuestro Chile”? Para eso hay que tener el corazón un poco más grande.

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