martes, 22 de diciembre de 2015

La novedad de la Navidad

Los estados modernos son laicos. “Chile es un Estado laico”, no cesan de repetir los laicistas que olvidan que laico no significa oficialmente ateo. Sí, por supuesto, así lo dice nuestra tan vilipendiada constitución. Que la Iglesia, en este territorio, sea anterior al Estado no tiene por qué significar mucho. (El seminario de Concepción, por ejemplo, fue fundado en 1568, lo que lo hace una de las instituciones más antiguas de Chile). No importa, porque la Iglesia seguirá existiendo en este territorio mucho después de que el Estado –laico o no– haya dejado de existir. Pero podemos dejar de lado las cuestiones cronológicas por un momento; que el Estado sea laico, que la Iglesia esté separada del gobierno es, irónicamente, una idea cristiana, porque para que haya separación entre Iglesia y Estado primero ha de haber distinción entre Iglesia y Estado, entre religión y política, y eso es algo típicamente (judeo)cristiano: la fórmula “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, que a nosotros nos parece tan obvia, fue bastante novedosa en su momento. Sí, el Estado puede ser laico sólo porque la cultura es cristiana; dónde la cultura no es cristiana el césar tiende a creerse dios.

Esta breve consideración sirve para mostrar que para nosotros el cristianismo, y sus implicancias culturales, es algo tan natural que no llegamos a darnos cuenta todo lo presente que está. Si algunos quieren quitar los pesebres y otras imágenes de los lugares públicos para preservar una supuesta neutralidad, a nadie, sin embargo, se le ocurriría suprimir el descanso dominical por su procedencia religiosa: siendo de origen cristiano es parte tan fundamental de la cultura que no puede eliminarse sin gran daño, aunque su sentido esté olvidado. Pero habría que preguntarse cuánto tiempo puede sobrevivir una institución desvinculada de sus fuentes (de hecho, en nuestro país el descanso dominical no pudo imponerse a consideraciones más mundanas). Habría que considerar qué pasa con una cultura que le da la espalda a sus raíces y qué es lo que viene después.  Así, aunque la fiesta de Navidad se vea vaciada de sentido y ahogada en un frenesí de compras, en algún momento conviene preguntarse el por qué y el para qué de esta celebración.

Un mundo que socava sus fundamentos cristianos podrá conservar muchas de las cosas buenas que trajo el cristianismo, como la Universidad o la música sacra (y por lo demás, también se puede vivir sin ellas); además, el paganismo pre-cristiano tuvo sus grandes logros, por lo que habría que indagar cuál es la novedad del cristianismo si es que hemos de tomarnos en serio la Navidad. Sin entrar propiamente en teología, se puede decir que el cristianismo ha sido la única fuerza en la historia capaz de poner límite al ejercicio del poder de un hombre sobre otro: la exaltación de la humildad y del servicio, la noción de la igualdad de los hombres, son cosas que simplemente no tenían cabida en el mundo pre-cristiano. Son cosas que, si se mira de cerca, se descubren en el Pesebre, pero encontrar la razón de ellas implica llegar a un hecho que remecería la cultura actual, como lo hizo con el mundo pagano en que nació.

martes, 15 de diciembre de 2015

“No me conocen”

La presidente ha hablado en cadena nacional: “no me conocen”, dijo. Fuertes palabras para alguien que lleva tantos años expuesta a la mirada pública. Tan fuertes, que hasta un conocido columnista llegó, precisamente, a desconocerla: no parecía ser la señora amable y sonriente a la que estábamos acostumbrados. ¿Irían dirigidas estas palabras sólo a sus adversarios políticos, a quienes frustraron su proyecto de gratuidad selectiva para la educación superior, o a todos los chilenos? A raíz de esto, vale la pena plantearse seriamente si acaso conocemos a nuestra presidente, y por extensión, a todos lo que ocupan cargos de elección popular. ¿La conocíamos? Teníamos una imagen suya, y a través de esa imagen, una conexión emocional. ¿Pero sabíamos, sabemos, quién es, qué piensa Michelle Bachelet? Si algo hubo características notorias durante la pre-campaña y la campaña presidencial, fueron la indefinición y el silencio.

La política actual, bien lo sabemos, tiene mucho de publicidad, y el producto no es de nicho, sino masivo, por lo que hay que ocultar todo lo que pueda asustar los grupos particulares, para ganar la mayor adhesión posible. El problema es que no hay a quien recurrir si la publicidad es engañosa. La imagen acogedora de Michelle Bachelet, con la que ganó a las multitudes, fue interrumpida algunas veces cuando se salió de libreto: un discurso a fines del 2005, la respuesta a un estudiante, un video con delantal blanco… y ahora. Pero esa faceta no era completamente desconocida. La Bachelet ideológica y radical (odiosa) estaba presente en su pasado en la izquierda extra-parlamentaria y, antes todavía, en su vinculación con organizaciones terroristas. La prensa, tan dócil, no hizo mayores esfuerzos en darla a conocer. Mejor no hacer preguntas incómodas. La oposición tampoco lo hizo mejor: mientras que el electorado se quedaba con imágenes atrayentes y promesas vagas, la oposición sabía, o debía saber, lo que se venía, y no fue capaz de mostrar quién era Michelle Bachelet en realidad. Aun así este segundo gobierno suyo tuvo, desde el comienzo, una impronta distinta del anterior; estábamos empezando a conocerla.

Ella, en cierto modo, ha reconocido el juego publicitario, el ocultamiento de la realidad mediante la imagen. Nos lo ha dicho: “no me conocen”. La imagen que encanta, que vende, por la que se vota, es eso, sólo una imagen, producida por la publicidad puesta al servicio de una voluntad de ganar, que poco tiene que ver con representar al electorado. En otras palabras, un engaño. Son raros los momentos en que estas cosas se reconocen en política, es de esperar que el resultado sea una oposición más despierta y un electorado más crítico.

martes, 8 de diciembre de 2015

Recuperar la confianza

Después de un año de crisis y escándalos se habla de recuperar la confianza. El problema es que la confianza no se recupera de la misma manera en que se recuperan otras cosas, hay que ganársela. De alguna manera, hablar de recuperar la confianza es trasladar el problema: está claro, la gente no confía, pero eso no es culpa de la gente, es culpa de quienes no son confiables. Se podría tomar una postura más extrema todavía: si uno se entera de lo que realmente pasa en los lugares de difícil acceso, el llamado no sería a recuperar la confianza sino a desconfiar más todavía. De hecho, es buena una cierta desconfianza del ciudadano de a pie hacia el poder: los políticos y demases son seres humanos y como tales pueden caer en las mismas tentaciones que cualquiera, pero por estar tan encumbrados están expuestos a más y mayores tentaciones que un simple común.

No basta con llamar a recuperar la confianza, es necesario reconstruirla con acciones reales. Algo que podría contribuir a reconstruir la confianza destruida es que quienes están en posición de aprovecharse de sus semejantes limiten, precisamente, el poder que les permite o incentiva a hacerlo. Límites a reelecciones, prohibición de contratar parientes, límites en bonos y asignaciones, etc. son algunas ideas sencillas que circulan. Es difícil que lleguen a implementarse: casi no se conocen ejemplos de personas que habiendo alcanzo una alta cuota de poder hayan decidido reducirlo por su propia iniciativa.

Por otra parte, en un nivel más pequeño y personal, también existe desconfianza, en parte, quizás, porque muchas acciones que traicionan algún tipo de confianza son bastante frecuentes (como el robo hormiga, la copia en pruebas, la evasión en el Transantiago, el trabajo mal hecho…). En estos casos la recuperación de la confianza pasa por acciones personales que hagan a cada uno digno de confianza; el problema es que parece que nadie querrá ser el primero. Como en el caso anterior, hay que estar dispuesto a perder.

Sin embargo, el asunto urge. Una sociedad –como cualquier otra cosa– puede mantenerse entera por la cohesión interna de sus miembros o porque una fuerza externa les impide separarse. Las fuerzas externas que mantienen unidos a los miembros de una sociedad (relaciones de conveniencia o dependencia, inercia, amenaza de fuerza, etc.) en algún momento pueden faltar y, si eso es todo lo que hay, se produce la disgregación. La poca confianza que hay en Chile, entre ciudadanos y de los ciudadanos hacia las distintas instituciones, es síntoma de que somos una sociedad débil, casi un grupo de personas que viven –porque no les queda otra– en un mismo espacio, más que una sociedad propiamente tal. Para recuperar la confianza perdida hace falta algo más que un vago llamado. Si lo que está en juego es la unión entre las personas que comparten territorio, historia y creencias, habrá que buscar un fundamento más hondo para evitar la disolución. 

jueves, 26 de noviembre de 2015

Variaciones sobre un concierto

El incidente del concierto de la Nueva Canción Chilena en la Universidad de los Andes me dejó con gusto a poco. Lo que podría haber dado lugar a una buena discusión sobre la relación entre ética y estética simplemente no estuvo a la altura. Sin ser experto en el tema, trataré de abordar esas cuestiones, que si no interesan a los que se esforzaron en mostrar su apertura de mente, podrían interesar a algunos pocos.

Se podría empezar por lo fácil: la relación entre la vida moral del artista y la obra de arte, aunque esto nunca estuvo realmente en disputa. La respuesta, con frecuencia, es que no hay relación, o muy poca. No en vano suele recordar un conocido crítico de arte chileno que Caravaggio era un espadachín, pero sería difícil deducir eso mirando La vocación de Mateo o El prendimiento de Cristo. Aunque la vida del artista esté lejos de ser ejemplar, su obra puede incluso ser edificante. La vida desordenada del artista no sería una razón para objetar  una obra de arte. Sin embargo, el autor no puede sino estar presente en su obra (el asunto es cómo). Tengo un amigo que por esa razón prefiere no leer libros de autores suicidas (por mi parte, no tengo problemas con Zweig, Márai o Hemingway).

Pero esta breve consideración puede llevarnos un poco más lejos. Podría uno preguntarse si acaso la obra de un autor no depende tanto de algún aspecto específico de su vida sino de su sustrato cultural, y qué puede implicar eso. Caravaggio, siendo un pendenciero, no podría sino haber pintado cuadros religiosos, dado su tiempo y lugar. Sin duda que su arte es cristiano, ¿pero una exposición de sus cuadros podría ser considerada como un patrocinio del cristianismo que representa?, o puesto de otra forma ¿es separable, en esas obras, el cristianismo de la belleza? Si la respuesta parece ser afirmativa en este caso, podemos plantear la misma pregunta respecto a otro tipo de obras de arte, pasando de la vida del autor a su intención expresa. Tomemos, por ejemplo, las novelas de Evelyn Waugh. El ambiente de Waugh no era un ambiente católico, pero sus novelas sí lo son (además de ser excelentes como novelas). En este caso, dada la intención del autor, es más difícil separar la idea que da origen a la obra de la obra misma. Podemos empezar a hablar de una ética de la obra misma, además de la ética del autor, aunque sea la intención del autor la que produce la ética de la obra. Podría plantearse la pregunta si acaso puede haber, o tiene sentido, arte que sea pura expresión de belleza sin referencia a nada más.

Y si hay una ética de la obra y del artista, también hay una ética del receptor. La obra puede recibirse de manera distinta a la prevista por el autor. Así, una pintura explícitamente cristiana podría ser apreciada sólo por la belleza de sus formas, o un discurso político considerado sólo en cuanto a su estilo. Habría que ver hasta dónde es posible esto; si bien las características de un objeto (su belleza) pueden ser separadas del objeto en la mente, en la realidad el objeto sigue siendo uno. Dicho de otro modo, más que la belleza, existen las cosas bellas, y como son cosas, además de bellas tienen otras cualidades. Parecería que no se hace justicia a la obra de arte si se la considera de manera tan parcial. Lo bello no es sólo bello y punto: puede ser bello y verdadero, o bello y falso. La misma literatura, desde los cuentos tradicionales hasta el Fausto de Goethe muestra que lo malo o lo falso pueden revestirse de formas bellas (de hecho, esas serían unas de sus pocas maneras de atraer).

Para ir terminando, el receptor, además de apreciar una obra en su totalidad o parcialmente puede apreciarla según la mente del autor, o de manera científica. Habría que ver si se puede apreciar plenamente una obra de arte al margen de la intención del autor, o si la investigación crítica es equivalente a la admiración. Son cuestiones que exigirían más espacio, quizás haya que esperar a un nuevo concierto para poder conversar sobre esto con una mente abierta a la totalidad de una obra de arte. En todo caso, me parece que aceptar por igual a toda forma de arte es no tomarse el arte suficientemente en serio.

martes, 24 de noviembre de 2015

Concierto en la Universidad de los Andes

Quienes saben a qué alude el título de esta columna ya conocen la historia, y los que no, pueden revisar los diarios si es que les interesa saber. El intercambio de argumentos que este incidente ha generado ha sido interesante, pero aun así, como dijo Chesterton, en muchas conversaciones modernas, lo innombrable es la base de toda la discusión. Y aunque se haya hablado de tolerancia y de universalidad, hay algunas cosas en esta discusión que quedaron en la penumbra.

Tienen razón quienes dicen que es perfectamente legítimo admirar las cualidades de los adversarios, sin teñirlo todo con la lógica del conflicto. Si uno quiere ir al extremo, el mismo Cristo hace esto en el Evangelio, al poner como ejemplo la astucia de los "hijos de las tinieblas" cuando alaba la inteligencia del administrador injusto. Sin embargo, en la base de esta controversia hay algo más que la mera admiración de un tipo de música cantada por personas que no comparten las ideas de la institución que la presenta. Se trata de la legitimidad social que tiene el comunismo. Es sorprendente que un sistema totalitario, el que ha causado más muertes en el mundo, tenga tanta tribuna en una sociedad como la nuestra. No vale la pena entrar en las razones de ello, que son múltiples, pero es algo no debiera ser. Es inimaginable lo mismo para otros sistemas totalitarios.

Si se pone atención, los ejemplos que se usaron para mostrar que es legítima la admiración del adversario iban todos en la misma dirección. Nadie, aunque piense distinto, se opondría si se dice que se admira el patriotismo de Lagos, la simpatía de Bachelet o la valentía de Escalona. ¿Pero alguien se atrevería a decir –sin temor a escándalo– que admira la visión de estado de Augusto Pinochet, por ejemplo? Es que sólo se puede admirar lo que está pre-aprobado.

No se trata de condenar a personas particulares, sino de tomarse en serio las ideas y los medios que se usan para difundirlas. Respecto de esto es de especial interés la música, que tiene la capacidad para inculcar en el alma sentimientos y disposiciones sin que pasen por el examen de la razón. Esto lo advirtió Platón hace veinticinco siglos en la República y lo reiteró Alan Bloom en El cierre de la mente moderna. Es realmente sorprendente que entre académicos no haya habido mayor mención sobre el rol de la música en la educación de los jóvenes. (Quizás porque es una batalla tan perdida que sólo alguien como Bloom pudo atreverse a alzar la pluma.)

Es que no es tan sencillo resolver el problema de la relación entre la ética y la estética de una obra de arte. Una breve anécdota personal podría ser ilustrativa: cuando empecé a interesarme por el cine un amigo me dijo que sería interesante conocer los documentales de Leni Riefenstahl. Casi no me atreví a pedir en voz alta El triunfo de la voluntad, en aquel videoclub alternativo, cerca de la universidad de Columbia. Cuando lo hice, una de las personas presentes me miró extrañada y dijo "eso es propaganda nazi". Una señora mayor se limitó a añadir "pero está hermosamente filmada". Se pueden reconocer ambas cosas; en nuestro mundo caído el bien y la belleza no van estrictamente unidos, pero eso no implica, jamás, que haya que dar reconocimiento público a quienes pusieron sus talentos artísticos al servicio de una ideología totalitaria (y nos cuesta convencernos de que el comunismo lo es, tanto y más que cualquier otra). Hay que distinguir entre investigar, admirar (parcialmente) y rendir tributo.

El asunto de la prudencia en la acción frente situaciones como ésta queda para otra ocasión.

martes, 17 de noviembre de 2015

El latín y el inglés

Desde hace algunas semanas han aparecido varios artículos en el principal diario nacional en los que varios académicos defienden la enseñanza del latín. Es bonito leer tales cosas pero, por supuesto, nada va a cambiar. El estudio del latín no volverá a nuestros mejores colegios y universidades y seguiremos siendo bárbaros. Es común que se defienda la enseñanza de una lengua muerta desde un punto de vista utilitario: se dice que el estudio del latín es muy útil para el estudio de la gramática castellana (y a la inversa, el estudio de la gramática castellana es útil para aprender latín) y para entrenar la mente en el arte del pensamiento riguroso.  Si se trata de utilidad siempre habrá formas más prácticas de aprender gramática castellana (como estudiarla directamente) o rigor a la hora de pensar (cómo estudiar lógica).

El problema del latín es similar al de los idiomas modernos que se enseñan en Chile y es similar al problema de la educación chilena en general: el utilitarismo. Si se enseña inglés en vez latín o griego, no es que se suponga que la lectura de Shakespeare en su lengua original sea preferible a la lectura de Cicerón en su lengua original, es sólo que el inglés permite hacer más y mejores negocios. No es que eso sea algo malo, pero un idioma es más que una herramienta para generar ingresos, y una educación es algo más que una herramienta para generar ingresos. El problema es que eso sólo puede saberlo una persona educada, por lo mismo, no es fácil salir del problema, ni siquiera estudiando latín.

Es casi obvio que la educación no puede ser sólo una herramienta para conseguir ingresos: si la vida del ser humano se agotara en el mismo mantenerse vivo, no tendría sentido. Pero si después de conseguir el sustento –techo, comida y abrigo– lo único que se busca es la satisfacción de las pasiones (de manera más o menos sofisticada), se vive como un irracional (más o menos sofisticado).  Quizás la falta de un sentido no-utilitario para la educación explica el comportamiento de gran parte de la población educada o en vías de educarse. La solución no pasa tanto por enseñar latín, sino por afirmar que el ser humano está hecho para la vida del intelecto, sea cual sea su forma de ganarse la vida. Si se es capaz de gozar de lo bello y de lo verdadero, sin ninguna consideración utilitaria, entonces se puede entender el sentido de estudiar una lengua que ya no se habla. Si se busca la comprensión del mundo, no para dominarlo, sino simplemente porque eso permite el propio conocimiento, el conocer la lengua de la cultura que dio origen a la nuestra puede hasta resultar atractivo. Pero si se trata de estudiar sólo para ganarse unos pesos, pocos o muchos, cualquier estudio resulta tedioso, y sólo unas pocas materias, útiles.

martes, 10 de noviembre de 2015

Colusiones y codicia

“El mercado es cruel” fue una de las frases famosas de Patricio Aylwin. La competencia salvaje es una de las cosas que se le critica al sistema de libre mercado. Por supuesto: la competencia exige innovar, perfeccionarse, ser más eficiente, creativo… Es mucho más cómodo tener la seguridad de que las cosas se van a mantener como están, pero para eso hay que amarrar algunas piezas móviles.  Lo curioso, o no tanto, es que los grandes empresarios comparten estos sentimientos, y si algo ha dejado el escándalo que han causado los últimos casos de colusión, es una reivindicación del libre intercambio; el control de precios (antes practicado por el Estado) ya no parece una medida tan sensata, aunque genere estabilidad. La gente se da cuenta de que la competencia es beneficiosa para ella. Por otra parte, los grandes empresarios que tanto se han beneficiado de una economía libre no parecen entender que el sistema puede ser reventado desde dentro –y desprestigiado hacia afuera– por conductas como las que hemos visto. Hay ciertas cosas, como el mismo mercado, que no pueden ser privatizadas: siempre requieren de acción  en común.

El sentimiento que esto ha generado es de indignación, que da lugar a juicios mediáticos, linchamientos en las redes sociales y cosas por el estilo. Es natural, la impotencia es de las cosas que dan más rabia. Pero esta indignación pública no es fácil de manejar porque, colectivamente, hemos renunciado a aquello que nos permitiría comprenderla. El problema no es técnico, sino moral. Sobre lo técnico se pueden decir muchas cosas, incluso que las últimas colusiones no han dañado al mercado puesto que no impedían la entrada de nuevos jugadores (si los precios hubieran sido demasiado altos, otros hubieran entrado a competir, pero no lo hicieron), pero lo importante no está ahí. El problema está primero en el corazón del hombre. ¿Por qué unas personas que tienen mucho quieren todavía más? Existía un nombre para eso: codicia. Nadie está a favor de la codicia, claro, pero como la codicia es un amor excesivo por las riquezas, la mentalidad contemporánea naufraga ante un concepto como ese. ¿Quién puede decirle a otro que lo que ama, o cómo lo ama, no está bien? Si cada uno tiene su moral personal, la codicia puede ser tan buena como la generosidad (como lo explica el tango “Cambalache”). Es verdad que para convivir ha de haber reglas comunes, pero de ahí a decir que una conducta o disposición es objetivamente mala…

Por supuesto, aquí se está olvidando algo, que el relativismo contemporáneo se ha protegido introduciendo una salvedad: cada uno define lo que es bueno para sí, siempre que no dañe a los demás. Esto puede servir de consuelo, hasta que surge el desacuerdo sobre lo que constituye daño, o hasta que alguien simplemente decide ignorar la salvedad porque es suficientemente poderoso como para hacerlo sin mayores consecuencias. Y surge la indignación ante el atropello, pero sin la capacidad real de comprender lo que ha ocurrido.