Los estados modernos son laicos. “Chile es un Estado laico”, no cesan de repetir los laicistas que olvidan que laico no significa oficialmente ateo. Sí, por supuesto, así lo dice nuestra tan vilipendiada constitución. Que la Iglesia, en este territorio, sea anterior al Estado no tiene por qué significar mucho. (El seminario de Concepción, por ejemplo, fue fundado en 1568, lo que lo hace una de las instituciones más antiguas de Chile). No importa, porque la Iglesia seguirá existiendo en este territorio mucho después de que el Estado –laico o no– haya dejado de existir. Pero podemos dejar de lado las cuestiones cronológicas por un momento; que el Estado sea laico, que la Iglesia esté separada del gobierno es, irónicamente, una idea cristiana, porque para que haya separación entre Iglesia y Estado primero ha de haber distinción entre Iglesia y Estado, entre religión y política, y eso es algo típicamente (judeo)cristiano: la fórmula “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, que a nosotros nos parece tan obvia, fue bastante novedosa en su momento. Sí, el Estado puede ser laico sólo porque la cultura es cristiana; dónde la cultura no es cristiana el césar tiende a creerse dios.
Esta breve consideración sirve para mostrar que para nosotros el cristianismo, y sus implicancias culturales, es algo tan natural que no llegamos a darnos cuenta todo lo presente que está. Si algunos quieren quitar los pesebres y otras imágenes de los lugares públicos para preservar una supuesta neutralidad, a nadie, sin embargo, se le ocurriría suprimir el descanso dominical por su procedencia religiosa: siendo de origen cristiano es parte tan fundamental de la cultura que no puede eliminarse sin gran daño, aunque su sentido esté olvidado. Pero habría que preguntarse cuánto tiempo puede sobrevivir una institución desvinculada de sus fuentes (de hecho, en nuestro país el descanso dominical no pudo imponerse a consideraciones más mundanas). Habría que considerar qué pasa con una cultura que le da la espalda a sus raíces y qué es lo que viene después. Así, aunque la fiesta de Navidad se vea vaciada de sentido y ahogada en un frenesí de compras, en algún momento conviene preguntarse el por qué y el para qué de esta celebración.
Un mundo que socava sus fundamentos cristianos podrá conservar muchas de las cosas buenas que trajo el cristianismo, como la Universidad o la música sacra (y por lo demás, también se puede vivir sin ellas); además, el paganismo pre-cristiano tuvo sus grandes logros, por lo que habría que indagar cuál es la novedad del cristianismo si es que hemos de tomarnos en serio la Navidad. Sin entrar propiamente en teología, se puede decir que el cristianismo ha sido la única fuerza en la historia capaz de poner límite al ejercicio del poder de un hombre sobre otro: la exaltación de la humildad y del servicio, la noción de la igualdad de los hombres, son cosas que simplemente no tenían cabida en el mundo pre-cristiano. Son cosas que, si se mira de cerca, se descubren en el Pesebre, pero encontrar la razón de ellas implica llegar a un hecho que remecería la cultura actual, como lo hizo con el mundo pagano en que nació.
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