Después de un año de crisis y escándalos se habla de
recuperar la confianza. El problema es que la confianza no se recupera de la
misma manera en que se recuperan otras cosas, hay que ganársela. De alguna
manera, hablar de recuperar la confianza es trasladar el problema: está claro,
la gente no confía, pero eso no es culpa de la gente, es culpa de quienes no
son confiables. Se podría tomar una postura más extrema todavía: si uno se
entera de lo que realmente pasa en los lugares de difícil acceso, el llamado no
sería a recuperar la confianza sino a desconfiar más todavía. De hecho, es
buena una cierta desconfianza del ciudadano de a pie hacia el poder: los
políticos y demases son seres humanos y como tales pueden caer en las mismas
tentaciones que cualquiera, pero por estar tan encumbrados están expuestos a
más y mayores tentaciones que un simple común.
No basta con llamar a recuperar la confianza, es necesario reconstruirla
con acciones reales. Algo que podría contribuir a reconstruir la confianza
destruida es que quienes están en posición de aprovecharse de sus semejantes
limiten, precisamente, el poder que les permite o incentiva a hacerlo. Límites
a reelecciones, prohibición de contratar parientes, límites en bonos y
asignaciones, etc. son algunas ideas sencillas que circulan. Es difícil que
lleguen a implementarse: casi no se conocen ejemplos de personas que habiendo
alcanzo una alta cuota de poder hayan decidido reducirlo por su propia
iniciativa.
Por otra parte, en un nivel más pequeño y personal, también
existe desconfianza, en parte, quizás, porque muchas acciones que traicionan
algún tipo de confianza son bastante frecuentes (como el robo hormiga, la copia
en pruebas, la evasión en el Transantiago, el trabajo mal hecho…). En estos
casos la recuperación de la confianza pasa por acciones personales que hagan a
cada uno digno de confianza; el problema es que parece que nadie querrá ser el
primero. Como en el caso anterior, hay que estar dispuesto a perder.
Sin embargo, el asunto urge. Una sociedad –como cualquier otra
cosa– puede mantenerse entera por la cohesión interna de sus miembros o porque
una fuerza externa les impide separarse. Las fuerzas externas que mantienen
unidos a los miembros de una sociedad (relaciones de conveniencia o dependencia,
inercia, amenaza de fuerza, etc.) en algún momento pueden faltar y, si eso es
todo lo que hay, se produce la disgregación. La poca confianza que hay en Chile,
entre ciudadanos y de los ciudadanos hacia las distintas instituciones, es síntoma
de que somos una sociedad débil, casi un grupo de personas que viven –porque no
les queda otra– en un mismo espacio, más que una sociedad propiamente tal. Para
recuperar la confianza perdida hace falta algo más que un vago llamado. Si lo
que está en juego es la unión entre las personas que comparten territorio, historia
y creencias, habrá que buscar un fundamento más hondo para evitar la disolución.
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