La presidente ha hablado en cadena nacional: “no me conocen”, dijo. Fuertes palabras para alguien que lleva tantos años expuesta a la mirada pública. Tan fuertes, que hasta un conocido columnista llegó, precisamente, a desconocerla: no parecía ser la señora amable y sonriente a la que estábamos acostumbrados. ¿Irían dirigidas estas palabras sólo a sus adversarios políticos, a quienes frustraron su proyecto de gratuidad selectiva para la educación superior, o a todos los chilenos? A raíz de esto, vale la pena plantearse seriamente si acaso conocemos a nuestra presidente, y por extensión, a todos lo que ocupan cargos de elección popular. ¿La conocíamos? Teníamos una imagen suya, y a través de esa imagen, una conexión emocional. ¿Pero sabíamos, sabemos, quién es, qué piensa Michelle Bachelet? Si algo hubo características notorias durante la pre-campaña y la campaña presidencial, fueron la indefinición y el silencio.
La política actual, bien lo sabemos, tiene mucho de publicidad, y el producto no es de nicho, sino masivo, por lo que hay que ocultar todo lo que pueda asustar los grupos particulares, para ganar la mayor adhesión posible. El problema es que no hay a quien recurrir si la publicidad es engañosa. La imagen acogedora de Michelle Bachelet, con la que ganó a las multitudes, fue interrumpida algunas veces cuando se salió de libreto: un discurso a fines del 2005, la respuesta a un estudiante, un video con delantal blanco… y ahora. Pero esa faceta no era completamente desconocida. La Bachelet ideológica y radical (odiosa) estaba presente en su pasado en la izquierda extra-parlamentaria y, antes todavía, en su vinculación con organizaciones terroristas. La prensa, tan dócil, no hizo mayores esfuerzos en darla a conocer. Mejor no hacer preguntas incómodas. La oposición tampoco lo hizo mejor: mientras que el electorado se quedaba con imágenes atrayentes y promesas vagas, la oposición sabía, o debía saber, lo que se venía, y no fue capaz de mostrar quién era Michelle Bachelet en realidad. Aun así este segundo gobierno suyo tuvo, desde el comienzo, una impronta distinta del anterior; estábamos empezando a conocerla.
Ella, en cierto modo, ha reconocido el juego publicitario, el ocultamiento de la realidad mediante la imagen. Nos lo ha dicho: “no me conocen”. La imagen que encanta, que vende, por la que se vota, es eso, sólo una imagen, producida por la publicidad puesta al servicio de una voluntad de ganar, que poco tiene que ver con representar al electorado. En otras palabras, un engaño. Son raros los momentos en que estas cosas se reconocen en política, es de esperar que el resultado sea una oposición más despierta y un electorado más crítico.
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