Si solo una persona –o unas pocas– quebrantan una ley, tenemos un crimen. Si lo
hacen todos –o casi todos– tenemos una
crisis. Puede ser que la ley sea inadecuada (cuando la ley quiebra a los
ciudadanos, los ciudadanos quebrantan la ley) o que la población sea depravada.
No es que esta crisis abarque a toda la población, pero sí a muchos (¿casi
todos?) de los que tienen que ver con el financiamiento de las campañas
políticas, que es el primer ámbito de la crisis.
Para salir de una crisis se puede aplicar la ley a rajatabla,
caiga quien caiga, y eso suele implicar que van a caer casi todos, o se puede
mirar para el lado. Lo primero sólo beneficiaría a los pocos que esperan salir
libres de polvo y paja, y para hacerlo se requiere de una gran fuerza que
respalde a la autoridad. Generalmente se prefiere lo segundo: estamos en
democracia y las leyes las hacen las mayorías; y en este caso es aun más cierto
que quienes han cometido los delitos son los hacen las leyes. Por lo demás,
cuando nadie obedece las leyes se produce un colapso del sistema, la mayoría le
dobla la mano al orden: una crisis social. El financiamiento de las campañas
políticas no es el único lugar donde pasa esto, es cosa de ver la copia en el
ámbito académico o el consumo de marihuana. Los hechos se imponen y la
autoridad es impotente para hacer valer la ley para todos por igual.
En nuestro caso se produce una situación curiosa: si bien
los que han cometido los delitos tienen el poder de absolverse o de ignorar lo
que han hecho (es cosa de ver el comportamiento del Servicio de Impuestos
Internos), la mayoría que otorga el poder mediante el voto no está dispuesta a
perdonar. Pero esa mayoría no tiene los medios o a quien dirigirse para
resolver la crisis. Se produce una tensión entre dos elementos que se necesitan
mutuamente, pero que no se soportan. La clase política asumió que la ley era
inadecuada y prefirió ignorarla antes que declarar su opinión de la misma, y la
ciudadanía asume que la clase política es depravada. No está claro quién tendrá
la última palabra. En Chile nunca pasa nada hasta que pasa algo.
Pero las raíces de la crisis llegan más hondo: las leyes no
son lo más importante; para que se sostengan, y con ellas la sociedad, es
necesaria la voluntad general de obedecerlas y la voluntad de la autoridad de
hacerlas cumplir, sobre todo cuando se producen las primeras infracciones. Sin
eso, de nada valen. Es decir, la sociedad depende de un sustrato moral previo a
las leyes, y nuestra sociedad evita, precisamente, definir lo bueno y lo malo,
relegando lo moral a la subjetividad. Lo que queda en común, entonces, es muy
poco.
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