martes, 21 de abril de 2015

Algunas observaciones sobre la crisis

La corrupción en Chile es con boleta, no con maletines con billetes como los que a veces son detectados en los aeropuertos de otros países. Al menos nuestra corrupción le rinde un tributo simbólico a la ley. Eso puede ser por hipocresía o porque ese tributo simbólico puede ofrecer una cierta protección frente a la misma ley. Habrá que ver cuánto se demora la corrupción en llegar todos los niveles de la autoridad y servicio público. Pero hay que distinguir: no es lo mismo usar boletas falsas para el enriquecimiento personal a costa de empresas fiscales, que usarlas para financiar una campaña política a costa de empresas privadas. Lo primero es algo que apenas está investigado. Todos, o casi todos, los políticos usaban este sistema porque todo el resto también lo hacía; de otro modo era imposible tener posibilidad alguna de ganar una elección. Ningún político, que sepamos, fue capaz de financiar su campaña honradamente, perder la elección y luego denunciar a sus oponentes e intentar que se aplicara la ley. Las ganas de ganar pueden más que las ganas de hacer las cosas bien. Algo que empezó mal, como una suerte de necesidad y pacto tácito, terminó en una crisis institucional. Las primeras denuncias respecto del financiamiento ilegal de las campañas políticas no nacieron de una preocupación por la legalidad, sino como una manera de destruir al enemigo político. Sin embargo fue extremadamente torpe por parte de la izquierda hacer esta acusación: Penta financiaba sólo a políticos de un sector (por eso su vulnerabilidad), pero como era sabido que la única manera de obtener una “donación” para una campaña era mediante boletas falsas, era cosa de tiempo que el sector afectado se las ingeniara para que todos quedaran al descubierto. Cómo la izquierda no pudo anticipar que esto le iba a reventar en la cara, es algo más allá de toda comprensión. Probablemente se debió a un caso de hýbris: los dioses cegaron a un gobierno que se sentía invulnerable. El resultado es trágico y cómico a la vez.

Este tipo de problemas es propio de una democracia masiva. Es muy difícil, siendo las cosas así, que haya políticos realmente independientes, o dependientes sólo de sus electores. Esto último es más deseable, pero conlleva el peligro de la demagogia. La idolatría de la democracia, a falta de otros dioses, hace impensable que ella pueda ser cuestionada o su poder limitado. Una fuente de limitación del poder es la tradición. El provincialismo de Chile, que se avergüenza de todo aquello que pueda oponerse a los pactos internacionales, impide el fortalecimiento de cualquier tradición. Quienes quieren resolver el problema acabando con toda la institucionalidad actual tienen intereses. No hace falta decir que quienes quieren ponerle paños fríos al asunto también tienen intereses. El gobierno militar, a veinticinco a años de su término, sigue usándose como chivo expiatorio. Fue extremadamente imprudente, por parte de la izquierda, poner al frente del país a una persona que ya había demostrado ser completamente inepta.

Es inevitable que haya corrupción. A los políticos les gusta vivir bien, como a todo el mundo. Además, aquellos que no esperan una vida después de ésta sienten más fuertemente la tentación de vivir para los placeres de este mundo. Podemos citar a Lord Acton: “El poder tiende a corromper”. Podemos citar a John Zmirak (entre otros): “El poder atrae a los ya corrompidos”. Hay vigilar bien a los que quieren gobernar(nos). No es tan malo que la gente desconfíe de los políticos. Una solución institucional pasa por disminuir el poder de los que gobiernan, y no tanto por que gobiernen los “buenos” o la gente "adecuada". Aunque la virtud del gobernante sea indispensable, el gobernante virtuoso sabe que nadie es inmune a la tentación del poder. Restringir el poder incluiría, por ejemplo, limitar las reelecciones. Es difícil que eso ocurra, porque la limitación del poder sólo puede venir del poder. Por eso hace falta un estadista, pero no sólo uno. No hay sistema que aguante sin la virtud de los ciudadanos. Podemos citar a T.S. Elliot: “Constantemente tratan de huir de la oscuridad de fuera y de dentro, soñando sistemas tan perfectos que nadie necesitará ser bueno”. Pero nuestra sociedad nos dice, y nos lleva diciendo mucho tiempo, que ser bueno es una cosa subjetiva, del ámbito privado, que no puede haber una moralidad para todos. Y nos dice también que cualquier limitación a la democracia, la que sea, es mala. Y estas cosas nos las dicen también los políticos, y les creemos.

2 comentarios:

  1. Muy realista. La cita de Eliot es -casi diría "obviamente"- genial.

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  2. Federico, con razón dices: "Restringir el poder incluiría, por ejemplo, limitar las reelecciones."
    Es verdad. Por mi parte, agregaría aumentar enormemente los cargos concursables de Alta Dirección Pública, reduciendo los cargos de exclusiva confianza a quienes trabajan en el Palacio de Moneda.
    Si, al final, la gente que piensa tiene más o menos clara la película; basta pensar un poco, pero a los incumbentes no les interesa pensar.
    Atrofiados como Gollum, se aferran a su "tesoro", desconfiando de todos, hasta de la propia madre.
    Pero, ¡qué cierto es! No es posible hablar de "ellos los corruptos" y "nosotros los honestos". Eso ya es maniqueísmo, y al hacer así empiezan de inmediato a asomar en nuestro rostro, los rasgos inconfundibles de Gollum. Quedo con tarea para la casa: leer "El poder de los sin poder", de Vaclav Havel
    Saludos.

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