Las acusaciones de doble estándar ya son un lugar común:
quienes defendían al profesor Jorge Costadoat izaron la bandera de la libertad académica,
pero niegan esa libertad a un profesor que defienda al gobierno militar. La
izquierda se proclama defensora de los derechos humanos, pero no dice palabra
sobre los detenidos en Venezuela o Cuba. Los imputados en el caso Penta quedan
en prisión preventiva, pero los de Soquimich andan libres (y las asesorías a
Codelco no se investigan), y así. Pero el problema no es el doble estándar, a
estas alturas se pasa de ingenuo el que espere que todos sean medidos con la misma
vara. Las formas, como la libertad académica, la imparcialidad de la ley, la
defensa de los derechos humanos y la democracia tienen un fin propio, un
contenido. El problema es cuando la forma se desfonda y pasa servir para otros
fines. Es entonces cuando las formas se aplican sólo cuando convienen al que
tiene el poder de aplicarlas. Se convierten en instrumentos al servicio del
poder, no de los bienes que originalmente estaban destinadas a proteger. Aun
así, invocar las formas para lograr un resultado político es mejor que
simplemente descartarlas; al menos se mantiene una semblanza de orden, y se
reconoce, aunque sea de manera hipócrita, que el poder debe someterse a algún
tipo de verdad y también de escrutinio.
A pesar de lo anterior, el abuso de las formas en este
último tiempo muestra que el país está, o sigue, profundamente dividido, que es
muy poco aquello que realmente une a quienes están de un lado o de otro en lo
político, teológico o cultural. Si no hay una separación o lucha frontal es
probablemente porque algo así sería demasiado inconveniente. Por ahora hay que
convivir, pero eso no implica que haya bienes (como la libertad académica, el
respeto a ley o la defensa de los derechos humanos) tenidos en común. Sólo hay
unas reglas que se usan para afirmar la propia posición. Eso hace, por
supuesto, que esas reglas se apliquen parcialmente y se estiren o tuerzan hasta
el límite. No hace falta decir que el riesgo de quedarse sin reglas –y lo que
eso implica– es grande.
Dada esta situación, parece conveniente dejar de discutir
sobre la aplicación de las leyes y los estándares dobles, sobre las formas,
para volver a los contenidos, al fondo. Algo de eso ya se hace, pero hace falta
más y de manera más fuerte. Una cosa es discutir acerca de la libertad académica,
otra es analizar si lo que enseña un profesor es verdad o no. Una cosa es
proclamar los derechos humanos, otra es deliberar si la detención de un
encapuchado en una marcha constituye una violación de los derechos humanos. La
afirmación del contenido de las formas es la mejor manera de protegerlas;
vacías de contenido no sirven de mucho, pero el fondo necesita de una forma
para poder funcionar correctamente en una sociedad.
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