No termina de cerrarse el debate en torno a la educación
universitaria gratuita. Es de admirar la perseverancia de sus proponentes.
Seguro que si se propusieran conseguir cualquier otra cosa con ese mismo
empeño, lo lograrían. Pero este debate se trata de algo más que de plata, y eso
ellos lo saben bien, por eso la perseverancia. Además está el interés
particular de un grupo que dispone de tiempo y medios para presionar. El
interés general, al ser más difuso, tiende a ceder siempre ante presiones de
grupos.
La educación sería un derecho de las personas, por lo mismo,
nadie debería verse privado de ella por falta de recursos. El Estado, por
tanto, debería garantizarla, gratuita y
de calidad (lo primero se define por sí mismo, lo segundo es muchísimo más
confuso). Pero este debate descansa, en gran parte, en una confusión; falacia
de la ambigüedad, dirían los retóricos.
Una cosa es la educación, aquel conjunto de conocimientos y
hábitos que permiten a una persona alcanzar su desarrollo como persona, cosa
compleja de definir, y otra cosa distinta es la instrucción, aquellos
conocimientos y habilidades que permiten a una persona ganarse la vida. En
general se asume que una persona educada es instruida, pero eso no es
necesariamente así, y lo opuesto aún
menos.
Si bien se puede afirmar que la educación es un derecho de
la persona, porque es tan necesaria para vivir humanamente como el alimento es
necesario para simplemente vivir, es más complejo poner a la instrucción, qué
es más bien una herramienta para ganarse la vida, en esa misma categoría. Además,
no es en modo alguno claro que sea un deber primario de la comunidad política,
del Estado, educar a una persona joven en este sentido, como no lo es el
alimentarla.
Como ya se ha mencionado en otro lugar,
si la instrucción fuese un derecho que debiera estar universalmente
garantizado, el Estado tendría que subsidiar cursos de conducción, de operación
de maquinaria y de tantas otras cosas que permiten ganarse la vida
honestamente. Yendo más lejos todavía, si los medios para ganarse la vida
fuesen un derecho social, el Estado tendría el deber de sustentar los
emprendimientos de aquellos que decidieran no ir a la universidad.
El problema profundo, el origen de esta ambigüedad, es que
en nuestro país la educación se concibe casi completamente como instrucción. El
cultivo de lo humano, los saberes liberales, existen en un plano muy
secundario. Esto una gran pérdida. Respecto de ellos, dada la función social
que cumplen –que no es una función utilitaria– la comunidad política tendría
algunos deberes. Pero en Chile no sabemos lo que decimos cuando hablamos de
educación.
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