Ha pasado ya una semana desde ese partido que se supone no
olvidaremos jamás. Pero el tiempo cura casi todos los dolores, y la rabia y la
frustración de un partido casi ganado poco a poco se transforman en sólo un
recuerdo, una memoria. Y la memoria de esto nos puede llevar a otras memorias.
Los antiguos –recuerdo a mi querido Boecio– tenían muy
presente que Fortuna es una diosa caprichosa. Ella tiene su rueda y basta un
giro para que quienes están arriba casi tocando el triunfo caigan, y los que
están abajo de rodillas salten de alegría. Sabían que no todo está en poder de
los hombres, y eso es humillante; pero sabían también que esa humildad hace
bien (es cosa de ver cómo pueden ser las celebraciones del triunfo). La actitud
de quién quiere controlar completamente su destino, hýbris, termina en la peor de las caídas.
Esto lo aprendieron, probablemente, de la agricultura, algo
tan lejano para la mayoría de nosotros. Aunque el labrador se parta el lomo
trabajando de sol a sol, como lo hizo nuestra selección practicando bajo su
entrenador, una helada, una inundación, puede destruir en una noche el trabajo
de tantos días. No todo depende de uno. Ahora bien, estas cosas pueden dar
lugar a la apatía (¿para qué tanto empeño, si al final todo puede decidirse en una
lotería de penales?), pero es no la lección que sacaron los que nos precedieron,
ni la que hemos sacado la mayoría de nosotros después de la derrota del sábado
pasado.
La razón es doble. Primero, aunque el resultado final no
dependa completamente de uno, mucho sí depende de lo que uno haga. Si el
fracaso puede ser por completo obra de la caprichosa Fortuna, el triunfo no lo
es (salvo que el triunfo de uno consista en el fracaso del otro). Segundo, porque el resultado externo no lo es todo.
Eso es lo que no entienden quienes dicen que, al final, este año no nos fue
mejor que hace cuatro o hace dieciséis; existe un resultado interno. Aunque el
trabajo no rinda un resultado cuantificable, el cambio en el que se esfuerza
por hacer ese trabajo queda, no se pierde.
Hace una semana se vio algo distinto de lo habitual. Se vio
gente valorando el esfuerzo por sobre el resultado, porque el esfuerzo fue
real. Esta vez el “triunfo moral” no fue la excusa del flojo, sino la realidad
del que lo dio todo –desde hace muchos meses– y al final se encontró con algo que
no estaba en sus manos. Qué distinto eso de la mentalidad habitual que celebra
al que es pillo, al que obtiene algo por nada, simulando una falta, haciendo
tiempo, presentando una licencia médica falsa, copiando en una prueba, haciendo
leso a algún otro. Hace una semana se vio nobleza, honor, que vale más que un
resultado, que permite perder con la frente en alto. Dios quiera que no sea
flor de un día.
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