Cuando terminó de temblar el 27 de febrero hace casi cuatro
años, y comprobé que el corte de luz era total, fui a revisar que las armas
estuvieran en su lugar. En la oscuridad total podía esperarse un saqueo. Sin
embargo, en el centro de Santiago no pasó nada y, era una ventaja de vivir a un
par de cuadras del Ministerio de Defensa, los servicios básicos estaban
restablecidos antes del mediodía. No fue así en otros lugares de Chile.
Los saqueos, sean en Córdoba o en Concepción, son una
manifestación del fracaso de la política más patente y grave que la abstención
electoral. Significa que una buena parte de la gente respeta las leyes penales
sólo por temor al castigo (lo que en general se reserva para las leyes de tránsito),
y que toma muy poco para que la sociedad se descomponga. Sólo una delgada línea
de Carabineros marca la frontera entre la civilización y la barbarie, dice el
tópico.
Pero los saqueos en Concepción nos llevan a otro tema: la
centralización. Hay muchas aristas, pero podemos comenzar con una afirmación.
Frente a un problema, la solución más adecuada y rápida, puede conocerla y
aplicarla mejor quién esté contacto directo con el problema. En Concepción, el problema
urgente después de los desastres naturales fue el saqueo. La autoridad local
tenía pleno conocimiento de la gravedad del caso, mientras que para la
autoridad central era uno entre muchos, y al no sentirlo directamente, vacilaba
por consideraciones políticas.
La alcaldesa hacía llamados públicos al poder central para
que desplegara a las fuerzas armadas para restablecer el orden. La
administración central se demoró tres días en hacerlo. (La presidenta dijo hace
poco que su respuesta había sido inmediata). Decir que la autoridad nacional
entregó al saqueo a la ciudad de Concepción durante tres días puede parecer
exagerado, pero así lo ven algunos vecinos.
Por supuesto que algunos problemas locales necesitan, para
su solución, de recursos materiales y administrativos, que, por economías de
escala, tienen que estar concentrados. Además, una excesiva autonomía de las
partes puede ir contra la coordinación necesaria para el buen funcionamiento
del todo. Sin embargo, la dependencia casi completa de las regiones respecto de
la capital puede resultar desastrosa, como experimentaron las autoridades
penquistas que veían el caos a su alrededor sin poder hacer más que rogar a un
gobierno nacional colapsado y distraído que se ocupara de un problema lejano.
La descentralización no pasa sólo por la distribución de
recursos (que es lo que piden los movimientos sociales), sino también por la
autonomía en la toma de decisiones. Esto se ve con particular nitidez en el
caso de las emergencias. Esa autonomía puede también crear las condiciones para
que se generen recursos (o al menos evitar su destrucción). Ahora bien, ceder
poder, ceder control, es algo que difícilmente puede esperarse de un político o
un burócrata, pero examinar las tendencias propias de la democracia y el Estado
moderno es algo que excede el modesto propósito de este escrito.
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