La tarjeta BIP hizo que ya no se oyera más esa pregunta en
las micros santiaguinas, pero fuera de la Región Metropolitana, donde todavía
pagamos con monedas, el ciudadano de a pie –ese que no anda en auto– puede ver
al Mercado en acción e incluso ser parte de él. ¿Me lleva por $300 hasta El
Trébol? Una vez el conductor se volvió hacia mí, que estaba cerca, y aludiendo
a la persona que había hecho esa petición me dijo algo así como “a esto han
acostumbrado a la gente los gobiernos de la Concertación, a pedir y a pedir, a
quererlo todo gratis, y eso que yo no soy de derecha, soy hijo de exiliado, etc.”
y así se desahogó por un rato, haciendo análisis político hasta que llegué a mi
paradero y me tuve que bajar. No creo que la Concertación sea culpable de que
la gente pida una rebaja en la tarifa, es más bien la realidad misma.
Cuando en otra ocasión escuché la misma petición de un
pasajero, pensé que lo que observaba era simplemente el Mercado en estado puro
(luego maticé esa observación): hasta el valor de un pasaje de micro se
negocia. Y si bien esto puede ser duro para el conductor o para el dueño de la
micro (el Mercado es cruel), es algo que sale intuitivamente del sentido de la
justicia que tiene el hombre común y corriente. No corresponde que pague lo
mismo el que sólo va hasta El Trébol desde el centro, que el que va hasta
Talcahuano desde Chiguayante, y por lo tanto, el posible pasajero hace su
oferta. La regulación del precio, que establece un marco para negociar, es
percibida como algo impuesto desde alguna oficina
burocrática por alguien que no capta toda la complejidad de la realidad, o que
supone que los que hacen viajes más cortos tienen que subsidiar a quienes
viajan distancias mayores (¿estatismo, socialismo, estado de bienestar?). El
conductor, por lo general, acepta la oferta, y reconociendo la insuficiencia de
la regulación, toma la plata pero no entrega boleto. El rígido Estado queda
fuera. Esto, por supuesto, admite de grados. La transacción en monedas permite
un arreglo flexible bastante satisfactorio para ambas partes, pero en la
capital el Transantiago impone una ley del todo o nada: ya vemos lo que pasa.
Realmente la experiencia de andar en micro (sin audífonos)
es mucho más enriquecedora que la del automóvil. La recomiendo vivamente a
todo el que necesite una dosis de realidad.
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