Hace unos días leí una columna de un reconocido comentador
de la realidad nacional, en la que se decía que el debate acerca de la necesidad de nueva constitución para Chile ya estaba zanjado, haciendo salvedad de
algún pequeño grupo recalcitrante que probablemente nunca estaría de acuerdo. Más tarde me topé
con otra columna de opinión, en un medio alternativo, que afirmaba que la
legalización del aborto en Chile ya no era algo discutible. Es curioso observar
que primero se dice que en democracia todo puede discutirse, para luego declarar
que la discusión se acabó. La preguntas que surgen ante este tipo de afirmaciones, naturalmente,
es cómo puede saberse en una sociedad democrática cuándo un debate está zanjado
y quién puede decidir ese tipo de cosas. Tendría que haber un acuerdo previo
sobre esto, de no haberlo, el debate se transformaría en un mecanismo que el
más hábil usa para imponer su agenda. Pero nuestra sociedad es tan pluralista
que no existe un acuerdo acerca de cómo y cuándo dar por terminado un debate.
Es un problema que reconocerán los lectores de Alasdair MacIntyre: no tenemos
un acuerdo sobre cómo se llega a un acuerdo.
Una posibilidad es apelar a la mayoría, pero no es tan
simple. En algunos casos porque a la mayoría no le interesan los temas que se
debaten, pero sobre todo, porque las mayorías son cambiantes y dar por
terminado el debate en un momento dado entrega un resultado distinto que
hacerlo en algún otro momento. (Los debates empiezan cuando una minoría alcanza
suficiente influencia como para hacer oír su voz, y se dan por finalizados
cuando esa minoría deja de serlo, o da esa impresión al menos, y logra imponerse.)
Además, las mayorías no debaten, son influenciadas solamente por unos pocos que
debaten entre ellos. Quizás sería más honesto reconocer que en realidad los
debates en una democracia son asunto de una élite que los usa para imponer su
visión de las cosas sobre el resto de la sociedad. La promulgación de una ley tampoco puede ser el final de un debate, por un lado porque los debates se inician en torno a leyes ya existentes, y por otro, porque una nueva ley regula la conducta pero no la expresión e intercambio de ideas.
Puede ser tentador pensar que el debate debe ser una
conversación permanente, como diría Richard Rorty, en la que ninguna conclusión es definitiva
(como una sociedad pluralista no reconoce verdades universales, lo único que queda
es hablar para tratar de llegar a un consenso, siempre provisorio). Pero eso no
sirve cuando se trata de cuestiones prácticas, porque en algún momento hay que
dar la conversación por terminada y pasar a la acción. Un debate interminable
le daría toda la ventaja al que quiera conservar las cosas como están, y por lo
mismo, quien inicia el debate tiene todo el interés en declararlo zanjado
apenas alcance una pequeña mayoría, por temporal y circunstancial que sea. Este
desacuerdo profundo sobre cómo se puede llegar a un acuerdo en cosas
fundamentales es quizás la división más profunda de nuestras sociedades
pluralistas: si no se puede llegar a un conocimiento de estas cosas, y además
es necesario pasar de la palabra a la acción, lo único que va quedando es una
lucha de poder, por civilizada que sea en su modo.
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