Es notable la cantidad de elogiosas alabanzas que han
recibido los sacerdotes Aldunate, Berríos y Puga por estos días. El Congreso,
la Conferencia Episcopal, los medios de comunicación y mucha gente de a pie los
han puesto por cielo. Seguro que esto les ha causado alguna incomodidad ("¡Ay
cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!, pues de ese modo trataban
sus padres a los falsos profetas."). El cardenal Ezzati, en cambio, no ha
recibido más que condenas, excepto por una declaración del padre Puga.
¿No era malo andar condenando a la gente? Ironía: al
cardenal se lo acusa por acusar; eso lleva más allá de las formas y remite al
fondo del asunto, pero ya llegaremos a eso. El inicio fue una noticia con
información falsa, una supuesta “denuncia” a Roma que no era tal, sólo un
informe pedido por el Nuncio. Como otras veces, la prensa ha dañado la
reputación de una persona y no pide las disculpas del caso. ¿Ante quién
responden los periodistas?
Los ataques al Cardenal han sido predecibles. Se lo ha
llamado Gran Inquisidor, se ha dicho que de vivir Jesucristo en Santiago, él lo
habría condenado por revolucionario. Es delicado decir estas cosas: a Cristo lo
condenó el poder político, religioso, y hasta el pueblo lo rechazó prefiriendo
precisamente a un revolucionario. Quizás
la mayoría de quienes han comentado esta noticia no han tenido la oportunidad
de hacer una lectura cuidadosa de los evangelios. El Cardenal sólo estaba siendo
obediente a la Sede de Pedro, pero parece que la obediencia ya no es una virtud
cristiana. Ha sido reemplazada por el “diálogo”, pero nadie se molestó en
dialogar con Ricardo Ezzati antes de condenarlo.
Más allá de denuncias, condenas y diálogos está el contenido
de todo esto: las enseñanzas de la Iglesia. A uno se lo denuncia por informar,
pero sobre otros se informa lo que dicen. Y resulta que algunos sacerdotes han
sostenido públicamente posiciones contrarias a la enseñanza tradicional de la
Iglesia a la que pertenecen. Sus autoridades deciden recabar más antecedentes y
arde Troya. Probablemente estos sacerdotes, y los laicos que los siguen, tienen
esperanzas de que las enseñanzas contenciosas cambien, pero ha pasado mucho
tiempo desde 1968 y las piedras de escándalo siguen ahí, inamovibles.
Una actitud más coherente sería abandonar aquella
institución con la que no se está de acuerdo (alguno lo ha hecho, no hace
mucho). Quizás dirán que las discrepancias no son en cosas fundamentales, pero
hasta en eso no hay acuerdo: es muy
profundo el desacuerdo entonces. Abandonar la Iglesia sería una acción radical
(¿pero no es el radicalismo lo que muchos admiran en los sacerdotes
cuestionados?), pero es de la misma Iglesia que critican (y porque la critican),
de la que se distancian (y porque se distancian de ella) de la que derivan su
fama y su influencia, tanta, que revisar lo que han dicho en público equivale a
una condena de todos los sectores de la sociedad.
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