Aun quienes no conocen directamente dilema que plantea “la tragedia de los comunes” entienden el concepto: que las cosas tenidas en común, al tener muchos dueños, terminan deterioradas por el descuido o por el aprovechamiento. La búsqueda de beneficios a corto plazo destruye la posibilidad de que se mantengan a largo plazo. (Algunos supuestos del dilema han sido criticados, pero el planteamiento central sigue teniendo validez.) Ejemplos abundan: la contaminación del aire en algunas ciudades o la disminución o agotamiento de algunos recursos de libre acceso, como los que provee el mar.
La solución clásica a este problema ha sido privatizar. Después de todo, la experiencia indica que nadie cuida mejor las cosas que el propio dueño. Sin embargo, aunque no todo puede privatizarse intentos no faltan y la creatividad humana se las ha arreglado para privatizar lo que antes parecía completamente público: la venta de bonos de carbono por emitir gases, las concesiones pesqueras, etc. Parece el triunfo total del libre mercado.
Cuando la privatización es realmente imposible, otra manera de evitar la tragedia de los comunes es la regulación por un agente externo, que suele ser el Estado. Esto complejo, porque el Estado no es neutral, (al estar formado por personas, es susceptible de los mismos males que la actividad privada, sólo que en mayor escala). Además –como dicen en inglés– la ley no es un instrumento de precisión y siempre habrá resquicios, o maneras de obedecer la letra y violar el espíritu (como se ha visto en el caso de algunas universidades). No es extraño: el emprendedor siempre será más hábil que el legislador.
Queda una tercera opción, la auto-regulación, que funciona en base a acuerdos de los que participan de algún bien de libre acceso. Esto es particularmente importante; si la tendencia del libre mercado se dirige a privatizar todo, hay una cosa que nunca podrá privatizarse: el libre mercado mismo (el modelo) que por ser un conjunto de interacciones entre personas en toda la sociedad, es algo público.
Este bien público, la libertad, puede abusarse (y lo ha sido). La regulación, tan querida por algunos, sólo hará que se agudicen los ingenios de otros, o que disminuya la prosperidad. La salida pasa por que quienes más participan de esto reconozcan que el sistema, el modelo, no es indestructible y que si se abusa para obtener beneficios a corto plazo, el daño a largo plazo será irreparable. (Los estudiantes de los MBA tendrían que leer la fábula de la gallina de los huevos de oro.)
Esta auto-regulación, como es obra de quienes participan, no puede ser igual a las leyes, pero puede tener más fuerza que ellas. Es cosa de que quienes puedan verse más afectados muestren un poco de valentía para evitar que unos pocos se aprovechen: quienes con sus negociados, malas prácticas y avaricia ponen en riesgo la subsistencia a largo plazo de un modelo que aumenta la prosperidad general, sufran el ostracismo social – y de otros tipos si hace falta– de sus pares. De otro modo, el libre mercado sólo durará la generación presente, porque se devorará a sí mismo. Pero hay suficientes ejemplos que muestran que esto no tiene que ser necesariamente así.
He leido de algunos que quieren patentar los genes. ¡Válgame!
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