Puede ser extraño impartir uno de esos cursos optativos de
formación general en alguna universidad. No es fácil, quizás porque los alumnos
esperan que sea fácil. La mayoría de ellos va a la universidad a obtener un título
y ciertos conocimientos –competencias, se dice ahora– que les permitirán
ganarse honradamente la vida en el futuro. No hay nada de malo en eso, salvo
que deja fuera mucho de bueno. Pero la universidad hace como que pretende
educar además de instruir y obliga a sus alumnos a tomar algunos ramos que no
son parte de su carrera (en algunas universidades estos ramos pueden agruparse
bajo una palabra cursi como “minor”). Son los optativos obligatorios. Es fácil
simpatizar con el predicamento del alumno: ya tiene bastante con estudiar para
Cálculo II, para que el profesor de Historia del Arte –por poner un ejemplo
cualquiera– le pida que se lea algunos capítulos del Gombrich; pero la lección que el alumno nunca acaba de aprender es que
la vida no se adecua a uno (se supone que la universidad prepara para la vida, pero
nadie tiene muy claro en qué sentido).
Siendo esta la situación, algunos alumnos no llegan a darse
cuenta que lo único optativo que tiene un ramo optativo es que se puede tomar
uno u otro, y no siempre (“es que profesor, yo tomé su ramo porque era el único
que calzaba con mi horario”). Una vez inscrito, deja de ser optativo; pero las
cosas del alma no se pueden forzar, como dice Benedicto XVI en el discurso en
la Universidad de Ratisbona. No es fácil
ni agradable hacerle clases a alguien que ha decidido de antemano que el ramo
que uno está dando no le interesa ni es importante (porque no le sirve). Entonces
se hace la petición inesperada: “trate este ramo como si le interesara”. Nunca
deja de sorprender un poco. Lo que pide el profesor es algo considerado tan
inferior que es asombroso que se mencione: simple acatamiento externo. No se
trata de que el alumno, a fuerza de parecer llegue a ser, no, eso no se alcanza
en un semestre, se trata simplemente de convivir como personas civilizadas
(“aunque este ramo no le importe, llegue a la hora, no se pase la clase mirando
su smartphone o conversando, tenga el
cuaderno abierto y un lápiz encima aunque no pretenda tomar apuntes”.)
Creo que la sorpresa de los estudiantes cuando escuchan esa
petición se debe al sentimentalismo que permea nuestra cultura: lo interno, que
es lo que realmente vale, debería reflejarse en lo externo, que no vale nada;
lo contrario sería hipocresía. (Es común que se confundan los impulsos con la
interioridad, lo espontáneo con lo auténtico, pero eso daría para muy largo.) Que
alguien pida simplemente una conducta externamente buena, sin intentar
conseguir la adhesión interior, es algo pocas veces visto. Y aun así, puede que
una petición de ese tipo haga referencia a algo tan interno que sea hasta
desconocido: el auto-dominio como la única manera de salir de uno mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario