jueves, 8 de septiembre de 2016

El mito fundacional

El mito es necesario. Un mito, una historia sagrada sobre los orígenes, forja los vínculos profundos para que una sociedad se mantenga unida. La historia mítica refuerza la identidad, canaliza las fuerzas destructivas hacia un enemigo común, distingue claramente entre buenos y malos, legitima el uso de la violencia. La narrativa, más que las ideas abstractas, es especialmente importante porque los seres humanos así entendemos nuestra vida. Por lo mismo, en una comunidad, quien no cree en el mito está en riesgo de quedar excluido. Se entiende, entonces, que la derecha, casi entera, ha aceptado el mito fundacional de la izquierda. El mito fundacional de la izquierda chilena actual tiene todos los elementos necesarios para constituirse en una religión política: profetas precursores, un mesías, un adversario, mártires, una iconografía particular, música sacra, etc.

La historia sagrada, incuestionable, discurre más o menos así. Salvador Allende era un demócrata sincero y convencido que encarnó las aspiraciones populares para un Chile mejor, en solidaridad con toda Latinoamérica. Sin embargo, no pudo llevar a cabo su proyecto, porque una conjunción de intereses extranjeros y oligárquicos –que querían mantener al pueblo subyugado– logró derrocarlo no por la cobardía de sus seguidores o porque el pueblo no estuviera de su lado, sino mediante el uso de fuerza superior. Esto dio paso a una violenta dictadura que persiguió implacablemente, como política de Estado, a los opositores que no lograron huir del país. No en vano el Gobierno Militar es calificado, por los más fervorosos, como una de las dictaduras más sangrientas de la historia. Fue un período oscuro, pero el enemigo fue finalmente derrotado tras una ardua lucha por la libertad (la llamada “recuperación de la democracia”).  Pero esto no ha acabado: hay quienes no han renegado completamente de sus creencias antiguas: tienen que ser desenmascarados y sometidos a un ritual de humillación purificadora; quedan todavía algunas prácticas inaceptables, tienen que ser eliminadas, gradualmente primero, totalmente después.

Esta es la fe de la izquierda, es lo que se enseña a las nuevas generaciones. Esta es su memoria (la memoria, subjetiva, no es lo mismo que la historia). Cuestionarla es grave, no se puede hacer en compañía respetable. La derecha vive un exilio en su propio país, no tiene una narrativa con la que pueda dar sentido a sus ideas inconexas, una historia que unifique su experiencia. No tiene memoria. Sólo le queda plegarse a un mito en el que ocupa un rol execrable. Si quiere sobrevivir tiene que hacer algo con este mito. Pero un mito no se desarticula con otro mito, sino con la crítica histórica (sólo un mito que resista la crítica histórica puede ser un mito verdadero).  La resistencia de los creyentes sinceros y de quienes se benefician (económica y políticamente) es siempre fuerte.

Como todo mito, el mito fundacional de la izquierda tiene elementos de verdad, pero en este caso, la desmitificación no es algo tan difícil de hacer ya que se trata de tiempos recientes y existen abundantes documentos, necesarios para la crítica. La declaración de la Cámara de Diputados y la carta de Eduardo Frei a Mariano Rumor, por ejemplo, son documentos elocuentes que pueden ser ignorados, pero no suprimidos. Hay una reveladora entrevista al mismo Allende y ciertas declaraciones de Patricio Aylwin que han sido preservadas para la memoria posterior. Puede demostrarse fácilmente que Allende no era un demócrata, ni que la izquierda “recuperó” la democracia burguesa en la que nunca creyó. No es difícil mostrar que el proyecto de la UP era totalitario y que no era apoyado por la mayoría. En fin, se podría seguir, pero no es esta la instancia para hacer este trabajo. Si acaso después de la desarticulación de los mitos es posible una sociedad cohesionada, es un problema aparte.

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