Ahora que se acaba el verano y las tardes están más frescas
y las sombras se empiezan a alargar, a veces salgo, no a cazar, no, sino a
pasear con la escopeta. Aunque todavía no alcanzo el estado místico del cazador
que describen algunos autores como David Petzal o Norman Strung –algo así como una
via unitiva cinegética– son más las veces
que no disparo que las que disparo. (Para que se quede tranquilo el lector escrupuloso,
tengo al día los permisos de caza y de transporte de armas, soy consciente de
que en esta época del año la ley sólo permite la caza de especies dañinas –sí, las
hay– y la obedezco).
Un hombre armado por las viñas y maizales ya no es algo
común de ver, y el arma es objeto de preguntas y comentarios. Es sorprendente la ignorancia de
muchos en esta materia: la diferencia entre un rifle y una escopeta, los
calibres, modos de funcionamiento, etc. son completamente desconocidos para
buena parte de las personas. (Nadie está obligado a saber de estas cosas, pero
tampoco no es difícil llegar a saberlas.) Tampoco faltan, a veces, las críticas
y, a veces, un insulto gritado desde lejos.
Se sabe poco, y en estas cosas prima la emoción. Ayer, por
ejemplo, vi en la calle un volante que aludía a una nueva ley de caza (la que incluiría
a los perros asilvestrados en la lista de especies dañinas): “Tu pena no sirve
de nada si no actúas”, decía. Exactamente: “pena”, sensibilidad; porque el
conocimiento es otra cosa y la reflexión, algo todavía más distinto.
Por un lado, la ecología es una ciencia compleja: existen
ciertas especies introducidas por el
hombre, como los perros asilvestrados –también los gatos que vagan por los
parques y jardines–, castores, jabalíes, visones, cotorras, liebres y conejos,
que dañan los ecosistemas y alteran el equilibrio. Muchas de estas especies no tienen
depredadores naturales, y sólo la acción humana puede ponerles cierto freno. Se
puede tener pena por un animal; es mejor tener pena por el ecosistema completo.
Pero quedarse acá sería sólo arañar la superficie. El
volante que vi ayer llamaba a protestar por una ley. El hombre se rige por
leyes, que en sociedades más o menos democráticas son más o menos razonables y
son promulgadas con el consentimiento de los gobernados, y los que no las
obedecen son castigados. Por eso hay leyes de caza, y por eso, también, los
seres humanos podemos discutir sobre estas cosas. Entre los animales no hay tal
cosa. Siempre me he preguntado qué le diría un ambientalista al conejo que
destruye el bosque esclerófilo de la zona central, o al gato que acecha a una
tortolita o a un zorzal. La respuesta es “nada”, obviamente, porque no hay
entendimiento posible, y eso marca la diferencia radical entre el
ambientalista, o el cazador, y el animal que caza siguiendo sólo la ley de la
selva.
Quede esto hasta aquí. Que llueva sobre mí la ira de los que
nunca han visto la naturaleza en toda su crueldad, brutalidad y complejidad, y
belleza.
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