La gente, mediante “cacerolazos” y cartas a los diarios, le
pide al gobierno que detenga la ola de delincuencia. Es razonable: los gobiernos
se forman, entre otras cosas, para entregar seguridad, custodiar el orden
público y garantizar la tranquilidad y la paz. Pero no se saca nada con reclamar.
Este gobierno está de lado del delincuente y no del ciudadano común. No se trata
de algo explícito, no, pero de un sentimiento sutil que conforma una mentalidad.
Son ciertas ideas generales sobre el mundo, el hombre y la sociedad que van,
poco a poco, decantando en acciones u omisiones, en una tendencia.
Estos sentimientos e ideas de fondo suponen que el
delincuente, más que culpable, es víctima. Víctima de las estructuras injustas,
del sistema cruel (que hay que cambiar).
El crimen es, por lo tanto, una respuesta a una violencia ya presente en
la sociedad y el delincuente está en la vanguardia en la lucha contra el
sistema. Por otra parte, la policía, los jueces, las cárceles son parte de un
sistema represor (dispositivos disciplinarios) que oprime y criminaliza al que
no se conforma con esta sociedad injusta. El que comparte la ideología que
anima a nuestro gobierno no puede dejar de sentir cierta alegría cuando se
entera de un asalto en el barrio alto. Retazos de esta sensibilidad algunas
veces salen a la luz, como por ejemplo cuando una conocida periodista dice que
los asaltos debieran considerarse como un impuesto a la riqueza. ¿Qué ocurre
cuando un criminal asalta a una persona de izquierda? Será algo más que un
error, por algo en un país del norte se decía que un conservador es un liberal
que ha sido asaltado.
No viene al caso refutar esta mentalidad. Por una parte es
un insulto a todas las personas de bajos recursos que buscan mejorar su
condición mediante el trabajo y el estudio. Es un insulto, también, a la misma
humanidad del delincuente, que es considerado como un animal incapaz de acción
propia, que sólo responde al medio en que fue criado y los estímulos que recibe.
Muchos ya han llegado a la conclusión de que el gobierno no hará más que
cambios cosméticos, pero será completamente incapaz de controlar la delincuencia
por un problema de fondo, no de gestión. A los ciudadanos no les queda más que
defenderse por sí mismos: poner rejas, alarmas, luces, cámaras, cerrojos;
transformar sus casas en cárceles. Lo grave es que esa defensa no puede pasar
de ahí, si se usa la fuerza, hasta el punto de dañar al criminal, el ciudadano
honesto teme que la ley se vuelva en su contra, no se imagina vivir al otro
lado de la ley. Es, después de todo, un burgués viviendo bajo un régimen que lo
desprecia.
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