Hace muchos años un profesor de biología recordaba cómo,
cuando su comportamiento en el colegio no era muy bueno, una de las estrictas
monjas irlandesas que lo había educado le decía, con ojos fulgurantes, “Dios te
está viendo y te va a castigar”. Le costó bastantes años superar el trauma
infantil de esa amenaza; me parece que dejó de creer que Dios lo miraba, o al
menos se consolaba pensado en que la misericordia Divina fuera mayor que la de
su profesora.
Pero la amenaza de la monja se cumple a cabalidad, aunque ya
no es Dios el que mira ni el que castiga. Episodios como el del altercado entre
la Ministra del Trabajo y una honorable Diputada de la República, el de los
grumetes repitiendo violentos estribillos mientras trotaban (cuando fui soldado
canté cosas que algunos corazones sensibles podrían considerar peores, pero
entre los cardos de Pichicuy – no en el centro de Viña), el de una madre que
aplica un correctivo a sus hijos que la interrumpen, y tantos otros, nos
recuerdan, como a Winston Smith, que el Gran Hermano nos está mirando.
La ubicuidad de las cámaras digitales y de la conexión a
internet (que hace unos cuantos años eran lujos a los que pocos podían acceder)
hace que todo hecho que pueda llamar la atención sea grabado, y probablemente
difundido. Por lo mismo, cualquier persona medianamente sensata se comporta en
público como si alguien la estuviera mirando, y no dice nada que no pueda ser
predicado a los cuatro vientos. Los videos que hemos visto confirman la antigua
sospecha de que la sensatez es un bien escaso. No sé si esta nueva situación
esté llegando a generar traumas, pero sin
duda que ha hecho que las conversaciones entre conocidos y las clases de
algunos profesores sean bastante menos interesantes.
A pesar del parecido, hay una diferencia entre la situación actual
y la de mi antiguo profesor de biología. El profesor temía a Dios, que todo lo
ve y todo lo sabe, y que por lo mismo puede juzgar con la máxima justicia (que
es también misericordia). Pero el que queda expuesto a ser grabado y
exhibido en un video de ocasión es
juzgado por un ente que ve poco y sabe menos: el público, ese que en Viña se
llama, con razón, el Monstruo. De ese juez, muchas veces avivado por una prensa
inescrupulosa que sólo busca inflar sus números para vender publicidad, no se
puede esperar justicia alguna, ni menos misericordia.
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